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– Mi señor, ¿no sabías que Flacucho no había hecho nada en años?

– ¡No hagas más preguntas, maldito idiota! -me susurró mi hermano.

El emperador, no obstante, se mostró dispuesto a responderme.

– Lo sabíamos. Lo entrevistamos personalmente. No podía negarse a nuestra orden, por supuesto. -Nadie cuerdo lo haría-. Creímos que era sincero. Nos habló de su visión del trabajo. Nos complació. Habló con elocuencia de su devoción a los dioses, y de su servidor en la tierra. -Con eso, Moctezuma se mencionaba a sí mismo. De haber estado en la posición de Flacucho, yo también hubiese empleado las mismas lisonjas, pero era desconcertante que un plumajero fracasado estuviese dispuesto a dar detalles de su proyecto como si quisiera aceptar el encargo. Mi asombro fue en aumento cuando el intérprete añadió que uno de los más altos consejeros del emperador había visitado al plumajero en dos ocasiones, en el máximo secreto, y que se había declarado satisfecho.

¿Qué le había pasado a Flacucho en su última etapa?

– Ahora el plumajero está muerto -continuó el intérprete-, y la prenda que le encargamos ha desaparecido. La ha vestido un ladrón, que ha adoptado la forma y el poder de un dios. ¿Es eso en sí mismo un augurio de lo que se nos avecina? -La pregunta flotó en el aire por un instante antes de que añadiera-: No tiene importancia. Hay que encontrar el atavío. ¡Tú lo encontrarás!

– ¡Mi señor! -exclamé contra el suelo-¿Por qué yo? ¿Cómo puedo yo…?

– ¡Silencio, esclavo!

Fue el emperador quien habló. Se decía que casi nunca alzaba la voz, pero esta vez lo hizo, y su sonoro grito se extendió por el jardín exterior.

Oí el crujido de la silla, cómo se levantaba, el chasquido de las sandalias contra el suelo mientras pasaba junto a la silla para acercarse y detenerse delante de nosotros. Aplasté la nariz contra el suelo y recé para mis adentros a Tezcatlipoca para que me salvara la vida.

– Te recuerdo que el atavío ya fue robado una vez. -Su voz volvió a ser el susurro habitual, y eso hizo que sus palabras sonaran más temibles-. Sea como sea, pasó a ser posesión de Bondadoso el comerciante, quien, según tú mismo has dicho, te pidió que lo recuperaras después de que se lo robaran. No sé qué te llevó a aceptar, pero no tiene importancia. Buscarás para mí lo que buscabas para Bondadoso. Encontrarás y me traerás el atavío. Lo harás para mañana. Si lo haces, quizá esté dispuesto a ser magnánimo.

Calló. Se prolongó el silencio, durante el cual fue consciente de su amenazadora presencia: el ser más poderoso del mundo miraba a un simple esclavo.

Decidí no abrir la boca, pero fue mi hermano quien soltó la única pregunta cuya respuesta no deseaba oír de labios del emperador.

– ¿Qué… qué pasará si no lo hace, mi señor?

– Entonces sufrirá la más lenta y la más terrible muerte que se nos ocurra.

León apenas me dirigió la palabra después de que el emperador nos despidiera. No podía reprochárselo. De haber estado en su lugar tampoco tenía claro qué hubiese hecho. Decir «¡Mira el lío en que te has metido!» parecía francamente insuficiente.

– Mis muchachos te llevarán a casa -dijo, y me señaló una de las canoas.

– Escucha un… -comencé a protestar.

– ¡Sube! -me interrumpió-. No sé cómo te las apañarás para encontrar el atavío del emperador. Tampoco sé cómo lo harás para encontrar a tu hijo. Pero no puedes hacer gran cosa hasta la mañana, así que ve con nuestros padres. Comparte la vigilia en su patio. -Vaciló antes de añadir con una voz que de pronto se volvió ronca-: Ambos sabemos que quizá sea la última visita que les hagas. Mañana haz lo que quieras, pero esta noche… -esbozó una sonrisa-, bueno, siempre puedes decirle a nuestro padre que, después de todo, no tendrá que matarte. Por lo que parece tu amo y el emperador están dispuestos a evitarle esa molestia.

5

Cuando la canoa llegó al embarcadero en la casa reinaba el silencio, pero no había nadie dormido. Mientras me acercaba, olí el humo de la hoguera, y al levantar la mirada, vi las chispas y las llamas que asomaban por encima del muro del patio.

De pronto un sonido sorprendentemente fuerte, un toque de trompeta, rompió el silencio. Al cabo de un instante, todo el vecindario pareció reverberar con el sonido de los cantos, acompañados por los tambores y las flautas. Había comenzado la vigilia.

Cruce la entrada y me encontré con una pequeña multitud en cuclillas o arrodillada alrededor de una hoguera. Los que se hallaban más cerca de mí no eran más que unas siluetas negras recortadas contra la luz de las llamas, pero vi que estaba toda mi familia, aparte de León y el errante Halcón. Mis sobrinos y sobrinas formaban solemnes y silenciosos grupos alrededor de sus padres. En cuanto a los míos, estaban sentados en el lado opuesto de la hoguera; la luz naranja del fuego alumbraba sus rostros. Ambos estaban en cuclillas juntos, pero separados por una distancia que era el testimonio de una discusión, y por la forma en que mi padre me miraba con los ojos brillantes y el entrecejo fruncido, me dije que probablemente yo había sido el tema de la disputa. Quizá mi madre le había dicho que por lo menos intentara soportarme durante una noche. Mi padre no habló, pero su mirada me siguió con recelo mientras me sentaba junto a Manitas.

A mi otro lado se encontraba un pequeño grupo de músicos y cantores de la Casa del Canto, que dirigía un joven sacerdote con una caracola.

Cautelosamente, y sin apartar los ojos del viejo rostro que me miraba con animosidad desde el otro lado de la hoguera, ocupé mi sitio dispuesto a unirme a la vigilia.

Sumé mi voz a las demás que cantaban un antiguo himno a Tláloc:

En México

tomamos los bienes de los dioses

entre banderas de papel

y en las cuatro zonas

los hombres están de pie

y también es su momento de llorar…

Miré al propio Tláloc, el dios de la lluvia, que también era una de las montañas que mi madre y hermanas habían modelado con la pasta de semillas de amaranto y habían colocado en su pequeña estera, entre sus compañeros divinos. Los dientes y los ojos brillaban como ascuas con la luz de las llamas y las prendas de papel confeccionadas por los sacerdotes resplandecían. Unas extrañas sombras se movían sobre el papel, las siluetas de sus instrumentos: el tambor, el sonajero hecho con una calabaza seca y el caparazón de tortuga que estaban en la estera. También tenía comida y bebida. Un plato de tamales en miniatura y un cuenco con vino sagrado. Era su primera y última comida, porque junto con todos los demás dioses y las montañas sagradas que lo rodeaban, estaba condenado a morir con la salida del sol.