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– ¿Entiendes por qué sé que era él y no su hermano a quien vi? -preguntó Bondadoso-. Vago hubiese sido capaz de venderme el atavío, de haber podido, pero de ninguna manera se hubiera desprendido de la prenda sin recibir nada a cambio.

– ¿Por qué te lo dio nada menos que a ti?

– El atavío estaba casi acabado, y Flacucho pensaba entregarlo al cabo de unos pocos días. Por lo que parece, Flacucho temía que si lo guardaba en su casa desapareciera. Sé qué piensas de mí-añadió. Levantó la calabaza y bebió un par de sorbos mientras miraba a su hija como si esperase que ella compartiera mi opinión-Pero no soy una persona sin principios. El padre de Flacucho estuvo conmigo en Quauhtenanco.

El marido de Azucena también había estado allí, pero a diferencia de su suegro no había regresado. Impasible, Azucena miró un punto frente a sí mientras escuchaba cómo su padre explicaba la historia.

– Lo llevé como porteador, pero resultó ser todo un guerrero. Cada vez que estábamos a punto de morir él siempre se encontraba allí, a mi lado. Lo hirieron tres veces, y en una creí que no se salvaría. ¡Yo regresé sin un rasguño! Así que cuando nos separamos después de regresar a la ciudad, le dije que si alguna vez podía hacer algo por él o sus hijos solo tenía que decirlo. Se lo prometí de todo corazón.

– Tú hiciste que una familia amanteca adoptara a Flacucho.

– Sí. Fue la única vez que me pidió que cumpliera mi promesa. -El viejo exhaló un suspiro-. Nunca me pidió que hiciera lo mismo por Vago. Creo que ya lo había dado por perdido.

– ¿Así que cuando Flacucho te pidió que le guardaras el atavío, tú no pudiste negarte? -No hice el menor esfuerzo por ocultar el escepticismo en mi voz. Me costaba mucho aceptar que Bondadoso tuviera conciencia, aunque solo fuese intermitentemente y muy selectiva. Claro que yo no había estado en Quauhtenanco.

– No me hacía particularmente feliz, pero no… ¿cómo podía negarme? Además, no era muy complicado, solo tenía que guardar la prenda durante unos días hasta que Flacucho estuviese preparado para entregarla. Pero tuvimos que celebrar aquella maldita fiesta, y alguien lo aprovechó. Por lo que tú dices, lo más probable es que fuese Vago.

– Que acabó muerto -le recordé. Cuanto más lo pensaba, más complicado me parecía. Si Flacucho le había robado el atavío a Bondadoso y había asesinado a su hermano, tal como había creído, entonces lo lógico era que se lo hubiese llevado directamente a la casa en Atecocolecan. Incluso si después Mariposa había matado a su marido, me pareció muy probable que aún estuviese allí. Sin embargo, si había sido Vago quien había asaltado la casa de Bondadoso, entonces era imposible saber qué podía haber hecho con la prenda. Solo podía esperar que Flacucho lo hubiese sorprendido con el atavío y lo hubiese matado para recuperarlo. Me estremecí cuando se me ocurrió una explicación alternativa: ¿no podía ser que Vago hubiese vendido la prenda y que los compradores hubiesen decidido eliminarle, para ahorrarse una gran cantidad de dinero y, al mismo tiempo, ocultar su rastro? Me volví hacia mi hijo-. Tú estabas aquí cuando se llevaron el atavío. ¿Qué viste?

– No recuerdo gran cosa -confesó-. Llegó aquí antes que yo. Lo encontré mirando el cuchillo. No pensé… solo le pedí que me lo devolviera. Se lanzó encima de mí. Luchamos. Yo estaba desesperado por arrebatárselo, y casi lo conseguí. Creo que le hice un corte en una mano, pero él no lo soltó; después recuerdo que salí tambaleante al patio. Más tarde, cuando abrí los ojos, estaba tumbado en una estera allí-señaló la habitación de la que había salido- y Azucena me refrescaba la frente.

Miré a la mujer. Ella rehuyó la mirada.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -pregunté-. Puedo entender que Bondadoso no lo hiciera, ¿pero tú? ¿Cómo has podido ser…?

– ¿Despiadada? ¿Cruel? ¿Qué esperabas? ¿Crees que podía olvidarme sin más de mi hijo? Sé que tú no lo mataste, pero estaba allí, y de no haber sido por ti quizá nada de esto hubiese ocurrido; quizá aún viviría.

– ¡No es culpa mía que me odiara! -El dolor que me provocaron sus palabras hizo que levantara la voz más de lo deseable. Cuando mi grito de protesta resonó en el patio y vi el dolor en el rostro de mi hijo, me serené-. Azucena, no es justo.

– ¿ Quién dice que lo sea? -replicó, furiosa-. Me has preguntado por qué mantuve en secreto lo que le había ocurrido a Espabilado, y te he respondido. En cualquier caso, por una vez mi padre estaba en lo cierto. No estaba en condiciones para ir a ninguna parte, y tú no hubieses hecho otra cosa que aparecer por aquí continuamente y provocar que tu amo lo capturara.

– ¿Me odiabas tanto como para entregarme al señor Plumas Negras? ¿Realmente estabas dispuesta a hacerlo? -pregunté.

La respuesta tardó en llegar.

– No lo sé -admitió finalmente-. Después de que te escaparas, supe lo que debía hacer, pero antes… Yaotl, no preguntes. No puedo decírtelo.

– Nada de todo esto -me recordó Bondadoso- nos ayuda a recuperar el atavío. ¿Acierto si creo que tienes tanto interés como yo en recuperarlo cuanto antes?

– Sí. Pero no sé cómo lo haremos. Por lo que me has dicho, la única persona que sabía a ciencia cierta dónde encontrarlo era Vago, al que mataron muy poco después del robo. Podemos intentar de nuevo en su casa, aunque no tengamos ninguna certeza de que vayamos a encontrar nada.

Todos permanecimos en cuclillas o arrodillados en absoluto silencio. Creo que todos debíamos de estar pensando lo mismo: que no podíamos hacer otra cosa que ir a la casa en Atccocolecan, pero ninguno de nosotros quería enfrentarse a la posibilidad de ir allí y regresar con las manos vacías, cuando pendían sobre nuestras cabezas las amenazas del emperador. Fue Espabilado el primero en hablar. Lo hizo en voz baja y con mucho respeto.

– Padre, hay algo que no entiendo.

– ¿De qué se trata? -pregunté emocionado porque me había llamado «padre».

– Cuando fuiste a ver a Flacucho, a la mañana siguiente de estar aquí, le dejaste muy claro que creías que él le había vendido la prenda a Bondadoso para después robársela.

– Así es. -Fruncí el entrecejo.

– ¿Por qué no te dijo entonces la verdad, en lugar de decirte que ya no trabajaba?

– Porque… -Me interrumpí sin más. Había estado a punto de decir que Flacucho y su esposa no tenían ni idea de quién era yo, y naturalmente no confiaban en mí, pero entonces comprendí lo que me estaba indicando mi hijo-. Porque -dije con voz tranquila- el hombre que vi no era Flacucho.

El hombre que había visto era el ladrón. El chico me lo había confirmado al describir la pelea por el cuchillo y la herida que le había hecho al ladrón en la mano. Yo mismo había visto la herida.