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Pero he sido formado

y por mi dios

con sangrientas flores de maíz

unas cuantas llevaré

al patio del dios…

– ¿Crees que lloverá? -me preguntó Manitas, entre una y otra estrofa.

Alcé la mirada. Las cintas de papel enganchadas en el poste se movían pesadamente con la corriente de aire caliente que se alzaba de la hoguera. No soplaba ni una gota de viento y era difícil saber si había nubes porque la luz y el humo de la hoguera impedían ver el cielo.

– No lo sé. Tampoco podemos quejarnos; este invierno ha sido muy generoso en lluvias.

Tú eres mi guerrero

un príncipe hechicero

y aunque es cierto

que tú haces nuestra comida

tú el primer hombre

ellos solo te avergüenzan…

Abrí la boca para la siguiente estrofa, pero la cerré en cuanto Manitas me habló de nuevo.

– Tengo algo para ti.

Inquieto, miré al joven sacerdote que tenía al otro lado. Esperaba ver su mirada de reproche por nuestra charla, pero parecía estar mucho más atento a no perderse en la interpretación del himno que a nuestra conducta.

– ¿Qué?

– Aquí lo tienes. No tengo ni remota idea de qué es. Lo trajo un esclavo poco después de que tú y León os marcharais.

– ¿El esclavo de quién? -pregunté, suspicaz. Cogí el objeto. Era un paquete, en una bolsa de tela como las que usaban los peones para llevar la comida al campo.

– No lo dijo. Habló con tu hermano, Glotón. Dijo que era para ti, y si tú no estabas había que entregárselo a León. Se marchó antes de que a Glotón se le ocurriera preguntarle quién lo enviaba.

– ¡Te creo!

– Tu padre quería abrirlo, pero tu madre me lo dio. Creyó que yo podría dárselo a… ¿Qué pasa? ¿No vas a abrirlo?

Sopesé el paquete en mi mano. Pesaba mucho para su tamaño. Noté algo muy duro a través de la tela. Cuando le di la vuelta vi por un instante algo muy brillante, algo que había reflejado el fulgor de las llamas.

Estaba afilado hasta tal punto que había hecho un corte en la tela como si quisiera escaparse.

El paquete, la hoguera, el sacerdote a un lado y el plebeyo en el otro se convirtieron de pronto en algo borroso. En ese momento era incapaz de decir si las lágrimas que nublaban mis ojos eran de alegría o de profunda tristeza.

– No es necesario -susurré-. Ya sé qué es.

Aquel que me avergüenza

no me conoces

tú eres mi padre

mi sacerdocio

mi serpiente jaguar…

Por supuesto, miré el contenido. Esperé a que estuviese a punto de comenzar el siguiente himno, cuando mi joven vecino se llevó la caracola a los labios y sopló con tanta fuerza que la aguda nota hizo que todos los mayores se taparan las orejas con las manos y los rostros se retorcieran en una mueca de dolor y que los más pequeños buscaran refugio detrás de las espaldas de sus madres. Entonces tuve la absoluta seguridad de que nadie me prestaba la menor atención.

No me molesté en desenvolverlo. Metí los dedos por el agujero y dejé que el cuchillo se deslizara en la palma de mi mano. Brillaba. Alguien lo había limpiado y pulido, para eliminar cualquier rastro de sangre seca, y luego había conseguido que la hoja reluciera con tanta fuerza como la luna. Pasé la yema del pulgar e hice una mueca al comprobar qué afilada estaba. La persona que se había ocupado del cuchillo conocía muy bien su trabajo.

Comenzó el himno. Apenas lo escuchaba. Mi mirada se entretenía en pasar de la resplandeciente hoja en mi mano al fuego, y del fuego, con el resplandor de las llamas todavía en los ojos, a los rostros de mi familia, algunos solemnes, otros con el entrecejo fruncido, y un par de ellos que apenas conseguían mantener los ojos abiertos a pesar de los cantos y los toques de trompeta. Después miré las chispas y la columna de humo que subían hacia el ciclo y ocultaban las estrellas a imitación de las nubes que estábamos invocando.

Mi hijo estaba vivo, pensé, con el cuchillo bien sujeto en mi mano. No había nadie en México que supiera cuidar como él de un cuchillo de bronce.

Lo primero que sentí fue terror. Saber que Espabilado estaba vivo también significaba saber el peligro que corría. Por un instante, vi a los otomíes persiguiendo al muchacho, tendiendo la red de la venganza de mi amo.

Después borré la visión de mi mente. Me dije que mi hijo estaba vivo y que debía de haberme enviado el cuchillo como un mensaje. Pero ¿qué clase de mensaje?

Entonces se me ocurrió preguntarme cómo había conseguido recuperar el cuchillo. Había pasado por diversas manos desde que se lo habían arrebatado: las de su difunto amante, Luz Resplandeciente; las de Bondadoso; las mías; las del jefe del distrito de los comerciantes!, Mono Aullador, y las de Azucena.

¿Cuántas de las luces que veía en el aire eran estrellas y cuántas eran chispas?, me pregunté mientras intentaba adivinar la cadena de acontecimientos que había conseguido reunir a mi hijo con su más preciada posesión, y le había dado la oportunidad de enviármelo. Sabía que algunas veces, cuando tenías que resolver un problema difícil, ayudaba centrar la mente en algo más sencillo, así que miré las pequeñas luces anaranjadas en movimiento e intenté descubrir los pequeños puntos más claros e inmóviles entre ellas.

Continué contando chispas mientras escuchaba el canto y sentía el peso del cuchillo en la palma de la mano, hasta que me sumergí en la tierra de los sueños.

Allí todo pareció encajar: todos los detalles que había visto y escuchado desde que me mandaron el cuchillo la primera vez, cubierto de sangre. Cuando me desperté, creí saberlo todo: quién había matado a Vago y Flacucho y por qué, el lugar donde estaba el atavío, adonde había ido Caléndula, y la solución al mayor misterio de todos: qué se había hecho de mi hijo.