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No le respondí a mi cuñado. Me marché sin más.

– ¿Dónde está?

Perdiz, el esclavo de Bondadoso, dio un paso atrás en la entrada de la casa de su amo. Tuvo que hacerlo para evitar que el cuchillo de bronce que le apuntaba a la garganta lo atravesara.

– ¿Dónde está quién? No puedes entrar. La señora me ordenó que…

– Apártate de mi camino o tendrás que aprender a respirar sin la garganta.

El hombre se apartó, dio media vuelta y echó a correr mientras gritaba pidiendo ayuda. Lo seguí con el cuchillo en la mano.

El esclavo casi se llevó por delante a su ama. Azucena estaba en el centro del patio, debajo de la higuera. A la sombra del árbol, en cuclillas contra una de las paredes, se encontraba su padre. El viejo tenía una calabaza de vino sagrado en las manos, pero se le veía alerta y me miraba con una expresión inquisitiva.

– Hola, Yaotl -saludó Azucena tranquilamente. No hizo caso del esclavo que se había refugiado detrás de ella-. Te esperábamos anoche.

– Me retuvieron -respondí secamente-. Quiero ver a mi hijo.

– Está durmiendo.

– ¡Pues despiértalo! -grité. Levanté el cuchillo como si tuviese la intención de usarlo.

Si a Azucena le pareció que mi gesto entrañaba algún peligro, no lo demostró. Vi que las comisuras de su boca se movían en un amago de risa cuando se fijó por un momento en la afilada hoja.

– ¿Por qué no guardas esa cosa antes de que te cortes? Perdiz, deja de lloriquear y haz algo útil. Ve a ver si el chico está despierto… Ah, ya no hace falta.

Espabilado había salido de una de las habitaciones y ahora parpadeaba deslumbrado por el sol. Dejé de agitar el cuchillo y lo miré.

Supe de inmediato que lo había pasado muy mal. Tenía el rostro demacrado y grandes ojeras. Me pareció que había envejecido. Siempre había aparentado más edad, pero ahora las arrugas marcadas en su frente por el dolor y la fiebre hacían que pareciera casi tan viejo como se sentía su padre. Resultaba difícil saber si su aspecto había mejorado en relación con la pálida figura que había visto al otro lado del canal, dos días atrás. Sin embargo, se mantenía erguido y sus ojos estaban claros y alertas.

– Espabilado -dije. Me costaba trabajo hablar. Tenía la boca seca y la sensación de que algo me oprimía la garganta. Al final, conseguí añadir-: Te he traído el cuchillo.

Tendría que haber tenido más cuidado. Cuando nos echamos el uno en brazos del otro para abrazarnos con fuerza, estuve a punto de clavarle la punta del cuchillo en el hombro.

– Estaba seguro de que vendrías. Me dije que si te enviaba el cuchillo, sabrías dónde encontrarme. No se me ocurrió otra forma de avisarte que fuese segura. Tenía miedo de que si Bondadoso o Azucena te enviaban un mensaje escrito pudiera acabar en las manos equivocadas.

– Te refieres al viejo Plumas Negras, o a alguno de sus sirvientes. -No dejaba de mirar al muchacho y de sonreír como un idiota. Había llegado a creer que nunca volvería a verlo; en más de una ocasión incluso lo había dado por muerto. Costaba aceptar que estuviésemos sentados en el patio de Bondadoso y que habláramos, que mantuviéramos una conversación, que nos comportáramos, aunque solo fuera por un rato, como lo harían cualquier padre e hijo-. Dio resultado. Sabía que solo Azucena podía haberte dado el cuchillo. Pero tendría que haber adivinado antes dónde estabas, porque ella le dijo a mi amo quién eras tú, y yo no se lo había dicho. ¿No es así, Azucena?

La mujer estaba arrodillada junto a su padre, con la falda recogida debajo de las rodillas y un plato de pequeñas tortas de maíz con miel apoyado en los muslos. Eran las tortas que se ofrecían a los visitantes, pero advertí que eso no impedía que Bondadoso cogiera una de vez en cuando y se la comiera con fruición.

– Efectivamente -admitió ella-. Espabilado me lo dijo. No era su intención, pero al día siguiente de resultar herido le subió tanto la fiebre que comenzó a delirar. Así me enteré de todo.

– Incluido quién era él y… -La miré directamente a los ojos- cómo murió tu hijo y por qué.

Azucena sostuvo mi mirada.

– Así es. Todo. Pero necesitaba confirmarlo. No podía confiar… lo siento, Espabilado, en lo que habías dicho en tu delirio. -Sonrió al muchacho y extendió una mano para tocarle el brazo, como si quisiera darle ánimos. Él agachó la cabeza sin decir una palabra-Por eso fui a buscarte a la casa de Mono Aullador -me explicó-. Necesitaba que me dijeras qué había pasado, para confirmar las confesiones de tu hijo.

– Luego fuiste a contárselo a mi amo. -En otro momento hubiese sido una acusación, lanzada con toda la ira de que fuera capaz, pero con Espabilado junto a nosotros descubrí que podía decirlo sin perder la calma.

– No tenía otra alternativa -afirmó-. No solo te había sacado a ti de la casa del jefe de mi distrito sino que también me había llevado el cuchillo, y para complicar todavía más las cosas te diste a la fuga. Tenía que protegerme. Ir a ver a tu amo y contarle todo lo que había pasado me pareció la mejor manera de hacerlo.

– Por eso le dijiste que habías encontrado a su esclavo fugitivo y habías intentado devolvérselo. -Exhalé un suspiro-. Muy bien, eso lo entiendo. ¿Por qué le dijiste que Espabilado era mi hijo?

– Me preguntó en qué estabas metido, así que se lo dije. ¿Por qué no? No representaba ninguna diferencia para el chico que tu amo supiera quién era su padre. ¡No fue como si le hubiese dicho al viejo Plumas Negras dónde encontrarlo! Sabía que no te haría la vida más fácil, pero seamos sinceros, ¿por qué iba a preocuparme por ello?

Esta vez me tocó a mí agachar la cabeza y mirar el suelo mientras pensaba en lo que había dicho. Me di cuenta de que no sentía ningún rencor. Me pregunté cómo podíamos hablar desapasionadamente de cosas que, para cualquier otra persona, habrían representado una traición y una herida imposible de curar. No había matado a su hijo, pero Azucena sabía que yo había participado en ello. Resultaba difícil creer que ya no nos importara.

– En una ocasión dormimos juntos -murmuré.

Esto provocó una estruendosa carcajada de Bondadoso, ahogada rápidamente por su hija, que le metió una torta de maíz en la boca. Me miró, furiosa.

– Una vez -puntualizó.

– ¿Por eso protegiste a mi hijo?

Ahora fue ella la que se rió.

– ¡Venga, Yaotl! Mi padre lo encontró tendido en mitad del patio, con el cuchillo de bronce; el otro objeto que había estado guardado en la misma habitación que el cuchillo había desaparecido. Por lo tanto, era el único testigo del robo. ¿Qué hubieses hecho tú? -Miró a Espabilado-. Lo siento, pero… bueno, entonces no sabíamos quién eras.

– Además -manifestó Bondadoso-, puede que lo hayas olvidado, pero mi hija no estaba en casa aquella noche. Se encontraba en el lago contigo, tu hermano y el viejo Plumas Negras. Cuando Azucena regresó a casa por la mañana, el chico dormía con el pecho vendado y un emplasto de tallos de pedilanto molidos. Cuando apareció la fiebre el sanador le dio zumo de peyote aguado. Yo lo habría rebajado un poco más; creo que por eso comenzó a delirar. -Por lo visto, Bondadoso no había olvidado todos los remedios que había aprendido como comerciante, cuando viajaba sin protección entre los bárbaros.