Выбрать главу

Él no podía decir mucho sobre la situación de Edgar Poe después de que lo llevaran a toda prisa desde Ryan's al centro sanitario. Cuando Neilson llegó al hospital, los médicos le aconsejaron que no entrara en la habitación de Edgar, aduciendo que el paciente era demasiado excitable. Neilson sólo vio a Edgar a través de una cortina, y desde ese punto aventajado contempló a un hombre completamente distinto del que había conocido. O a un espectro. Neilson no tuvo ocasión de volver a ver el cuerpo antes de que fuera encerrado en su ataúd.

– Me temo que no puedo decir más sobre el final. -Suspiró y después lo dijo. Pronunció un panegírico que nunca he podido olvidar-: Edgar era un huérfano desde todos los puntos de vista; incluso su voz sonaba triste. Había presenciado mucho sufrimiento, señor Clark, y tenía poquísimas razones para estar satisfecho de la vida, hasta el extremo de que puede afirmarse que el cambio, la muerte, apenas fue para él una desgracia.

Mi frustración ante la condescendencia de Neilson Poe me indujo a visitar la redacción de algunos periódicos, con la vaga esperanza de convencer a su personal de que, al menos, rindiera mejor tributo al genio de Poe. Describí el mezquino sepelio que había presenciado y señalé los muchos datos erróneos que aparecieron en las breves biografías publicadas hasta el momento en los diarios, con la esperanza de que los subsanaran. Pero aquellas visitas no produjeron efecto alguno. En el despacho de un periódico whig [1], el Patriot, algunos reporteros me oyeron distraídamente y, recordando que Poe escribió para la prensa, sugirieron solemnemente que abrirían una cuenta para pagar una inscripción en la tumba de Poe que lo honrara como colega desaparecido. ¡Como si Poe hubiera sido, sencillamente, otro escribidor de relatos para periódicos! Observen también que yo no he cometido el error de llamarlo Edgar Allan Poe, como la prensa periódica había tomado por costumbre hacer. No. Ese nombre era una contradicción, una quimera y un monstruo maldito. John Allan adoptó al poeta cuando era niño, en 1810, pero no tardó en abandonarlo mezquinamente a los caprichos del mundo.

Camino de casa una tarde a última hora, pasé frente al viejo camposanto presbiteriano y decidí ver de nuevo el lugar de reposo del poeta. El viejo cementerio era una angosta parcela de tumbas en la esquina de las calles Fayette y Greene. La sepultura estaba situada cerca de la hermosa lápida del general David Poe, héroe de la guerra de la independencia y abuelo de Edgar. Pero había algo desconcertante.

La tumba de Poe seguía sin inscripción y parecía como si nadie hubiera rezado junto a ella.

¡Invisible Pena! No pude dejar de pensar en los estragos del «Vencedor Gusano», como llamó Poe al último adversario de nuestro cuerpo bajo tierra.

Y sus fauces destilan sangre humana, / y los ángeles lloran. [2]

Con súbita decisión me interné en el camposanto en busca del guarda. Observando en derredor descubrí unos peldaños que conducían a una de las antiguas criptas, consideradas el lugar de enterramiento más distinguido. Tras descender por aquellos peldaños, encontré al guarda, el señor Spence, sentado, leyendo un libro bajo una arcada baja de granito, situada muy por debajo de la superficie. Había una mesa, un escritorio, un lavabo y un espejo de tamaño mediano. Aunque se construyó una iglesia en el cementerio pocos años después, se decía que George Spence seguía prefiriendo aquellas criptas. Pero aun así me sorprendió.

– Usted no vive aquí, ¿verdad, señor Spence? -pregunté. Se mostró incómodo por mi tono de escepticismo.

– Cuando hace demasiado frío aquí abajo me voy arriba, Pero me gusta más estar aquí. Es más tranquilo e independiente. Por lo demás, esta cripta fue vaciada hace algunos años.

Varias décadas antes, la familia poseedora de aquella tumba particular quiso trasladar los cuerpos de sus antepasados a un lugar más espacioso. Pero cuando el guarda anterior, el padre de Spence, abrió la tumba, se descubrió que en uno de los cadáveres se había producido un extraño caso de petrificación humana. El cuerpo, situado en lo más hondo, era completamente de piedra. Las supersticiones se extendieron con rapidez. Desde entonces ningún miembro de la iglesia accedió a sepultar a sus muertos en aquella cripta.

– Ver a un hombre de piedra, cuando no eres más que un niño, produce un terror diabólico -dijo el guarda, pero se dio cuenta de que yo estaba allí para hablar de algo distinto de la extraña historia de la cripta.

Encontró una silla para mí.

– Gracias, señor Spence. Hay algo raro. La tumba de Edgard Allan Poe, enterrado el mes pasado, ¡sigue sin inscripción! No tiene nada que la señale.

Se encogió de hombros filosóficamente.

– No es decisión mía, sino de quienes se hicieron cargo del sepelio: Neilson Poe y Henry Herring, los primos de Poe.

– Pasé por aquí el día del entierro y pude ver que la asistencia fue muy escasa. ¿Acudieron otros parientes de Poe? -pregunté.

– Vino otro. William Clemm, de la iglesia metodista de la calle Caroline, quien ofició la ceremonia, y me parece que era un pariente lejano de la familia. El reverendo Clemm había preparado un discurso largo, pero eran tan pocos los asistentes al entierro, que decidió no leerlo. Además de Neilson Poe y el señor Herring hubo otros dos acompañantes. Uno era Z. Collins Lee, compañero de estudios de Poe. ¡Descansen en paz sus cenizas!

– Señor Spence…

– El ministro dijo algo junto a la tumba de Poe. Descansen en paz sus cenizas. Al principio me sorprendió enterarme de la muerte del señor Poe. Yo lo recordaba como un joven, no mucho mayor que usted.

– ¿Lo conoció usted, señor Spence?

– Cuando vivía en Baltimore, en la casita de Maria Clemm -explicó el guarda, pensativo-. Fue hace años. Usted sería poco más que un niño. Baltimore era por entonces una ciudad más tranquila; uno podía seguir el rastro de nombres y personas. Ahora creo que está edificando sobre sí misma. Edgar Poe solía pasear de vez en cuando por este cementerio.

Dijo que Poe permanecía ante las tumbas de su abuelo y de su hermano mayor, William Henry Poe, de los que se había separado en la infancia tras la muerte de su madre. En ocasiones, contó el guarda, Edgar A. Poe examinaba nombres y fechas de tumbas y preguntaba en voz baja qué parentesco unía a uno con otro. Cuando Spence se encontraba con Poe por la calle, el poeta unas veces le decía «buenos días» o «buenas noches» y otras veces, nada.

– Y pensar que un caballero tan apuesto acabó teniendo al final aquel aspecto… -comentó Spence moviendo la cabeza.

– ¿Qué quiere usted decir, señor Spence? -pregunté, impaciente.

– Recuerdo que siempre fue muy cuidadoso en el vestir. Pero ¡qué traje llevaba cuando lo encontraron! -dijo como si lo conociera perfectamente. Lo animé a continuar, y así lo hizo-. Bien, era de tela delgada y raída, y no le iba en absoluto. Imposible que fuera suyo. ¡Era apropiado para un cuerpo al menos dos tallas mayor! Y un sombrero barato de hoja de palma que uno no se hubiera molestado en recoger del suelo. Alguien del hospital aportó un traje negro, mejor, para amortajarlo.

– Pero ¿cómo explicar que Poe acabara vistiendo una ropa que no era de su talla?

– No puedo responderle a eso.

– ¿Y no lo considera muy extraño?

– Será que no me he detenido a pensar en ello, señor Clark.

Aquellas ropas se suponían que no eran apropiadas para Poe. A Poe no le estaba destinada la muerte que tuvo, pensé de modo irracional y súbito. Le di las gracias al guarda por su tiempo, y empecé a subir rápidamente por la larga escalera que arrancaba de la cripta, como si al llegar a lo alto tuviera que emprender alguna acción in mediata. De pronto, tuve un presentimiento, por lo que me detuve en mitad de la escalera y me agarré al pasamano. El viento había arre ciado afuera, y cuando alcancé el último peldaño, de regreso en el mundo exterior, apenas logré mantenerme en equilibrio.

вернуться

[1] Los whigs eran miembros de un partido estadounidense del siglo XIX, antecedente del actual Partido Demócrata. No deben confundirse con los whigs británicos, miembros del Partido Liberal. (N. del T.)

вернуться

[2] Del cuento «Ligeia»; todas las citas de cuentos de Poe se han lomado de la traducción de Julio Cortázar (2 vols., Madrid, Alianza Editorial, 1970 y varias eds. posteriores). (N. del t.)