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Cuando por fin emergí, mis ojos se dirigieron a la tumba sin inscripción de Poe. Lo que vi casi me hizo dar un salto. Parpadeé pura asegurarme de que aquello era real.

Había una flor, una flor fragante y lozana depositada incongruentemente sobre la hierba y la suciedad de la parcela de Edgard A. Poe. Una flor que no estaba allí sólo unos minutos antes.

Jadeando, llamé al señor Spence, como si hubiera que hacer algo, o como si él pudiera haber visto algo que a mí se me había escapado mientras ambos permanecíamos sentados bajo tierra, en aquella tumba. Allá, en el espeso silencio de la cripta, el guarda no podía oír mi llamada. Me arrodillé para examinar la flor, pensando acaso que había florecido en otra tumba. Pero no. No sólo la flor estaba efectivamente allí, allí, sino que también su tallo sobresalía firmemente en la suciedad.

De repente se dejó oír un ruido de cascos de caballos y un lento rumor de ruedas. Miré en derredor y conseguí distinguir un carruaje tic tamaño medio, envuelto en la niebla. Me di prisa en alcanzar la cancela para comprobar quién ocupaba el vehículo, pero quedé bloqueado al instante. De un salto, se me plantó un perro delante. El perro ladraba impaciente pegado a mis tobillos. Traté de apartarme, pero el animal me siguió, gruñendo y rezongando desde detrás de las lápidas.

Estaba claro que el perro había sido entrenado para evitar que los «hombres de la resurrección» de Baltimore intentaran robarnos a nuestros difuntos, y al advertir mis pasos rápidos, me identificó con uno de esos desalmados. Encontré algunas bolas de jengibre en mi abrigo y se las ofrecí, con lo que el animal no tardó en mostrarse amistoso. Pero para entonces el rumor del carruaje se había desvanecido en la distancia.

Capítulo 3

A la mañana siguiente sólo conseguí despertarme con los ruidos amortiguados de los sirvientes, abajo. Me aseé y me vestí rápidamente, pero a aquella hora no se hallaban carruajes de alquiler en mi calle. Por suerte, di con un ómnibus que resultó accesible.

Hacía tiempo que no tomaba un transporte público, y me sorprendió el gran número de gente de fuera de Baltimore que lo utilizaba. Eso lo deduje por su manera de vestir y de hablar y por el recelo con que miraban a las personas en torno suyo. Esto me llevó a preguntarme… Resultó que yo llevaba entre mis papeles un retrato de Poe que figuraba en un artículo biográfico publicado pocos años atrás. En la siguiente parada me dirigí a la parte trasera del ómnibus. Cuando el cobrador hubo terminado de vender los billetes a los que acababan de montar, le pregunté si el hombre retratado en la revista había sido su pasajero en las últimas semanas de septiembre. Era la época -según estimé a partir de los relatos más fiables de los periódicos- en que Poe llegó a Baltimore. El cobrador me indicó que regresara a mi asiento tras comentar «No me acuerdo» o algo parecido.

Un comentario sin importancia, evidentemente. Nada que emocionara, ¿verdad? Pero sentí como en un relámpago que había acertado, ¡En un instante, y no precisamente por el rechazo del cobrador, tuve la certidumbre de que Poe no había viajado en aquel ómnibus en concreto durante el turno de aquel empleado! Había solicitado una pequeña muestra de la verdad sobre los últimos pasos de Poe en Baltimore, y aquello me dejó satisfecho.

Puesto que de todos modos yo debía desplazarme por la ciudad, podía tomar el ómnibus con más frecuencia y, cuando lo hiciera, formularía preguntas como aquélla.

Sin duda ustedes habrán observado que la estancia de Poe en Baltimore no parecía premeditada. Después de haberse comprometido con Elmira Shelton en Richmond, anunció su intención de trasladarse a Nueva York para dar cima a sus planes. Pero ¿cuál fue el paradero y cuáles los propósitos del poeta aquí, en Baltimore? Baltimore no solía mostrarse tan indiferente ante la pérdida de un hombre, aunque fuera en sus más sórdidos barrios portuarios; al fin y al cabo no era Filadelfia. ¿Por qué no viajó directamente a Nueva York después de haber llegado hasta aquí desde Richmond? ¿Qué ocurrió en el transcurso de los cinco días comprendidos desde que salió de Richmond hasta que fue descubierto en Baltimore? ¿Qué lo condujo a un estado en el que acabó vistiendo las ropas de otro?

Desde mi visita al cementerio, no había dejado de poner en juego todos los recursos de mi inteligencia para contestar a esas preguntas, recursos que, humildemente, sería capaz de medir con los de cualquier hombre, al menos con cualquiera de los que yo había conocido hasta el momento (aunque eso iba a cambiar).

Una tarde, y de la manera más inesperada, el destino quiso aportarme una de esas pruebas. Peter se había entretenido en el palacio de justicia, y a nuestro despacho no había llegado más trabajo. Caminaba yo por el mercado de Hanover y me dirigía a la calle Camden, estorbado el paso por un montón de fardos.

– ¿Poe, el poeta?

Al principio lo ignoré. Luego me detuve y me volví despacio, preguntándome si el viento me había hecho tener una ilusión acústica. Así pude haberlo creído de no haber pronunciado aquella voz con toda claridad las palabras «Poe, el poeta». Las dijo exactamente así.

Era el pescadero, el señor Wilson, con quien acababa de tener tratos en el mercado. Era cliente nuestro, en relación, últimamente, con ciertas hipotecas. Aunque él hubiera podido acudir a nuestro despacho, con frecuencia yo prefería reunirme con él aquí, y de paso escoger el mejor pescado para mi cena en Glen Eliza. El cangrejo y las ostras rumbo de Wilson eran los mejores a este lado de Nueva Orleans.

El pescadero me hizo una seña de que lo siguiera de regreso al gran mercado. Había olvidado mi cuaderno de notas en su mostrador. Se secó las manos en su delantal de rayas y me lo tendió. Estaba envuelto en los inequívocos olores de su puesto, como si se hubiera perdido en el mar y luego recuperado.

– No querrá usted olvidar su trabajo. Veo que ha escrito el nombre de Edgar Poe, señor Clark. Aquí, ¿lo ve? -dijo el pescadero señalando una página abierta.

Devolví el cuaderno a mi cartera.

– Sí, gracias, señor Wilson.

– Ah, señor Clark, aquí hay algo. -Desenvolvió con impaciencia un paquete y apareció un pescado horrorosamente feo, amontonado sobre otros congéneres idénticos-. Lo encargaron especialmente del distrito Oeste para una cena. Algunos lo llaman pez perro, ¡pero también se lo conoce como «abogado del lago» por su aspecto feroz y sus hábitos voraces! -Rió entre dientes aunque sonoramente, y vio que yo no le imitaba-. No como usted, por descontado, señor Clark.

– Quizá ése es el problema, amigo mío.

– Sí -dijo en tono de duda, y carraspeó. Ahora se dedicaba a descabezar un pescado tras otro sin mirarse las manos ni tampoco reparar en las cabezas que aquéllas iban desprendiendo-. De todas formas, ese Poe debió de ser un pobre desgraciado. Oí que había muerto en el viejo y decrépito hospital Washington hace unas semanas. El marido de mi hermana conoce a una enfermera allí, que dice que, según otra enfermera que habló con un médico… (ya sabe, señor Clark, que esas mujeres son unas endemoniadas chismosas), dijo que Poe fue hasta el final un auténtico chiflado…, que mientras yacía allí pronunciaba un nombre una y otra vez… Bueno, hasta que… -su voz cambió para convertirse en un susurro, como para denotar gran sensibilidad-, hasta que graznó. Que Dios se apiade de los débiles.