Durante la mayor parte del viaje, Cangrejo apenas había abierto la boca. No había hecho más que mirar con expresión hosca el fondo de la canoa y me pareció que se retraía todavía más a medida que nos acercábamos a su distrito. Entonces, cuando menos me lo esperaba, se dirigió a mí.
– ¿Es verdad lo que aquella mujer dijo, que Caléndula le mintió a mi tío, y que estaba involucrada en el robo de la prenda? ¿Es verdad que solo simuló ser amiga de Flacucho para que trabajara con más entusiasmo, cuando desde el primer momento sabía que lo iban a matar?
Estaba a punto de decirle que no tenía ni idea, pero entonces vi la expresión del chico. Era de súplica, la misma de un prisionero que mira el rostro del sacerdote del fuego; una palabra equivocada podía ser como una puñalada del cuchillo de pedernal.
Una vez más fue mi hijo quien respondió por mí mientras yo buscaba una respuesta.
– No, por supuesto que no -contestó Espabilado. Se inclinó hacia delante para apoyar una mano en el brazo de Cangrejo-. Era demasiado buena para hacer algo así, y demasiado devota de los dioses para mentir. ¿No es así? -La pregunta iba dirigida a mí, y en su tono se mezclaban el respeto y el desafío, como si me retara a contradecirlo.
– Así es. -Después de todo, pensé, era poco probable que Caléndula fuera a decir lo contrario.
– ¿Qué me dices del bebé? -preguntó León-. ¿Era de su marido, o del plumajero?
– Creo que Mariposa dijo la verdad. -Sin embargo, mientras Cangrejo se tranquilizaba, me pregunté si ella había sido sincera. Pobre Flacucho, pensé, no solo te robaron el atavío, ¿verdad?
– Aún no nos has dicho dónde está la prenda -me recordó León-, y ya puestos, tampoco quién mató a Vago. Pareces estar muy seguro de que no fue Mariposa.
– La prenda está en Amantlan, por supuesto, que es hacia donde vamos. En cuanto a que si Mariposa mató a Vago, recuerda que eran amantes. Además, tenía la coartada perfecta, que soy yo. Estaba conmigo cuando lo mataron, aunque no podría jurar que no fue un sueño. De todos modos, tuve la confirmación en cuanto se me despejó la cabeza, al ver que ella creía firmemente que Vago estaba vivo y que rondaba por ahí vestido como la Serpiente Emplumada.
»También vi algo más que en su momento interpreté como una visión. Vi al dios que entraba en la habitación y a una mujer que intentaba abrazarlo; luego, el dios huía. Creí que era Quetzalcoatl que intentaba evitar una repetición de lo ocurrido cuando Topiltzin fue expulsado de Tollan, hace muchos años, pero era real y resultó ser algo mucho más sencillo.
»Lo que vi fue lo mismo que ya había visto antes: a un hombre vestido con el atavío de un dios. Mariposa lo confundió con Vago, convencida de que había regresado de la casa de
Furioso con la prenda, y que la vestía en parte para asustar a cualquiera que lo viera y en parte por vanidad. Pero se equivocó. Vago estaba muerto, y la persona que vestía la prenda era el asesino.
Llegamos al puente entre Amantlan y Pochtlan, el puente que conocía como la palma de mi mano, donde había visto a Vago vestido como un dios, había encontrado el cadáver de su hermano y me habían capturado. Saltamos de las canoas a plena vista del templo del distrito, cosa que me inquietó. Le estaba diciendo a León que diera prisa a sus hombres cuando Espabilado preguntó:
– ¿Quién es aquel?
Me aparté para dejar paso a los guerreros mientras miraba en la dirección que apuntaba mi hijo, y solté un gemido.
Había una figura solitaria en el puente. Comenzó a caminar hacia mí en cuanto me vio.
– ¿No te advirtió Mono Aullador que te machacarían los sesos si te volvían a ver en Pochtlan? -preguntó en tono severo.
– Hola, Escudo -respondí como quien saluda a un viejo amigo-. No estoy en Pochtlan. Estoy en Amantlan. Escucha, no venimos a causar problemas…
– ¿Quién es? -interrumpió mi hermano.
– Un policía del distrito. -Miré a Escudo con incertidumbre. Su rostro estaba contraído y era de color grisáceo, como si no hubiese dormido desde aquella mañana, dos días atrás, cuando vimos cómo mataban a su compañero. Me compadecí de ambos. Solo habían hecho su trabajo-. Escucha, no podemos permitirnos más retrasos. Si pretendes detenernos, tus hombres tendrán que ocuparse de solucionarlo, pero no le hagáis más daño de lo necesario.
– Muy bien. ¡Tú! -le gritó León a Escudo, que en ese momento salía del puente-. Ya lo has oído. No queremos problemas. Ahora vete a tu casa como un buen chico, ¿de acuerdo?
Escudo no vaciló. Se dirigió en línea recta hacia mí, a pesar de que ahora estaba rodeado de guerreros armados, y el más bajo de ellos era una cabeza más alto que él.
– Yaotl -comenzó a decir en un tono de urgencia-. Quiero avi…
Hasta ahí llegó antes de que una espada lo golpeara en la cabeza. Sus palabras dieron paso a un gemido, que sonó con la misma suavidad que la brisa entre las juncias; luego se desplomó pacíficamente, con una sonrisa estúpida.
– Ya está -dijo mi hermano, orgulloso-. ¡Ni siquiera le ha dolido! Me pregunto qué querría. No parecía que fuera a detenerte, ¿verdad?
– No importa-respondí-. ¡Vamos!
En cuanto entramos en la pequeña plaza sagrada de Amantlan, el sacerdote del distrito, sin duda alertado por el poco habitual ruido de tantas sandalias en las piedras de la plaza, salió apresuradamente de la casa. Estaba seguro de que no me había reconocido, pero se quedó boquiabierto en cuanto vio con quién estaba.
– ¡Cógelo! -le murmuré a León, y antes de que el hombre pudiese hablar, estaba sujeto y los guerreros lo arrastraban como un trozo de madera llevado por una ola. Llegamos a la base de la rechoncha pirámide y subimos la escalera.
Tartamudo, el aprendiz de plumajero, se encontraba en la cumbre, delante del templo, escoba en mano. Al oír nuestro avance, torció la cabeza para poder mirarnos sin darle la espalda al ídolo.
Al primero que reconoció fue a Cangrejo. El sobrino de Furioso me pisaba los talones. Vi la sorpresa en el rostro de Tartamudo, cómo abría los ojos y la boca; luego se fijó en mí.
Supe que mi disfraz había sido un fracaso. Me identificó en el acto.
Retrocedió hasta la entrada del templo, y se volvió con la escoba en alto como un arma.
– ¡Fue… fue… fuera de aquí! -gritó-. ¡Es un lugar sa… sa… sagrado! ¡Solo los sacer…!
Seguí subiendo hasta el penúltimo escalón, donde mis ojos estaban a la misma altura que los suyos.
– ¡Calma, chico! Mira a estos guerreros. Si partes esa cosa contra mi cabeza, ¿con qué te defenderás?
Miró a izquierda y derecha, como si buscara un camino para huir; al no encontrarlo se decidió por lo más fácil y entró en el templo.