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¿Podría insistir, como el barón lo hizo, en que lo que parecía ver» dad debía ser verdad? Sí, sí, ¿por qué no? ¿Acaso no era yo abogado? ¿No era ése mi papel, mi trabajo?

– En nuestra ciudad algunos siguen tratando de evitar que trascienda. Otros, aquí sentados entre ustedes, continúan considerando» me un delincuente, un embustero, un paria, un asesino astuto y vil. A mí, Quentin Hobson Clark, señoría, ciudadano de Baltimore, miembro del colegio de abogados y apasionado de la lectura.

»Pero esta historia no versa sobre mí… -En este punto miré mis notas y seguí adelante, leyendo casi para mí mismo-. La historia trataba de algo más grande que yo, más grande que todos nosotros; de un hombre gracias al cual la posteridad guardará memoria de nosotros aunque ustedes ya lo hubieran olvidado antes de que lo enterraran. Alguien tenía que recordarlo. No podíamos permanecer indiferentes. Yo no podía…

Abrí la boca para seguir hablando, pero no pude. Había otra elección aquí, según me di cuenta. Yo podía contar la historia de lo que había fracasado. De encontrar a Duponte, de traerlo aquí, de los hombres de los Bonaparte dándole caza, del asesinato por error del barón. Mis palabras sobre este tema llegarían a la prensa, los Bonaparte se verían envueltos en un escándalo, de nuevo se seguiría la pista de Duponte hasta el lugar del mundo al que hubiese escapado, quizá esta vez su existencia acabara de verdad. Podía terminar completamente aquello que había empezado y dejárselo todo a la historia.

Agarré mi bastón de Malaca con ambas manos y casi sentí que estaba a punto de abrirse de nuevo. Entonces sonó un disparo.

Pareció tan próximo como para haberse hecho dentro de la sala, y la conmoción se desató al instante. Hubo inmediatamente sugerencias y rumores de que el palacio de justicia estaba sitiado por un loco. El juez ordenó al secretario que investigara, y dispuso que todos los presentes abandonaran la sala hasta que se recobrara la calma. Nos dijo que regresáramos al cabo de cuarenta minutos. Para entonces había cundido el griterío y un par de oficiales de policía empezó a organizar la salida.

Al cabo de unos momentos, yo era el único que permanecía en la sala… o eso creí. Entonces descubrí a mi tía abuela. Se colocaba sobre el cabello su gorro oscuro y alisaba la parte alta. Era la primera vez desde el comienzo del juicio que nos quedábamos solos.

– Tía abuela -le rogué-, tal vez aún me quieras, pues sabes que soy el hijo de mi padre. Por favor, reconsidera esto. No impugnes el testamento ni pongas en duda mi capacidad.

Su rostro parecía rígido, seco a causa del desagrado.

– Has perdido a tu Hattie Blum, has perdido Glen Eliza, lo has perdido todo, Quentin, por la idea de que eras alguna clase de poeta en lugar de abogado. Es la vieja historia, ya sabes. Tú pensarás que has hecho algo valiente, pero era una necedad. Pobre Quentin. Puedes ir a quejarte todos los días a las hermanas de la caridad, a su asilo, después de esto, y ya no estarás nunca más en condiciones de afligir a los demás con tribulaciones e inquietudes.

No repliqué, y ella continuó:

– Puedes creer que obro por despecho, pero te aseguro que no actúo por lástima hacia ti y por la memoria de tus padres. Todo Baltimore comprenderá que a mi avanzada edad éste es el último acto di compasión que puedo llevar a cabo, para evitar que te conviertas en el más peligroso de los monstruos: el haragán que no sabe estañe quieto. Ojalá que la locura del pasado te sirva de penitencia para el futuro.

Permanecí en el estrado de los testigos y me sentí de algún modo aliviado y entristecido cuando la sala quedó en absoluto silencio. Aun así, me comunicó una peculiar sensación, pues una sala de audiencia era uno de esos lugares, como una sala de banquetes, que nunca 86 notaba vacía aunque lo estuviera. Me repantigué en la silla.

Incluso cuando oí abrirse de nuevo la puerta y oí a mi tía abuela murmurar «perdón», en cierto tono ofendido, cuando se iba, al encontrarse con alguien que entraba, me encontraba demasiado ensimismado para pasear la vista alrededor. Si el loco que había hecho los disparos en el exterior había entrado, podía tenerme a su merced. Sólo cuando oí cerrar la puerta desde dentro volví en mí.

Auguste Duponte, vestido con una de sus capas más elegantes dio unos pasos por la sala.

– ¡Monsieur Duponte! -exclamé-. ¿Es que no ha oído que hay un loco suelto en el palacio de justicia?

– Qué va; era yo, monsieur -dijo Duponte. Y haciendo un gesto hacia el exterior-: Yo lo que quería era que esa muchedumbre no estuviera aquí. Pagué a un vagabundo para que pegara unos inofensivos tiros al aire con la pistola que usted me trajo, para que la gente tuviera algún sitio adonde mirar.

– ¿Lo hizo usted? ¿Y utilizó un cómplice, un ayudante? -pregunté, asombrado.

– Sí.

– ¿Y por qué no abandonó Baltimore el otro día, tal como tenía planeado? No puede permanecer aquí mientras ellos pueden estar buscándolo. Tal vez se propongan atacarlo.

– Tenía razón, monsieur Clark, en algo que dijo en mi hotel, Viajé a América sin la menor intención de resolver su misterio, que parecía tan probable que tuviera solución como que no la tuviera. Vine aquí para hacer una comprobación, para acabar con la convicción de que yo podía hacer tales cosas; la convicción que por tanto tiempo me impidió vivir de una manera normal. La convicción que atemorizaba a la gente, incluso al presidente de una república, de que yo era capaz de conocer lo que ellos deseaban que permaneciera desconocido. Pero la gente creía enteramente en esa idea, la gente lo deseaba y lo temía, pese a que yo ya no volví a salir de mi piso. Supongo que no recuerdo si creía en todo eso antes que ellos lo creyeran o si alguien fue el primero en creerlo.

– Usted deseaba mantenerme ocupado mientras maquinaba una escapatoria de sus perseguidores, y planeaba una serie de hechos que dejaran atrás su identidad como el verdadero Dupin. Ésa era la naturaleza de su investigación para usted: una maniobra de distracción.

– Sí -admitió con toda franqueza-. Al principio supongo que sí. Creo que estaba cansado: cansado de no vivir pero de haber vivido. Pero usted insistía. Usted estaba seguro de que nos encontrábamos aquí para resolver algo; no sólo que podíamos, sino que debíamos. ¿Les ha referido la versión del barón? A esa masa de ahí, la que está fuera del palacio de justicia, quiero decir.

– Estaba a punto de hacerlo -respondí con una carcajada desprovista de humor, mirando hacia mi cuaderno, donde había transcrito la conferencia entera del barón, tal como la memoricé.

Duponte me pidió verlo. Yo lo observaba mientras examinaba las páginas.

– Voy a destruir eso -dije, cuando volvió a dejar el cuaderno en la mesa-. Lo he decidido. No mentiré acerca de la muerte de un hombre que iba con la verdad por delante. Esto nunca se repetirá.

– Se repetirá, monsieur Clark -dijo Duponte en tono triste-. Probablemente muchas veces.

– ¡No le he contado a nadie la versión del barón! -insistí-. No creo que él pudiera contársela a Bonjour o alguien más antes de morir. Se proponía alcanzar la gloria hablando frente a la multitud. El documento original está destruido, monsieur; le aseguro que este cuaderno es lo único que hay.

– Da igual que él informara o no a alguien de sus conclusiones. Ya ve usted que el barón se diferencia de la mayoría sólo en sus Cualidades de diligencia y en su falta de delicadeza, así como en cierta tenacidad de perro de presa no distinta de la de usted. Pero sus ideas no tienen nada de originales. Eso nos lleva al error que usted comete. Tanto si su discurso se quema en la estufa de la prisión como en el gran, incendio de Roma, sus ideas se convertirán en lugar común en el pensamiento de otros que investiguen la muerte de Poe.