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– Por supuesto. -Moví la cabeza para señalar la habitación en la que me habían prohibido entrar y en la que, cuando entré en plena noche para ver qué ocultaba, alguien me había dejado sin sentido de un golpe en la cabeza; luego tuve aquel extraño sueño, que no había sido un sueño en absoluto-. ¿Le permitiste que mirara allí?

– Oh, no. Solo le dije, con una voz muy dulce, que podía mirar cualquier cosa que le gustara. -Rió de nuevo-. ¡Salió de la casa en un abrir y cerrar de ojos!

Incluso ahora, solo mirar el portal cerrado con un trozo de tela fue suficiente para hacerme sudar.

– En cualquier caso, creo que ahora podríamos entrar, ¿qué te parece?

Bostezó mientras se desperezaba de tal forma que la tela de la camisa y la falda se ciñeran sugestivamente a su cuerpo perfecto. Luego me miró, con los ojos muy abiertos, y con toda la intención sacó la lengua para lamerse el labio superior.

– ¿Por qué? ¿En qué estás pensando?

Se me agotó la paciencia. Me acerqué a ella y me agaché para sujetarla de un brazo.

– ¡Sabes por qué estoy aquí, Mariposa! Dejémonos de juegos. Han muerto tres personas, quizá cuatro, por culpa de tus tejemanejes, y si no encuentro lo que he venido a buscar habrá algunas más para la noche, y tú serás una de ellas. ¡Ahora iremos a aquella habitación y me enseñarás lo que has estado ocultando desde el primer momento!

La obligué a levantarse y la arrastré hacia la puerta. No se resistió. Al contrario, sonrió como si estuviese convencida de que, fuera lo que fuese lo que yo creía saber, nada de lo que pudiera decir o hacer podría perjudicarla.

Al menos por el momento, tenía razón.

La tela colgaba de nuevo sobre el portal. Acababa de sujetar el borde de la tela entre el pulgar y el índice con la intención de apartarla cuando una voz fuerte y áspera gritó:

– ¡No te muevas!

Furioso cruzó el portal y entró en el patio. Sujetaba una espada en una de sus manazas, una vieja espada a la que le faltaban algunas hojas y que obviamente no se había utilizado en años pero que seguía siendo letal. Lo escoltaba su sobrino con la expresión inquieta de un cachorro que no sabe si le harán mimos o lo meterán en la cazuela.

Espabilado no estaba con ellos. Pensé que seguramente ya habían salido de camino hacia aquí, incluso antes de que lo enviara a buscar al plumajero.

Solté la tela y el brazo de Mariposa. La mujer se apartó de un salto y luego me cruzó la cara de una bofetada con tanta fuerza que me obligó a sujetarme del poste de la puerta para no caerme.

En dos zancadas, Furioso apareció a mi lado y apoyó la espada debajo de mi barbilla.

– Apártate de ella -me ordenó el viejo- o te cortaré la garganta. ¿Estás solo?

– Sí.

Tras oír mi respuesta, miró a su alrededor.

– ¡No puedo creer que seas tan estúpido! -Se volvió hacia su sobrino, que nos miraba alternativamente con tal expresión de desconcierto que quedó claro su desconocimiento de lo que estaba pasando-. Cangrejo, sal y vigila la calle. ¡Grita en cuanto veas algo!

– Pero, tío…

– ¡Cállate y haz lo que te digo! -gritó el gigantón, y la espada se movió al ritmo de sus palabras. El chico dio un salto, y luego, sin decir palabra, cruzó el patio y la habitación de la entrada para salir a la calle.

Su tío miró primero a Mariposa y después a mí. Por un momento pareció no saber qué decir, o quizá a cuál de nosotros decírselo. Cuando habló, su voz sonó sorprendentemente suave.

– ¿Sabes por qué estoy aquí? Mariposa permaneció en silencio.

– Oí un rumor en el mercado y lo comprobé con la policía. Me dijeron que Flacucho estaba muerto; que lo habían encontrado flotando en un canal, ayer por la mañana. No encontraron nada con el cuerpo, nada. He venido aquí en cuanto me he enterado.

La mujer continuó callada. La sombra de una sonrisa movió las comisuras de la boca. Parecía estar disfrutando con la situación. Yo sabía el motivo: tenía algo que el plumajero deseaba, y eso le daba poder sobre el viejo.

– ¿Dónde está mi hija?

Tampoco ahora Mariposa se dignó contestar. Señalé con un movimiento de cabeza la segunda habitación, aquella donde la viuda de Flacucho no quería que entrara.

– Allí-dije.

Furioso me miró, boquiabierto. Entonces, sin decir palabra, sujetó el nudo de mi capa con la mano libre y de un violento tirón me acercó hasta que mi rostro tocó el suyo y olí su aliento.

– No necesito cortarte la garganta inmediatamente -susurró-. ¿Crees que no sé cómo usar esta espada? Podría despellejarte vivo. ¡Otra broma más sobre mi hija y empiezo ahora mismo!

– Furioso -jadeé-. ¡No estoy bromeando!

– ¡He estado en esa habitación! ¡Allí no hay más que un montón de basura!

– Te lo estoy diciendo. ¡Sé dónde está!

– Furioso -intervino Mariposa, con su tono de voz más razonable-, esto no es más que una estúpida charada. Tú tendrás a tu hija, pero tienes que escucharme: hay algo que debemos hacer antes. ¡La prenda ha desaparecido! Tenemos que encontrarla inmediatamente. ¿Qué crees que nos hará Moctezuma si no la encontramos? No desperdiciemos más tiempo con este esclavo. Sabe demasiado. ¡Mátalo de una vez!

Sujeto por la manaza del plumajero, estaba indefenso, pero mi mente trabajaba a toda velocidad. Si la prenda había desaparecido, ¿cómo se la llevaría al emperador?

Por un momento pareció que Furioso no sabía qué hacer. Él y Mariposa no eran amigos. Solo el terror, la desesperación y el chantaje los habían convertido temporalmente en aliados, y no costaría demasiado conseguir que se enfrentaran.

– ¿Ha desaparecido? Pero Vago…

– La policía te ha dicho la verdad. ¡No encontraron nada con el cuerpo! Acaba de una vez con el esclavo, así podremos hablar.

Las gotas de sudor brillaban en la frente del plumajero. Con el rabillo del ojo vi cómo las hojas de la espada resplandecían con la luz del sol cuando movía el arma. Por un momento aumentó la presión de la mano en el nudo de mi capa, pero luego disminuyó un poco.

– No -murmuró-. Quiero oír lo que sabe.

Me apartó de un empellón al tiempo que levantaba la espada. Podría habernos matado a cualquiera de los dos en un instante, pero señaló con la espada hacia la puerta prohibida.

– ¿Dices que está allí? De acuerdo, entraremos todos. ¡Si estás mintiendo, esclavo, ya sabes lo que te espera!