León no dijo nada. Fue mi hijo quien ofreció el nombre:
– Furioso.
– Así es. ¿Quieres castigarlo? Vuelve a Atecocolecan y mira al plumajero y a su hija, y después pregúntate si hay alguna necesidad de ello.
León exhaló un suspiro.
– Muy bien, tienes razón. Pero ¿qué me dices de Tartamudo?
– A la postre ha sido él quien nos ha devuelto el atavío del dios, aunque no lo pretendiera, y en lo que se refiere a matar a Vago, sé sincero contigo mismo, León, ¿realmente te importa?
– Supongo que estás en lo cierto -admitió a regañadientes-. Tendré que presentarle un informe al emperador, pero a él solo le interesa el atavío. -Miró con expresión grave a los dos jóvenes y al sacerdote-. Recordad que nada de todo esto ha pasado, ¿está claro? ¡Os va en ello vuestra vida! Bueno, ¿qué quieres?
El guerrero que había subido la escalera de dos en dos tenía la cara congestionada tras el esfuerzo y apenas le quedaba aliento para dar su informe. Afortunadamente, fue muy breve.
– El policía, señor, dice que quería avisar a tu hermano de que su amo está en la casa del comerciante. ¡Lo acompañan un grupo de guerreros otomíes y han hecho prisioneros a Bondadoso y a Azucena!
Nos reunimos con Escudo en el puente. Se frotaba la cabeza mientras caminaba junto a mi hermano, mi hijo y yo.
– Escucha, lamento lo ocurrido -dije-. No lo sabía.
– Olvídalo -respondió con aspereza-Comparado con aquellas bestias, los hombres de tu hermano son amas de cría.
No tuve necesidad de preguntarle a qué animales se refería: la expresión de su rostro y la manera de escupir las palabras, como si fuera el veneno de una serpiente, eran más que suficientes.
– ¿Estás seguro de que el viejo Plumas Negras está allí en persona? -preguntó mi hermano-. ¿Cuántos hombres lo acompañan?
– En este distrito no pasa nada sin que yo lo sepa -afirmó el policía-. Se presentaron alrededor del mediodía: el primer ministro, veinte otomíes y un sacerdote.
– ¿Un sacerdote? -exclamé-. ¿Para qué necesita a un sacerdote?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Es muy joven, eso es todo lo que puedo decirte. Tenía el aspecto de haber estado en una vigilia. Todavía llevaba la caracola, como si no hubiese tenido tiempo de guardarla y no supiera qué hacer con ella.
– ¡Cómo se puede ser tan idiota! -Me di una palmada en la frente. Ahora sabía por qué mi amo solo me había puesto a Manitas de escolta, y por qué el joven sacerdote que mi madre había contratado para dirigir las oraciones de mi familia se había marchado con tanta prisa.
– Olvídate del sacerdote -dijo mi hermano-. ¿Qué hay de los otomíes?
– Como te he dicho, son veinte, y no te engañes creyendo que puedo estar equivocado. ¡No es probable que me olvide del aspecto que tiene ese pelotón de maníacos, sobre todo del tuerto cabrón que los manda! La mayoría está en el interior de la casa. Los demás están apostados afuera y hay un par en la azotea. No se han molestado ni siquiera en esconderse.
León se detuvo.
– Hay que pensar cómo nos enfrentaremos a esto -manifestó.
Sus guerreros formaron detrás de mi hermano mientras él me miraba a mí y a Espabilado.
– Es muy sencillo saber qué busca el viejo -dije-. Me quiere a mí y a Espabilado. Seguramente esperaba capturarnos en Pochtlan. Ahora tiene a Bondadoso y a Azucena como rehenes, y espera que nosotros nos presentemos. -Miré a Escudo-. ¿Cómo crees que espera salirse con la suya? ¿Es posible que los comerciantes estén dispuestos a tolerarlo?
Los comerciantes de Tlatelolco tenían sus propias leyes, sus propios jueces y se encargaban de administrar sus asuntos. Rechazaban cualquier interferencia del exterior, y podían permitirse manifestar su rechazo, siempre y cuando siguieran siendo fieles súbditos del emperador y continuaran abasteciendo al palacio con exóticos productos extranjeros e información sobre todo lo que ocurría más allá de nuestras fronteras.
– No lo tolerarán -confirmó el policía-. Presentarán una queja al gobernador, él la transmitirá al emperador, y tu amo tendrá que dar explicaciones. Es, entre otras cosas, el juez supremo de Tenochtitlan, y todos sabemos qué les ocurre a los jueces corruptos.
La pena era morir estrangulado.
– Sí, ya imagino qué dirá -señaló mi hermano en tono áspero-. Un lamentable malentendido. Solo había ido a visitar a unos viejos amigos. Por supuesto me acompañaban mis guardias. No voy a ninguna parte sin ellos. Soy un gran señor, es lo más natural. Nadie creerá ni una sola palabra, desde luego, pero no tendrá ninguna importancia si las personas que deciden están bien pagadas. De todas maneras, para entonces ya será demasiado tarde. Por lo tanto, ¿qué hacemos?
– ¿Te refieres a otra cosa aparte de asaltar la casa y liberar a Bondadoso y a Azucena? -Mi tono fue mucho más brusco de lo que pretendía. Los nervios habían añadido un tono agudo a mi voz. ¿Qué estaría haciendo el capitán? ¿Se habría contentado con sentarse a esperar en el patio de Azucena o habría encontrado alguna otra forma mucho más horrible de matar la espera? Rechiné los dientes llevado por la ira y la decepción.
– Un momento -dijo León, enfadado por la pregunta-. Si crees que temo a un puñado de matones con unos ridículos cortes de pelo…
– Tranquilo -añadí rápidamente-. Sé que eres valiente como el que más. Solo me refería a…
– Entraremos -prosiguió sin hacerme caso-, pero primero necesitamos saber dónde están. Enviaré a un par de mis hombres a explorar el terreno. -Miró a Escudo-. ¿Qué tal se ve la casa desde el templo de la parroquia? Podría enviar a alguien allí arriba para un reconocimiento.
– No, no lo harás -protesté.
– ¡No te metas donde no te llaman! Esto es la guerra, Yaotl, no un juego en el que puedes ganar con un poco de suerte y labia. ¡Deja este asunto en mis manos!
– León, ¿quieres escucharme?
– ¡Cállate!
– ¡Por favor! ¡Papá, tío!
El temblor en la voz de Espabilado nos hizo callar a los dos. Lo miré y vi, por la forma en que abría los ojos y le temblaba el labio inferior, que le preocupaba el bienestar de Azucena tanto como a mí. Quizá más, porque ella lo había curado de sus heridas y durante unos días lo había tratado como a su propio hijo.
Tendí la mano y le sujeté el hombro con mucha fuerza; cada vez tenía más claro qué debía hacer, al igual que sabía con certeza que esta sería la última vez que nos veríamos.
– Lo siento, hijo. -Me volví hacia mi hermano-. Discúlpame, León. Nadie duda de tu valor, o del de tus hombres. Pero tienes que aceptarlo, te equivocas, esto no es una guerra. Estamos en el centro de México, no en alguna provincia fronteriza. Si asaltas la casa, ten por seguro que matarán a la mitad de tus hombres, y aunque logres rescatar a Azucena y a su padre con vida, lo más probable es que el viejo Plumas Negras consiga darle la vuelta a todo esto y presentarlo como si hubieses sido tú quien lo empezó. Tal como tú mismo has dicho, si los que deciden están bien pagados…