al dador de la vida.
El pone los escudos águila
en los brazos de los hombres
allí donde la guerra se libra,
en mitad de la llanura.
Como nuestros hijos,
como nuestras flores,
también tú, guerrero de la cabeza afeitada
da placer al dador de la vida…
Recitó los versos como si los arrancara de su propio corazón.
Sabía que los había compuesto para su hermana, Macuilxochitl, muerta muchos años atrás. ¿Era una coincidencia, o buscaba deliberadamente recordar al dios todo lo que había hecho su familia para honrarlo, como si quisiera pedirle que le devolviera el favor?
– Esta noche parece que carga un poco las tintas, ¿verdad? -murmuré.
El hombre que estaba a mi lado en la multitud me miró con curiosidad. Era más bajo que yo, ligeramente encorvado y con el pelo ralo y canoso. Vestía una capa sencilla que no le llegaba a las rodillas y llevaba el pelo suelto y sin adornos. Parecía un plebeyo, pero seguramente era un comerciante que ocultaba su riqueza, como siempre hacían, o quizá un artesano: un lapidario, un orfebre o un plumajero. Mi amo no era dado a invitar gente a su casa a menos que tuvieran algo que él quisiera: conocimiento, dinero o una habilidad que él pudiera utilizar.
Vi que había dado su sangre a los dioses; tenía las mejillas y el cuello embadurnados, y algunas partes todavía brillaban.
– Si lo hace, no tiene nada de particular. Todos hemos apaciguado a los dioses esta noche. ¿Por que crees si no que estamos todos aquí? ¿No te has enterado?
– No.
Mi respuesta le sorprendió.
– ¿Has estado durmiendo todo el día o qué?
– Sí.
– Entonces no sabes qué pasó anoche.
Fue mi turno de mirarlo desconcertado. Sin duda no se refería a que mi amo recurriera al dios para que lo ayudara debido a lo que habíamos hecho la noche anterior. Entendía que pudiese tener motivos, porque nuestras aventuras en el lago habían sido una última vuelta de tuerca a los bandazos que había dado su buena fortuna últimamente. Sin embargo, de ninguna manera el viejo Plumas Negras hubiese permitido que llegase al conocimiento público.
– No sé de qué me hablas -dije cautelosamente.
El hombre había susurrado, pero ahora bajó la voz hasta que casi no se le oía entre los golpes de los tambores, el estrépito de las caracolas y el canto de mi amo.
– ¡Debes de ser la única persona en todo México que no se ha enterado! Se ha visto a un dios en las calles, al norte de la ciudad, en Tlatelolco. Varias personas lo vieron. ¡Yo mismo lo vi! ¡Era Quetzalcoatl, era la Serpiente Emplumada!
Me miró, expectante.
Si esperaba que me quedara boquiabierto, gimiera, gritara o comenzara a arrancarme el pelo, a arañarme la piel o a hacer cualquiera de las cosas que hacen las personas cuando les domina el temor a los dioses y a su destino, se llevó una decepción.
– ¿De verdad? -dije.
Había llegado a mis propias conclusiones acerca de los dioses muchos años atrás. Ellos habían dado su sangre y sus cuerpos para crear a los primeros humanos y hacer que el sol y la luna aparecieran en el cielo. Para honrarlos y recompensarlos por su sacrificio, nosotros les ofrecíamos los corazones y las vidas de fuertes y hermosos guerreros. Eso era lo que hacíamos: reclamábamos nuestro derecho a dirigirnos a ellos en sus mismos términos. Sollozar muertos de miedo no haría crecer nuestras cosechas, no evitaría las inundaciones del lago ni desviaría las lanzas de nuestros enemigos; pero si hacíamos sacrificios y exigíamos que los dioses los aceptaran, quizá hicieran aquello que les pedíamos.
Esto no significa que no hiciera caso de los augurios o que la mayor parte de la ciudad no se sintiera paralizada de temor por ellos. Casi todo, desde ver a un conejo que entraba en tu casa a soñar que se te caían los dientes, podía ser interpretado como un portento. En los últimos años se habían visto más cosas extrañas que en cualquier otra época: misteriosas luces que atravesaban el firmamento, templos que se incendiaban hasta quedar calcinados sin motivo aparente, el lago que se agitaba y crecía en un día en que no se movía ni una hoja. Quizá ese fuese el motivo de que todos estuviesen inquietos después de esta última aparición. Al mirar a su alrededor, me pareció que la multitud que había en el patio del primer ministro era extraordinariamente numerosa, y se mostraba extrañamente silenciosa y atenta, incluso más de lo habitual para unos aztecas.
– ¿Qué pasó exactamente? -pregunté.
– Tienes mucha sangre fría -comentó mi vecino-. ¿Qué pasó? Pues que vieron al dios en aquel lugar, poco después de la medianoche. Fueron muchos quienes vieron lo mismo. Cuando el señor Plumas Negras se enteró, nos mandó llamar. -Como primer ministro mi amo era el máximo responsable de lo que ocurría en las calles de la ciudad, y que los dioses rondaran por ellas era algo que merecía su atención. Me pregunté si se mostraría tan escéptico como yo en esta cuestión.
– ¿Dices que fueron muchas las personas que lo vieron? Las calles de Tenochtitlan y Tlatelolco suelen estar desiertas por la noche. Rondan demasiados espíritus malignos. Nadie quiere arriesgarse a ver una lechuza, un portento que anuncia tu propia muerte, o encontrarse con las Princesas Divinas, los espíritus de las madres muertas en el parto que se vengan de los hombres haciendo que sufran terribles enfermedades.
– Creo que se celebraba una fiesta -señaló mi vecino, a la defensiva-. Quizá algunos de los invitados…
– Quizá algunos de los invitados se atiborraron de hongos sagrados. ¡Podrían haber visto cualquier cosa!
– ¿Quieres escucharme o no? -Interpretó mi silencio como un sí-. El dios corría, o intentaba correr. Avanzaba a trompicones a lo largo del canal, y gritaba, maldecía. Parecía como si estuviera borracho.
– ¿Por qué todos creyeron que era Quetzalcoatl?
– ¡Tenía su aspecto! Tenía el rostro de serpiente, muy suave y brillante, y el resto de su cuerpo estaba cubierto de plumas; le salían plumas de la cabeza, la espalda e incluso de la capa y el escudo que llevaba, grandes y largas plumas verdes por todas partes. ¡Tendrías que haberlo visto! -exclamó muy excitado-. ¡Las plumas de quetzal más bellas que he visto nunca, y eso que soy plumajero!
No acababa de creerlo. La descripción parecía demasiado precisa, idéntica a la de las imágenes que decoraban los innumerables santuarios y templos.
– ¿De verdad viste todo esto?
– ¡Te lo estoy diciendo, estaba allí! Lo tenía delante, tan cerca como estás tú ahora.