– Pero ¿y las palabras de Poe en el hospital? -dije-. Sus gritos llamando a «Reynolds» ¿no podrían ser un indicio de alguna responsabilidad o conocimiento por parte de Henry Reynolds, aquel carpintero que sirvió de vocal en las elecciones en el lugar donde fue encontrado Poe?
En el rostro de Duponte se reflejó la auténtica diversión.
– ¿No lo cree? -pregunté.
– No tengo ninguna razón para no creerlo como una posibilidad, si es eso lo que quiere decir, monsieur Clark. Otros creerán que pueden adivinar lo que es insólito en la mente de Poe, una imposibilidad para cualquiera, pero mucho menos tratándose de un genio. Para conseguirlo, lea sus cuentos, lea sus poemas y encontrará todo lo que es extraordinario y singular, o sea lo que no se repite en las mentes ajenas a Poe. Pero para entender los pasos que llevan a esa muerte, usted debe aceptar lo que es ordinario en él, en cualquiera, y en todo cuando lo rodea y que choca con su genio. Ésas serán las respuestas.
»Que Poe pronunciara esa palabra, "Reynolds», durante muchas horas la noche de su muerte en el hospital es algo a lo que no deberíamos prestar atención… si nuestro propósito es comprender cómo murió. Poe carecía de claridad mental debido a un conjunto de circunstancias dispares que ya hemos enumerado. Que el barón) que otros observadores pudieran fijarse en eso demuestra la común falta de comprensión sobre cómo y por qué las personas piensan y actúan como lo hacen. Aun sin una profunda consideración del asunto, podemos recordar que Poe se halla en un estado en el que se siente completamente solo. La verdad es que pudo haber llamado a cualquiera. Pudo haber sido el último nombre que oyó, que quizá correspondía al mismo carpintero que nos visitó en su salón, o pudo haber sido el nombre de alguien que tuvo parte en un asunto de muerte, ocurrido varios años antes, y que sigue siendo demasiado peligroso para nosotros hablar de él. [7]Pero es más probable que tenga que ver con algo tan distante de su muerte que nunca lo conoceremos; por eso Poe pensó en ello, como un hombre atrapado en un pozo pensaría en escapar, no en el pozo. No sobre la muerte, que está tan cercana a él, sino sobre la vida que deja atrás.
» Ahora lo comprende. Todo esto, todo lo que hizo en esos días, desde que bajó del barco de Richmond, fue escapar de Baltimore, de su falta de una casa. La ciudad había sido antaño su hogar, la tierra de su padre y de su abuelo, el lugar de nacimiento de su esposa y de su adorada suegra, a la que llamaba Muddy, Madre, pero ahora no tenía ya casa allí.
He llegado a mi casa, nunca más mi casa, porque cuantos la constituían han desaparecido.
Aquí Duponte pareció dispuesto, completamente inconsciente de mi presencia, a recitar más versos de Poe, pero se detuvo.
– No, no tenía casa aquí. No en este Baltimore donde no se fiaba de los parientes que le quedaban de apellido Poe, ni siquiera para informarlos de su presencia, y por supuesto ellos se sintieron después avergonzados de cómo se comportaron ante su fallecimiento, y optaron por hablar lo menos posible del asunto con el fin de no parecer sospechosos. Tampoco era su hogar Nueva York, donde su esposa, Virginia, había muerto y estaba enterrada, y de donde se disponía a marcharse para siempre. Tampoco la ciudad de Richmond, donde el matrimonio con un amor de niñez no pasó de un proyecto, si bien atractivo, y donde persistía con fuerza el recuerdo de la pérdida de un hogar allí en otro tiempo y de la desaparición de su madre y de sus padres adoptivos. Y tampoco Filadelfia, donde residió y escribió, donde se vio obligado a utilizar otro nombre para no arriesgarse a perder la última carta amorosa de alguien de su familia entregado a él, y adonde, por alguna razón, resultaba que en ese instante no podía ni llegar en tren.
»Ahora ve con claridad el mapa de los movimientos que intentó Poe en la última época de su vida: desde Richmond trató de ir a Nueva York, desde Baltimore trató de ir a Filadelfia. No es un hecho baladí que en esas cuatro ciudades hubiera vivido alguna vez y que anduviera incesantemente de una a otra. Si en torno a su habitación del hospital había veinte hombres llamados Reynolds, el Reynolds de Poe, hombre o idea, seguiría estando muy lejos de allí (no de la enfermedad, no de la muerte). En algún lugar donde permanecerá mucho tiempo. Ese nombre, monsieur, no nos revela nada de las circunstancias de la muerte de Poe, y siempre permanecerá como posesión de Poe tan sólo. En este sentido, es el más esencial y el más secreto de todos los detalles.
Cuarenta minutos después de que la sala hubiera sido evacuada, cuando se encontró que las puertas estaban cerradas por dentro, se produjo otra conmoción. Más tarde se declaró que yo estaba más loco que una cabra por ese comportamiento hacia el juez, que naturalmente estaba airado.
Pero aún no había terminado con Duponte cuando las puertas empezaron a ser violentamente sacudidas. Después de que el analista concluyera por completo su demostración, que presentó con unos pocos detalles más de los fielmente transcritos más arriba, Duponte miró la puerta y me volvió la espalda.
– Puede usted contarle todo eso al tribunal -dijo-. Quiero decir, todo lo que hemos hablado. No perderá su fortuna ni entregará Glen Eliza. Todos los puntos concretos no serán comprendidos por algunos de sus colegas más simples, claro está, pero la cosa funcionará.
– No soy un comediante y no proclamaré esas ideas como mías, y no soy un charlatán como para atribuírselas al barón. Hablaré de usted, monsieur, debo revelar su genio, si les cuento esto. Y si por azar revelara algo que pusiera de nuevo a esos hombres tras la pista de usted… Si lo cazan…
– Puede decirlo todo -me interrumpió Duponte.
Asintió lentamente, para demostrarme que comprendía el riesgo para él, y fue sincero al otorgarme su permiso.
– Monsieur Duponte… -empecé a decir, lleno de gratitud.
Miré los fragmentos de rostros y de bocas vociferantes a través de los cristales de las puertas de la sala. La muchedumbre demandaba que fueran abiertas. Supongo que esa visión me hipnotizó. Cuando finalmente las puertas fueron desatrancadas, perdí de vista a Duponte en medio del torrente de gente. Peter corrió hacia mí y me hizo a un lado.
– ¿Quién era ése…, quién era ese hombre que estaba contigo?
No respondí.
– Era él. Auguste Duponte, ¿no es así?
Lo negué, pero sin mucha convicción.
– ¡Lo era, Quentin! -dijo Peter con irrefrenable alegría-. Entonces ¡te lo ha dicho! ¿Te ha contado todo lo que necesitas saber para descubrir el misterio de la muerte de Poe? ¡Y para sacarte de todos tus problemas! ¡Un milagro!
Asentí. Peter no dejó de sonreír mientras yo regresaba al estrado de los testigos. El juez, excusándose por la interrupción, reprendiéndome por haber cerrado las puertas y asegurándonos que el vagabundo que estaba fuera del edificio había sido desarmado, me pidió que prestara mi testimonio.
– No -susurré.
– ¿Qué, señor Clark? -dijo el juez-. Debemos oír su testimonio. ¡Hable, por favor!
Me levanté. La piel en torno a los ojos del juez se arrugó a causa de la irritación. Los espectadores cuchichearon entre ellos. La sonrisa de Peter se borró de su rostro. Cerró los ojos ante lo que comprendía que iba a ocurrir, y apoyó la cabeza en la mano.
Miré a mi tía abuela a través de la muchedumbre. Peter empezó a gesticular desaforadamente indicándome que me sentara. La señalé con mi bastón.
– La memoria de mis padres me pertenece, y Glen Eliza y todo cuanto hay en ella pertenece al nombre que llevo. Lucharé por todo eso, tía abuela, aunque probablemente no venceré. Viviré felizmente si puedo y moriré pobre si debo. No me obligaréis a desistir ni tú, ni la tía Blum ni todo el arsenal del fuerte McHenry. Un hombre llamado Edgar Allan Poe murió una vez en Baltimore, y quizá sucedió porque era un hombre con unos sueños mejores que los nuestros y lo utilizamos para eso, lo utilizamos hasta que no quedó nada de él. Vigilaré para que nadie vuelva a utilizarlo. -Creí que podía añadir también esto, apuntando con mi bastón en todas direcciones hacia el auditorio-: Y me casaré con la señorita Hattie Blum mañana en el valle situado al pie de Glen Eliza, al atardecer, invito a todo Baltimore, ¡y todo saldrá bien!