Analicé lo que esto implicaba. Si Espabilado estaba en lo cierto, quedaría aclarado el misterio de quién había matado al hombre que descubrí en la letrina. Tardé muy poco en deducir el motivo del crimen, y era tan obvio que no pude contener un gemido ante mi estupidez.
– ¿Qué pasa? -preguntó Azucena.
– Acabo de comprender de qué va todo esto -contesté-. ¡Cómo he podido ser tan estúpido! Si hubiese escuchado lo que Furioso me dijo hace cuatro días… No, me equivoco. No es importante lo que dijo, sino lo que no dijo.
Todos me miraron con una expresión de desconcierto.
– Ahora mismo os lo explico.
2
– ¿Habéis entendido lo que debéis hacer? Perdiz no parecía tenerlo muy claro. -Tu hermano…
– Mi hermano mayor, el Guardián de la Orilla. Que traiga a todos los guerreros que considere necesarios… -Y una maza. Hecho.
Hubiese preferido encargar a mi hijo que fuera a buscar a León, pero sería tentar a la suerte. No estaba seguro de que el viejo Plumas Negras no tuviese a hombres vigilando su casa o incluso sus habitaciones en el palacio del emperador. Además, tenía para él otro cometido.
– Quieres que vaya a buscar a Furioso el plumajero -repitió Espabilado-. ¿Qué hago si se niega a venir?
– Dile que se trata de Caléndula. ¡Se moverá con tanta prisa que te costará trabajo seguirlo!
Azucena salió de una de las habitaciones con una capa de piel de conejo que insistió en atar sobre los hombros del chico.
– ¿Estás seguro de que podrás hacerlo? -le preguntó, preocupada-. Piensa que te estás recuperando. Por qué no descansas, bebes algo antes de…
– No hay tiempo, Azucena -la interrumpió Espabilado-. No temas, estoy bien. Recuerda que ya salí hace un par de días.
– Así que eras tú a quien vi al otro lado del canal -manifesté.
– Salí a estirar las piernas. Azucena se enfadó. Me hizo prometerle que la próxima vez no saldría del patio.
– ¡Corriste el riesgo de que te mataran! -protestó Azucena-. Si los otomíes te hubiesen pillado…
– No correrá ningún riesgo -le aseguré-. No creo que surjan problemas.
En cuanto el chico y Espabilado se marcharon, pensé en lo que Azucena le había dicho. Era obvio que le había cogido cariño al chico. ¿Era quizá porque le recordaba al suyo? Rogué que no fuera así, teniendo en cuenta lo que había hecho Luz Resplandeciente. Pero me di cuenta con cierto pesar de que probablemente ella había tratado más con Espabilado, y sabía más cosas de mi hijo después de oírle hablar con toda la inocencia del delirio, que yo. Sabía muy poco. Quizá debía agradecer la fortuna de encontrarme con un hijo ya formado y haberme evitado todas las preocupaciones, las angustias y las dudas de un padre que ve crecer a su hijo. Me había librado del dolor que seguramente había sufrido mi padre, y del miedo de convertirme en un viejo amargado y furioso como él. De todas maneras, saber lo que me había perdido era como ver una herida abierta en mis carnes que no había advertido hasta entonces.
– Será mejor que te vayas -dijo Azucena-. Todo lo que te propones hacer no servirá de nada si llegan allí antes que tú.
– Tienes toda la razón -asentí. Me dirigí hacia la salida pero me volví-. Azucena, lamento lo de Luz Resplandeciente. Te lo aseguro. Si hubiese podido hacer algo…
Azucena titubeó. Miró a su padre por encima del hombro. El viejo parecía dormir profundamente después de haber bebido otra calabaza de vino sagrado. Para el caso, era como si estuviéramos solos.
Se me acercó, y solo se detuvo cuando estaba tan cerca que vi mis ojos reflejados en los suyos.
– Mi hijo -dijo con una voz desabrida- era un gusano, peor que una serpiente de cascabel. ¡El mundo está mucho mejor sin él!
Parpadeé, desconcertado por lo que acababa de oír.
– Pero…
De pronto soltó un sonoro gemido y se lanzó hacia delante; su cabeza estaba apoyada contra mi pecho y se sacudía con unos terribles sollozos que estremecían su cuerpo.
– ¿Por qué lo hacemos, Yaotl? -preguntó con voz ahogada -. ¿Por qué lo arriesgamos todo por ellos? Tú podrías haber perdido la vida por desafiar a tu amo, y yo me arriesgué a un estúpido enfrentamiento con los comerciantes solo para saber qué le había pasado a mi hijo. ¿Por qué?
La estreché entre mis brazos torpemente.
– No lo sé-respondí.
Podría haber añadido que conocía a un viejo que quizá podría decírnoslo. El amor por su hija lo había inducido a correr graves riesgos, y lo había arrastrado a participar en una trama de una crueldad indescriptible. Me apiadé del viejo porque imaginaba la angustia que había vivido y sabía el horror que estaba a punto de presenciar, a consecuencia de ese amor.
Sin embargo, ello no me impediría convertirlo en un instrumento para destruirlo.
Los peones que trabajaban en la chinampa en la parte de atrás de la casa de Atecocolecan habían comenzado de nuevo la pesada tarea de hundir los pilotes que formaban el perímetro, y machacaban los pesados maderos con verdadero furor. Al parecer, el peso de las rocas y el fango que habían amontonado en el centro de la parcela había provocado la caída de algunos de los pilotes, cosa que los había obligado a recuperarlos del fondo del pantano y volver a colocarlos. Sonreí al pensar en la variedad de insultos que debieron de pronunciar y en las discusiones cuando descubrieron lo sucedido.
Aún sonreía cuando entré en la casa.
Mariposa estaba sola, arrodillada en el patio. A un lado tenía un plato con unos pocos mendrugos. Al otro había una jarra y un cuenco con agua. Llevaba el pelo suelto y enredado sobre los hombros. No se había maquillado. El patio se veía ordenado y el suelo barrido, como si finalmente la mujer hubiese recordado sus obligaciones con los dioses.
Vi que la estatuilla de Xolotl no había sido devuelta al plinto. Me pregunté si Mariposa ya se habría desembarazado de los trozos.
No se levantó cuando me vio entrar. Solo esbozó una sonrisa.
– Hola, Yaotl. Tenía el presentimiento de que vendrías. Alguien me dijo que habías muerto, pero no me lo creí. Tú eres como yo, ¿verdad? Sobrevives a lo que sea.
– ¿Quién te lo dijo?
– ¿Por qué no te sientas? Aquel policía de Pochtlan, ¿cómo se llama, Escudo? Me habló de los otomíes. Estaba muy inquieto por lo que le había sucedido a su compañero. No quería contármelo, pero conseguí que hablara. -Soltó una risita. En otro tiempo ese sonido me habría encantado; ahora solo me pareció grotesco-. ¡Los hombres siempre acaban contándome todo lo que quiero saber! Por lo visto creía que su situación mejoraría si encontraba una prenda de plumas que él suponía que estaba en mi poder. Por supuesto, no la encontró.