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– ¿No serías tú uno de los asistentes a la fiesta que has mencionado? -Cuanto más escuchaba, más me convencía de que había sido cosa de los hongos sagrados.

– No -respondió, claramente ofendido-. Mira, estaba tan sobrio como estoy ahora, ¿de acuerdo?

Exhalé un suspiro; no tenía la intención de armar una bronca.

– De acuerdo, lo siento, pero es que parece increíble. ¿No estabas asustado?

– ¿Asustado? Mira -dijo, con un perverso tono de orgullo-. No me da vergüenza decirlo: ¡tenía tanto miedo que me meé encima!

– Así que estabas paseando por Tlatelolco sin compañía…

– Andaba por el canal que separa Pochtlan de Amantlan, ¿lo conoces? -Lo conocía. Imaginé la ancha calzada, con embarcaderos a ambos lados y los blancos muros encalados de las casas y los patios, la mayoría grandes y bien cuidadas, dado que Pochtlan y Amantlan eran dos de los distritos más ricos de la ciudad-. Oí la conmoción al otro lado; alguien que gritaba y pies que corrían. Estaba demasiado oscuro para poder ver con detalle al otro lado del agua. -La única luz a esas horas era la de las estrellas y el resplandor de las hogueras que ardían en las cimas de las pirámides cercanas-. Todo lo que podía ver era que alguien se movía hacia mí. Recuerdo que me pregunté si cruzaría el puente antes que yo. ¡Lo hizo! -Vi cómo el hombre tragaba saliva-. Estaba tan asustado que ni siquiera podía correr. Solo miré cómo cruzaba tambaleándose el pequeño puente de madera. No sé si estaba borracho, pero desde luego apenas podía mantenerse en pie, y después ¡me encontré cara a cara con un dios!

Cara a cara con un dios. En la expresión del hombre, en los ojos desorbitados y en el gesto de su boca vi algo del terror que seguramente había experimentado. Estaba diciendo la verdad. No tenía ninguna duda. Haber sabido de boca de los demás que habían visto lo mismo que él y que no había sido simplemente una pesadilla solo podía haber aumentado su miedo.

Me disponía a preguntarle qué había sucedido a continuación -adonde había ido el dios, si él había perdido el conocimiento o había escapado-, pero unos tirones en mi capa me interrumpieron.

– Tu visitante, esclavo -murmuró Chinche.

Mi visitante se negaba a entrar en el patio. El mayordomo tuvo que llevarme hasta él. Lo hizo de muy mala gana. Arrastraba el dobladillo de su larga capa de algodón por el suelo de tierra con la intención de ensuciarme de polvo el rostro mientras lo seguía. Cuando llegamos al último escalón de la larga y ancha escalera que bajaba desde la terraza delantera de la casa de mi amo hasta el canal que pasaba por delante, murmuró audiblemente.

– Ya no falta mucho. Ya verás qué te espera mañana, condenado imbécil… Ahí lo tienes.

En la escasa luz del ocaso, el espacio pavimentado delante de la casa reflejaba un resplandor incoloro, igual que en la casa opuesta. El canal entre ambas era una ancha faja de color negro puro. En el centro había una trémula mancha de luz amarilla, el reflejo de una hoguera en lo alto de una pirámide cercana.

Mi visitante se había colocado de tal forma que la silueta de su cuerpo se recortara en la mancha de luz, y todo lo que vi en un primer momento fue la forma angular de un hombre alto vuelto a medias hacia mí.

– ¿Yaotl?

– Aquí lo tienes -respondió sin entusiasmo el mayordomo.

– Gracias -dijo el visitante; luego, al ver que el otro hombre no parecía dispuesto a marcharse, añadió en un tono que sonó claramente como una orden-: Eso es todo.

Oí el susurro de la capa del mayordomo cuando se volvió y emprendió el camino de regreso a la casa. En el momento en que se perdió de vista me volví hacia la figura en sombras de pie junto al canal.

– Muchas gracias. ¿Tienes idea de lo que me espera por la mañana?

El desconocido se echó a reír.

– ¡Cállate! -exclamé-. Tú no tienes que aguantar a ese zoquete todos los días. Es una mala bestia cuando se enfada y no hay nada que moleste más a un idiota como él que el hecho de que le dé órdenes un desconocido. Vamos a ver, ¿quién eres? La risa se interrumpió bruscamente.

– Lo siento, pero me pareció divertido. Sé que no tendría que haberlo hecho, porque ambos estamos en la misma posición, pero tengo que darte un mensaje; es urgente y muy privado.

– ¿La misma posición? ¿Tú también eres un esclavo?-Me sentí un poco mejor dispuesto hacia él. Hacía falta tener valor para mandar con viento fresco al mayordomo como había hecho él, aunque seguramente sería yo quien pagaría las consecuencias. Además, ahora estaba intrigado-. ¿El esclavo de quién? ¿Por qué estás haciendo recados en Uno Muerte? ¿No tendrías que estar descansando?

– Me ofrecí voluntario. Verás, soy nuevo; hace muy poco que me vendí. Mi nombre es Chihuicoyo. -Significa «Perdiz»-. Ni siquiera he gastado todo el dinero que me dieron, así que por derecho no tendría que estar trabajando, pero mi amo me necesitaba con urgencia, y siempre es bueno causar buena impresión, ¿no te parece?

Lo comprendía perfectamente. Un esclavo valioso puede llegar a tener un cargo de responsabilidad, supervisar a los demás esclavos, o incluso conseguir comprar la libertad a un precio razonable. Si además era lo bastante listo para ganarse el aprecio de la esposa de su amo y el viejo moría en el momento oportuno, las posibilidades eran ilimitadas.

– Por eso, cuando Icnoyo me llamó para que trajera un mensaje, no me pareció oportuno negarme.

Lo miré fijamente.

Resultaba difícil ver cualquier detalle con tan poca luz; solo una capa corta que le colgaba de los hombros con la rigidez propia de la tela de fibra de maguey. Todo lo que veía de su rostro era los ojos brillantes, pequeños como los de la mayoría de los aztecas, y parte del pelo. Lo llevaba más corto que yo, como la mayoría de la gente. Yo lo llevaba largo hasta los hombros para taparme las orejas, que estaban mutiladas por años de sangrarlas en los sacrificios cuando era sacerdote.

Sin embargo no fue su aspecto lo que hizo que lo mirara fijamente. Fue la sorpresa.

– ¿Has dicho Icnoyo? -pregunté con voz débil.

Una vez, cuando era un chiquillo y estaba en la Casa de las Lágrimas, uno de los chicos mayores me dio un trozo de ámbar que por lo visto había estado frotando con un paño para despertar al espíritu que vivía en el interior. Yo me pegué un buen susto y él rió a placer.

Las palabras del esclavo me asustaron tanto como aquel trozo de ámbar.

Icnoyo, un viejo comerciante con un nombre muy poco adecuado -significa «Bondadoso»- era el padre de Azucena, el abuelo de Luz Resplandeciente. Recibir un mensaje del viejo esta noche, cuando creía que había acabado con él y con toda su familia y solo tendría que ocuparme de mis problemas y del horrible dilema al que me enfrentaría por la mañana, era lo que menos deseaba en el mundo.