Creo que oí a una de las hermanas de Hattie caer desmayada al suelo. Hattie, que permanecía rígida a pesar de estar arropada por los brazos de su tía, como tornillos de carpintero, se liberó y corrió hacia mí. Se requirió a Peter para que contuviera a la familia Blum con explicaciones y seguridades.
– ¿Qué ha hecho? -me dijo Hattie con un susurro nervioso.
El hervidero humano había subido el tono, y el juez estaba ahora imponiendo silencio.
– He probado que tal vez mi tía abuela tenía razón -dije-. Su familia no nos dará nada, y yo ya tengo deudas. ¡Puedo haber despilfarrado cuanto tengo, Hattie!
– No. Usted me ha demostrado que tiene razón. Su padre se sentiría orgulloso hoy porque usted está hecho de la vieja madera, Quentin.
Hattie me besó rápidamente en la mejilla, escapando a mi abrazo y corriendo a tratar de calmar a su familia.
Peter me agarró del brazo.
– ¿Qué es esto?
– ¿Dónde está? -pregunté-. ¿Has visto adonde ha ido Duponte?
– ¡Quentin! ¿Por qué no te has limitado a repetir todo lo que te dijo ese francés? ¿Por qué no le has dicho al tribunal la verdad de lo que tú y él descubristeis?
– ¿Y con qué fin, Peter? -pregunté-. Para salvarme. No, eso es lo que ellos esperan que haga, y así podrían pensar que me conocen, y que soy inferior porque soy diferente. No, no pienso hacerlo. Que la opinión pública se vaya al diablo hoy: esta historia quedará por contar en lo sucesivo. Hay una persona a quien hoy se la contaré, Peter. Quiero que ella me comprenda siempre, como lo hizo antes, y ella debe oír la historia por sí misma.
– ¡Quentin, Quentin! ¡Piensa en lo que haces!
Capítulo 36
No compartí el relato de la muerte de Poe con aquella sala de audiencia, ni aquel día ni ningún otro. En lugar de eso, trabajé junto a Peter y me convertí, como a él le gustaba decir más tarde, en un abogado irrecuperable, encontrando cada punto de inconsistencia y cada suposición infundada en el caso contra mí. Al final, ganamos. Recibí el reconocimiento oficial de mi salud mental y actué hábilmente, según la opinión de la mayoría de quienes siguieron el completo desarrollo del proceso. Aunque fueron pocos los que creyeron plenamente en mi salud mental, admitieron que el juicio apuntaba en aquella dirección.
Se extendió mi reputación por haber dado un sesgo original a la sutileza legal. Volví a asociarme con Peter en igualdad de condiciones y nos convertimos en uno de los bufetes de más éxito de Baltimore en materia de hipotecas, deudas e impugnación de testamentos.
Al despacho se sumó un tercer letrado, un joven de Virginia de gran laboriosidad, y Peter pronto se casó con la no menos laboriosa hermana de ese caballero.
Aunque la policía no buscó a Edwin Hawkins en relación con la desdichada agresión a Hope Slatter, se dijo que el traficante de esclavos había declarado en privado que conocería al hombre si se lo encontraba. Pero sólo unos pocos meses después del incidente, Slatter decidió que Baltimore había empezado a no ser segura para su negocio y trasladó su empresa de trata a Alabama, lo que permitió el regreso seguro de Edwin Hawkins a Baltimore. Mientras tanto, Edwin, habiendo perdido su empleo en los periódicos, empezó a leer libros de Derecho, y se convirtió en un escribiente de primera categoría en nuestro despacho en expansión, y más tarde, cuando ya contaba sesenta años, se hizo abogado.
Nueve años después de mi última visita, regresé a París con Hattie, y nos llevamos a la hija pequeña de Peter Stuart, Annie. No quedaba nada de la vigilancia generalizada ni del espionaje que experimenté entonces. En algunos aspectos, París era un lugar más cómodo al convertirse en un imperio bajo Luis Napoleón que cuando era una república bajo el mismo hombre. Como hijo de una nación que era república, recibí la indeseada influencia de un hombre que planeaba derrocar aquella forma de gobierno. Como emperador, Luis Napoleón tenía el poder que deseó, y no tardó en pensar ejercerlo plenamente día tras día.
La rama baltimorense de la familia Bonaparte, tras la conferencia de Jéróme Napoleón Bonaparte con el nuevo emperador, recibió por decreto el derecho a ostentar el apellido Bonaparte para todos los descendientes de madame Elizabeth Bonaparte. Pero el emperador no otorgó derechos de sucesión ni propiedad imperial alguna a madame Bonaparte, pese a las instrucciones que al respecto dio a su hijo. Cuando años más tarde murió Luis Napoleón, ninguno de los nietos de madame Bonaparte, ambos tan apuestos y tan altos como cabía esperar, se convirtió en emperador de los franceses. Ella vivió muchos años en Baltimore, y se la podía ver a menudo por las calles, con su gorro negro y su sombrilla roja. Sobrevivió a su hijo Bo.
Mientras tanto, Bonjour se había convertido en un miembro popular del reducido círculo francés de Washington, y era muy admirada y requerida por su independencia e ingenio. Descubrió que gozaba de una perfecta libertad en América como viuda. Otra que también se atribuía la condición de viuda (aunque su marido, el viejo Jéróme Bonaparte, aún vivía en Europa), madame Bonaparte, durante muchos años encontró placer en instruir y estimular a mademoiselle Bonjour en diversos ardides y romances, aunque ésta no solía seguir su consejo. Bonjour se negó a volverse a casar, incluso cuando tuvo serios problemas financieros. A través de ciertos amigos, había conocido a monsieur Montor, y pronto se dedicó al teatro. Se convirtió en una sensación menor como actriz, actuando en varias ciudades aquí y en Inglaterra, antes de optar por escribir novelas populares.
Aquel día en la sala de audiencia fue la última vez que vi a Auguste Duponte. Tan sólo intercambiamos unas pocas palabras más de las que he mencionado. Creo que tuve un presentimiento en la sala, un presagio de que aquél era nuestro último encuentro. Una vez que el público hubo ocupado sus asientos, me apresuré fuera y localicé a Duponte abandonando el palacio de justicia. Traté de pensar qué podía decir.
– Poe -dije-. Es Poe…
En mi mente había un discurso coherente e importante para pronunciarlo antes de separarnos, pero, frente a él, no logré recordar cómo era. Pensé en la carta de Poe, de su época de Richmond, que esperé tanto tiempo y que pudo haber revelado que se proponía reunirse conmigo en Baltimore. Pero la carta no llegó y nunca llegaría, aunque aquella mañana experimenté una sensación casi equivalente, como si la tuviera, si eso puede ser debidamente comprendido.
Duponte miraba desde lo alto de la escalinata del palacio de justicia, contemplando, más allá de Monument Square, a un hombre y una mujer que reían juntos y a un viejo esclavo que llevaba un caballo joven, sabiendo que podrían andar por allí los que le habían visto en la calle y lo reconocieron. Peter y otros abogados me estaban llamando para que volviera dentro. Recuerdo lo que vi con la misma vivida limpidez que si fuera hoy. La mandíbula de Duponte pareció aflojarse, se humedeció los labios, y aquella extraña sonrisa que había reflejado el retrato del artista, aquella auténtica cara de picardía, de logro y de genio volvieron por un momento, extravagantemente, antes de que desapareciera con él al otro lado de la calle.