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– No creo que nadie llevara el traje. Quizá solo fue el efecto de las semillas de dondiego de día, o… no lo sé. Pero en aquel momento creí sinceramente que era el dios.

Nadie hizo ningún comentario. Reinó el silencio. Ni siquiera crepitaba la hoguera. De nuevo fue Manitas quien formuló la siguiente pregunta:

– ¿Dónde está la prenda?

– En casa de Mariposa -respondí en el acto, complacido por una pregunta a la que podía responder con seguridad-. Donde ha estado desde el primer momento. Veréis, había un lugar que desconocía, aunque debía haberme dado cuenta de que estaba allí en el momento…

– ¿Prenda? -La voz de mi padre, que sonaba por primera vez desde el comienzo de mi relato, hizo que me callara, y todos los demás se irguieron-. Olvídate de la prenda. ¿A quién le importa? ¿Qué pasa con tu hijo? -Miró a mi madre-. Nuestro nieto. ¿Dónde está? ¿Qué piensas hacer?

– Oh, eso es muy sencillo -contesté.

Entonces hice lo más estúpido que podía hacer. Se lo dije.

SIETE HIERBA

1

El joven de la caracola parecía ansioso por marcharse en cuanto saliera el sol. No podía irse hasta que llegara el sacerdote del distrito, que debía realizar los sacrificios y dar por acabada formalmente la vigilia; incluso tuvo el detalle de tocar algunas notas, pero no dejaba de mirar el horizonte, como si quisiera darle prisa al sol. También me observaba con evidente nerviosismo, pero no podía culparlo. Para un sacerdote, acostumbrado a largos ayunos y a noches sin pegar ojo, la ceremonia que esperaba realizar en casa de mis padres debía de haberle parecido un día de asueto. Lo que nunca imaginó es que apareciera un loco que convirtiera aquel ritual perfectamente organizado en un caos.

Por fin se cumplió su deseo. Amaneció, y el sacerdote del distrito estaba en la entrada del patio.

– Ha llegado el momento de que me marche -dijo el joven mientras recogía la caracola y la flauta.

– ¿No te quedarás? -preguntó mi madre, dolida-. Hay comida y bebida para todos. Debes de estar hambriento.

– No, no te preocupes -respondió el joven, a pesar de que tenía derecho a la comida y a la bebida como pago de su participación en las celebraciones. Los otros músicos y cantantes se miraron inquietos, sin duda preocupados por que ellos también tuvieran que marcharse con el estómago vacío-.

Los demás pueden quedarse, pero la verdad es que yo no tengo hambre ni sed. ¡Tengo que irme!

Casi pasó corriendo junto a sus colegas, que ahora sonreían tranquilos, y junto al sacerdote del distrito, que se volvió para mirar asombrado cómo se alejaba.

– Todo esto es culpa tuya -susurró mi madre, enojada.

– ¿Por qué? No he hecho ningún comentario sobre su manera de tocar la trompeta, ni nada…

– ¡No te hagas el gracioso! -me interrumpió mi padre-. Sabes muy bien que lo has ofendido. Solo a ti se te podía ocurrir quedarte dormido y después hablar durante toda la noche cuando lo que debíamos hacer era honrar a los dioses. Estos sacerdotes jóvenes pueden ser muy temperamentales.

– Escucha, no me hables de los sacerdotes. Yo fui uno de ellos, por si lo has olvidado.

– No lo he olvidado. Aunque me sorprende que lo recuerdes, con todo el vino sagrado que has estado bebiendo durante estos años…

De nuevo estábamos cara a cara, como si fuéramos dos pavos que se disputan una hembra; mi padre estaba ligeramente agachado, mientras se inclinaba hacia delante sobre la pierna buena de forma que su rostro estuviese a la misma altura que el mío. Pensé que en cualquier momento reanudaríamos la pelea del día anterior, en cuyo caso podía ser que consiguiera echarme de su casa o bien que yo acabara haciéndole daño de verdad.

No estaba dispuesto a dejar que ocurriera. Noté cómo se relajaban mis músculos cuando decidí dar media vuelta y marcharme antes de que las cosas empeoraran.

Oí una sonora tos en la entrada.

– Perdón. -Era Imacaxtli, el sacerdote del distrito- ¿Puedo pasar?

Imacaxtli era toda una institución en Toltenco. Desde que yo tenía uso de razón, se encargaba del humilde templo que había en lo alto de nuestra pequeña pirámide. Nos había visto crecer a mí y a mis hermanos y hermanas, y estaba seguro de que su intervención había sido la que me había abierto las puertas de la Casa de los Sacerdotes, algo que me había llevado mucho tiempo perdonarle. Ahora, al ver su figura encorvada y su rostro arrugado mientras esperaba, en actitud respetuosa, en la entrada del patio, me pregunté qué pensaría el anciano acerca de su posición. ¿Había ambicionado el honor y la gloria de los sacerdotes del templo de la Gran Pirámide, o siempre había preferido servir en un lugar donde conocía la vida de todos y todos lo conocían?

– ¡Por supuesto! -exclamó mi madre, complacida-. Por favor, has venido desde muy lejos, debes de estar sin aliento. Descansa, come algo. -El saludo formal me pareció un poco absurdo ya que iba dirigido a alguien que vivía a solo un par de calles.

– En absoluto, en absoluto. Vaya, a quién tenemos aquí, tú eres Yaotl, ¿verdad? -Se me acercó sin más-. No te veía desde… espera, déjame pensar…

– Ahora mismo me marchaba -me apresuré a decir.

– ¡Oh, no, tú no te vas! -afirmó mi padre, y me sujetó el brazo con tanta fuerza que me dolió.

– Pero si has dicho que…

– Ya has hecho más que suficiente para ofender a los dioses -declaró. Miró a mi madre-. Para no mencionarla a ella. Así que te quedarás para el sacrificio.

– No lo entiendes. Tengo…

– Sé perfectamente lo que debes hacer. Necesitarás todos los favores que puedan darte los dioses, y no te ayudarás a ti mismo si ahora sales corriendo. Así que te quedarás para el sacrificio -añadió en voz baja y con mucha decisión-; y después podrás ir a buscar a tu hijo.

Mientras, el sacerdote observaba las pequeñas figuras de pasta que habían hecho mi madre, Jade y Miel; ellas esperaban su veredicto con el mismo orgullo y la inquietud de los padres que llevan por primera vez a sus hijos a la Casa de los Jóvenes para que los maestros los conozcan.

– Son preciosas -afirmó el anciano-. Lo habéis hecho muy bien. Los dioses se sienten honrados de tener a unas fieles como vosotras.

– Hemos hecho todo lo posible -manifestó mi madre, con un leve rubor en las mejillas-. En nuestra casa sabemos qué es lo correcto, y tratamos de vivir según las normas. -Me miró por un momento con una expresión de reproche antes de dirigirse de nuevo al sacerdote-. Aquí tienes la aguja de tejer.