Furioso arrolló a los guardias. Todavía asombrados, apenas intentaron detenerlo, y él los apartó como si fuesen críos. Mientras los guerreros se tambaleaban y caían, el plumajero se inclinó rápidamente y cuando se irguió de nuevo tenía un trozo de mampostería en la mano: una piedra plana.
Mariposa lo esperó. La última expresión que vi en su rostro fue de una calma extraña, casi serena, y la sombra de una sonrisa resabiada.
León ya había empezado a correr cuando Furioso la golpeó, pero era demasiado tarde y estaba demasiado lejos. Di un paso y me detuve porque había oído el golpe, y por el sonido comprendí que no podía hacer nada.
Ahora los únicos que podían hacer algo eran los buitres y los coyotes.
4
– Tenemos que irnos -dije amablemente.
Pocas veces había visto a mi hermano sin saber qué hacer, pero es lo que parecía suceder ahora, al observar la escena. A sus pies yacía lo que había sido una mujer hermosa, su rostro misericordiosamente vuelto de lado mientras la sangre que manaba de la cabeza empapaba el suelo de tierra; un viejo vencido y lloroso se acurrucaba un poco más allá con su sobrino arrodillado junto a él, con una mano apoyada en el hombro de su tío en un vano intento por consolarlo. Se oyó un gemido en algún lugar detrás de nosotros; quizá significaba que la muchacha que León había librado de su encierro había roto su silencio, o tal vez no era más que la queja de un guerrero con una herida en la cabeza. No me molesté en mirar.
– Aquí ya no podemos hacer nada más -añadí-. Deja a un par de hombres para que cuiden de Furioso y su hija. Eso es todo lo que necesitan, no irán a ninguna parte. Trae a los demás. -Me acerqué al chico-. Tú también, Cangrejo. Puede que te necesitemos.
Me miró con una expresión de miedo, y luego se volvió hacia mi hijo, como si esperase que intercediera por él.
– ¡No sé nada de la prenda! -afirmó.
Espabilado respondió antes de que yo pudiera hablar.
– Creo que mi padre lo sabe -dijo compasivamente-, pero cree que puedes ayudar. Es por el bien de tu tío, y por el de todos los demás. -Le tendió la mano. Cangrejo la miró durante unos momentos hasta que finalmente la aceptó, y dejó que mi hijo lo ayudara a levantarse.
– ¡León! -llamé-. ¡Vamos!
Mi hermano salió de su ensimismamiento.
– Espera a que reúna a mis hombres -murmuró-. Por cierto, ¿adonde vamos?
– A Amantlan.
– Fueron las semillas del dondiego de día -expliqué-. Tendría que haber recordado los efectos que producen de los años en que era sacerdote. El dondiego de día, los hongos sagrados, la comida de los dioses y otros parecidos, el peyote, los nenúfares, todas esas cosas no solo te abren el mundo de los sueños cuando estás dormido. Algunas veces te provocan visiones cuando estás despierto, y cambian la manera de ver las cosas que te ocurren, así que debes aprender a distinguir lo real de lo falso, o al menos a saber qué pertenece a la tierra y qué pertenece al cielo.
León, Espabilado, Cangrejo y yo íbamos en la canoa de mi hermano. El chico mantenía un silencio hosco. Estaba sentado entre León y yo como medida de precaución, aunque estaba seguro de que no intentaría escapar. Uno de los guardaespaldas de mi hermano impulsaba la embarcación con poderosas y rítmicas paladas, y el resto de los guerreros ocupaban las canoas desplegadas a proa y popa. La superficie del canal parecía hervir con el rápido paso de las embarcaciones y las olas golpeaban contra las orillas y salpicaban a los que caminaban por ellas. No oí que nadie se quejara porque le hubieran mojado la capa o el taparrabos; una mirada a nuestra escolta era más que suficiente para acallar cualquier protesta.
Repasaba en voz alta mi versión de todo lo ocurrido, en un intento de precisarla al máximo. Había llegado a la noche en la que fui a la casa de Atecocolecan para buscar la prenda; Mariposa me cogió desprevenido y me dejó inconsciente.
– Podría haberme matado de una puñalada mientras estaba inconsciente, pero supongo que le interesaba averiguar qué estaba haciendo allí y cuánto sabía. Así que me ató y me drogó para que soltara la lengua. Después… bueno, ella esperaba a que regresara Vago, y creo que aquel cuarto era el escenario frecuente de sus relaciones amorosas; supongo que con ello mortificaba a Caléndula, que lo oía todo. Quizá también influyó que me viera tendido allí a su merced, y la sensación de poder se le subió a la cabeza. Creo que eso era lo que más le gustaba, la sensación de poder. Es una sensación que la mayoría de las mujeres de México tienen la oportunidad de disfrutar.
– Así que poder, ¿verdad? -dijo mi hermano-. Tiene sentido. ¡Si lo que buscaba era sexo no había ninguna necesidad de que te drogara!
Cerré los ojos, avergonzado.
– Te aseguro que no fue idea mía, y que además no fue agradable. ¡Estaba seguro de que ella era una serpiente! -Abrí los ojos a tiempo para ver cómo León se estremecía. En cambio, cuando miré a Espabilado, el chico me devolvió la mirada con franqueza, sin el menor rastro de embarazo. No pude evitar sentirme conmovido al recordar todo lo que había visto y le habían obligado a hacer en su corta vida, y que convertía mi experiencia en algo bastante normal-. Creía estar viendo a la serpiente emplumada, o… bueno, no lo sé. Todo era muy confuso. Dioses y diosas. Hubo un momento en el que oí una voz de mujer, y creí que debía de ser Cihuacoatl que gemía en plena noche, tal como dicen que hace cuando se cierne un terrible peligro sobre la ciudad. Fue mucho más tarde cuando comprendí que no había sido un sueño; la voz era la de tu prima, Cangrejo. Siento mucho no haberme dado cuenta antes, o haber deducido que había un falso tabique, pero en aquel momento mi mente estaba absolutamente obnubilada. Ni siquiera lo pensé a la mañana siguiente, cuando me pareció que el hedor en la habitación era una mezcla del olor de los templos y las cárceles. No se me ocurrió hasta que me di cuenta de que Mariposa y Vago necesitaban a tu tío para que reparara la prenda, y utilizaban a tu prima para obligarlo, o sea que disponían de un lugar donde tenerla secuestrada.
Me vi obligado a hacer una pausa, porque el solo hecho de pensarlo me impresionaba. Estar encerrada en un pequeño calabozo sin ningún acceso al mundo exterior salvo un pequeño agujero al pie de la pared para pasar la comida, el agujero que yo había atribuido a los ratones, ya era horrible; pero ¿tener que dar a luz ahí dentro?
Sola, en la oscuridad, sin una comadrona, sin nadie que la ayudara a parir a la criatura o llorar con ella su muerte. Me pregunté si Mariposa había estado al otro lado del tabique en aquel momento para gozar de la agonía de su cuñada, y si Caléndula volvería a hablar alguna vez.