Imacaxtli cogió la herramienta que le ofrecía y murmuró unas palabras de agradecimiento mientras la hacía girar en la mano. No era más que una de las agujas planas y curvas que todas las mujeres aztecas aprendían a utilizar en la infancia, pero una vez al año, en las casas donde se celebraba la festividad de la Caída del Agua, servía para otro propósito.
Se agachó para coger a Tláloc de la pequeña estera de junco; durante unos instantes, miró amorosamente las brillantes semillas negras que imitaban los ojos y después le clavó la aguja en el pecho.
Escarbó con la aguja, con la fuerza justa para no romper la figura pero con la misma expresión de ferocidad que había visto en los rostros de los sacerdotes del fuego cuando arrancaban los corazones de hombres y mujeres en el altar del sacrificio. Torció la cabeza del dios hacia atrás en un ángulo que hubiese partido el cuello de un ser humano. Después apartó la aguja y sacó un diminuto trozo de pasta del pecho de la figura. Lo sostuvo en alto y lo ofreció triunfante al este, al sol naciente, antes de echarlo en el pequeño cuenco de vino sagrado, de la misma manera que los sacerdotes del fuego arrojaban los corazones todavía palpitantes de sus víctimas en el recipiente águila.
Hizo lo mismo con las restantes figuras, una tras otra, hasta matar a todos los dioses y dejar que sus cuerpos yacieran en el patio entre las ofrendas, mientras sus corazones flotaban y se ablandaban en los cuencos de vino sagrado. A continuación recogió los cuencos, los platos con los tamales en miniatura y las prendas de papel que habían llevado los dioses, y los arrojó a la hoguera.
Mi familia lo aclamó. La ceremonia se había realizado sin un fallo, aunque sin duda también celebraban que se había acabado el ayuno. Ahora solo faltaba que llegaran los invitados para que todos comenzaran a comer y beber.
– ¡Gracias! -dijo mi madre-. No sabes cuánto significa para nosotros que hayas celebrado la ceremonia aquí.
– Ha sido un placer -respondió el anciano. Ya había empezado a recoger las esteras de junco, los instrumentos y los restos de las figuras, que se llevaría al templo. Las esteras y los instrumentos eran demasiado caros para quemarlos cada año, y la pasta de las figuras era deliciosa, porque estaba hecha con miel, como nuestras golosinas; eran parte de su paga por realizar la ceremonia-. Mis mejores deseos para el resto del día.
En el mismo momento en que el primer invitado entraba en el patio, con sus ofrendas, mazorcas, granos de maíz secos y cintas de papel para que los niños las colgaran en el poste en el centro del patio, se volvió súbitamente hacia mí.
– Para ti también, Cemiquiztli Yaotl. Espero que encuentres lo que estás buscando.
Luego se marchó, con sus ofrendas recogidas en un pliegue de la capa, y yo me quedé mirándole como un tonto mientras se alejaba.
Mi madre me devolvió la capa. Dijo que podía necesitarla.
– Solo voy a Tlatelolco, no a la cumbre del Popocatepetl -repliqué-. Además, ya es de día y el sol comienza a calentar. El momento en que la necesitaba era anoche. Escucha, ya te lo dije, es tuya…
– En ese caso, ya me la traerás cuando no la necesites.
Hice una mueca. A pesar de mi convencimiento de que había resuelto el misterio de la prenda de Bondadoso, sabía muy bien que no tenía ninguna garantía de que pudiera regresar alguna vez. Satisfacer al emperador era una cosa, pero complacer al primer ministro era otra muy distinta, porque no estaba dispuesto a darle lo que me exigía. Por lo tanto, era probable que Moctezuma no ordenara mi muerte, pero a menos que intercediera para salvarme de la venganza del viejo Plumas Negras aún podía acabar muerto.
– Escucha, madre, quizá no vuelva a verte…
– No quiero oír más tonterías -me interrumpió-. Siempre vuelves. Ahora ve y haz lo que tengas que hacer, y si consigues no ensuciar demasiado la capa te lo agradeceré.
Se volvió rápidamente. Comencé a estirar la mano para sujetarla, pero vacilé y quedó fuera de mi alcance, perdida entre la multitud de invitados.
Me dirigí hacia el portal. Manitas se cruzó en mi camino.
– ¿Qué pasará conmigo? -preguntó quejumbrosamente.
– ¿Qué?
– ¿Qué pasará conmigo? Escucha, sé lo que quieres hacer. Irás a avisar a tu hijo de que el viejo Plumas Negras va a por él, y en cuanto estés seguro de que se ha largado de la ciudad sano y salvo, tú te ocultarás en alguna parte o también huirás. Me parece bien, yo en tu caso haría lo mismo, pero ¿eso en qué situación me deja? Si te largas, el condenado viejo me hará responsable de ello, y yo no puedo huir. Tengo una familia que depende de mí.
Lo miré, desconcertado. En ningún momento se me había ocurrido pensar en su situación.
– Eh, sí, sí… Tú tienes, sí… Eeeh, bueno, ¿no podrías decirle que no pudiste impedírmelo? No, supongo que no. -Manitas era una cabeza más alto que yo y era muy musculoso después de los años pasados en el ejército y del duro trabajo en los campos y las construcciones en la ciudad. Podía cogerme con una mano y llevarme como una pluma de regreso al palacio del primer ministro si quisiera.
Glotón, Amaxtli y Jade se nos acercaron.
– Venimos a ver cómo te marchas -dijo Jade-. ¡Queríamos asegurarnos de que te vas de verdad! ¿Qué pasa?
– A Manitas le preocupa que mi amo lo haga responsable si consigo encontrar a Espabilado y lo ayudo a escapar -le expliqué.
– Vaya, eso no es ningún problema -opinó el marido de Jade en tono agrio-. Dale un golpe en la cabeza, átalo y arrójalo en alguna zanja, preferentemente lejos de aquí.
– Espera un momento -protestó Manitas.
– ¡No puedes hacer eso! -gritó Jade.
– ¿Qué, esto? -preguntó Glotón.
Mi hermano era todavía más grande que Manitas. Antes de que los demás nos diéramos cuenta de lo que hacía, se colocó detrás del plebeyo, levantó las manos y descargó un par de puñetazos a cada lado de la cabeza de mi amigo.
Oímos un ruido parecido al que hace una calabaza al golpearla. Manitas puso los ojos en blanco y cayó de bruces al suelo. Jade gritó asustada y corrió hacia él.
– ¡No te he pedido que hicieras eso! -grité-. ¡Podrías haberlo matado!
– No he notado que se le rompiera nada -replicó mi hermano, a la defensiva-. En cualquier caso, ha sido por su propio bien, ¿verdad?
Lo miré sin saber qué decir.
– ¿Te vas o no? -preguntó Amaxtli, irritado.
Observé el cuerpo postrado de mi amigo. Por lo que pude ver por encima de mi hermana, que lloraba a lágrima viva, parecía respirar con normalidad. Luego miré a la gente reunida en el patio. Todos me daban la espalda, como si quisieran decirme que no tenía nada que hacer allí.