– ¿Dice usted que pronunciaba un nombre, señor Wilson?
El pescadero rebuscó la palabra adecuada. Se sentó en su taburete y empezó a sacar ostras no vendidas de un barril, abriéndolas cuidadosamente una por una y fisgando en busca de perlas, antes de desecharlas con filosófica contrariedad.
La ostra representaba al típico nativo de Baltimore, no sólo porque daba lugar a una actividad empresarial y podía ser objeto de comercio, sino porque había la posibilidad de que ocultara en su interior un tesoro más valioso. De pronto el pescadero chasqueó la lengua, exultante.
– ¡Reynolds, eso es! ¡Eso mismo, «Reynolds»! Lo sé porque ella me lo dijo durante la cena, y eran los últimos cangrejos de caparazón blando de la temporada.
Le pedí que lo pensara bien hasta estar seguro.
– ¡Reynolds, Reynolds, Reynolds! -repitió algo ofendido ante mi duda-. Eso es lo que estuvo diciendo toda la noche. Según la enfermera, ella misma no se lo pudo quitar de la cabeza después de haberlo escuchado. Decrépito, viejo hospital… Yo digo que habría que prenderle fuego. Conocí a un Reynolds en mi juventud, que cada vez que veía a un soldado de infantería le tiraba piedras… Tenía un carácter endemoniado, ya lo creo, señor Clark.
– Pero ¿había mencionado Poe antes, alguna vez, a un Reynolds? -me pregunté en voz alta-. Un miembro de la familia o…
Pareció que el pescadero dejaba de disfrutar de la situación, y me dirigió una mirada excesivamente amable.
– ¿Es que ese señor Poe era amigo suyo?
– Un amigo mío -respondí- y un amigo de todos cuantos lo leen.
Di unas apresuradas buenas tardes a mi cliente y le agradecí vivamente el notable servicio que me había prestado. Se me había permitido enterarme de las últimas palabras de Poe en esta tierra (o, en cualquier caso, casi las últimas), y con ellas alguna respuesta, alguna revelación, algún remedio a las críticas e invectivas de la prensa, a la espera de una rehabilitación del personaje. Aquélla era la única palabra a partir de la cual podría encontrarse algo, algún aspecto de la vida de Poe por descubrir.
¡Reynolds!
Pasé incontables horas buscando en las cartas que Poe me había dirigido y en todos sus relatos y versos, para dar con alguna pista de Reynolds. Las entradas para exposiciones y conciertos quedaron sin utilizar. Si Jenny Lind, el Ruiseñor Sueco, hubiera cantado en la ciudad, yo habría continuado igualmente entre mis libros. Casi podía oír a mi padre ordenándome que dejara de lado aquella literatura y volviera a prestar atención a mis textos legales. Habría dicho (así lo imaginaba yo): «Los jóvenes como tú deberían observar que la Industria y la Empresa pueden hacer despacio todo cuanto el Genio hace con impaciencia… y muchas cosas que el Genio no puede hacer. El Genio necesita la Industria tanto como la Industria necesita al Genio.» De repente, cada vez que abría un nuevo documento de Poe, sentí como si mantuviera una disputa con mi padre, el cual trataba de arrebatarme los libros de las manos a medida que yo los tomaba del anaquel. No era un sentimiento plenamente negativo; de hecho, creo que en realidad me impulsaba en la misión que me había impuesto. Además, en mi condición de hombre de negocios, había prometido a Poe, un posible cliente, defenderlo. Quizá mi padre me hubiera alabado por ello.
Mientras tanto, Hattie Blum acudía con frecuencia a Glen Eliza, con su tía. Cualquier desaprobación por su parte, desarrollada a partir de mi reciente falta, quedaba atrás o, al menos, pospuesta. Hattie se mostraba atenta y generosa en nuestras conversaciones, como siempre. Su tía, quizá, estaba más vigilante de lo habitual, y parecía haber adoptado la mirada sombría de un agente secreto. Desde luego que mis intensas preocupaciones, junto con mi general tendencia a permanecer callado mientras los demás hablaban, ocasionaba que las mujeres reunidas en mi salón se dirigieran la una a la otra más que a mí.
– No sé cómo lo soporta -dijo Hattie mirando el alto leí lio abovedado-. Yo no podría sufrir en soledad una casa tan enorme como Glen Eliza, Quentin. Hay que tener coraje para disponer de tanto espacio para usted solo. ¿No lo crees así, tía?
La tía Blum rió dando un resoplido.
– La querida Hattie se siente terriblemente sola en cuanto la dejo una hora, sin más compañía que los sirvientes, que pueden resultar temibles.
Uno de mis domésticos trajo más té para las señoras.
– ¡No es así, tía! Pero mis hermanas se fueron -dijo Hattie, deteniéndose y sonrojándose ligeramente, lo que no era propio de ella.
– Porque todas se casaron -replicó su tía en tono tranquilo.
– Claro -dije yo, dándole la razón, Iras una prolongada pausa de la que ambas Blum esperaban un comentario por mi parte.
– Sólo que con mis tres hermanas fuera, bien, en ocasiones la casa puede parecerme terriblemente desolada, como si yo tuviera que defenderme de algo, aunque no creo saber de qué. ¿Ha tenido usted alguna vez esa sensación?
– En contrapartida, querida señorita Hattie, se encuentra cierta paz, lejos del alboroto de las calles y de las inquietudes de la demás gente.
– ¡Oh, tía! -exclamó, volviéndose jovialmente hacia la otra mujer-. Quizá es que a mí me gusta demasiado el alboroto. ¿Crees que la sangre de nuestra familia es, después de todo, demasiado ardiente para Baltimore, tía?
Una palabra acerca de la mujer a la que se dirigían esas palabras. La tía Blum estaba sentada frente a la chimenea, en un sillón como en un trono, majestuosa, envuelta en un chal como si fuera el manto de un monarca. Sí, una palabra más sobre ella, puesto que su influencia no menguará a medida que nuestra historia se vaya complicando. Pertenecía a esa especie de damas resueltas que parecían fuera de lugar, con sus muy escogidos tocados y vestidos para exhibirse en sociedad, pero que poseían la capacidad de acorralar a su interlocutor y ponerle el dedo en la llaga con el mismo tono despreocupado con el que criticaba la mesa de una anfitriona rival. Por ejemplo, durante la misma visita a mi salón, encontró la ocasión de comentar, como de pasada:
– Quentin, ¿no ha tenido suerte Peter Stuart al encontrar un socio como usted?
– Señora…
– ¡Con ese talento para los negocios! Es un hombre con los pies en el suelo, y de eso depende. Usted es el hermano pequeño de la pareja, en sentido figurado, quiero decir, y no tardará en enorgullecerse de ser como él a todos los efectos.
Traté de devolverle la sonrisa.
– Es el mismo caso que nuestra Hattie respecto a sus hermanas. Algún día tendrá tanto éxito en sociedad como ellas… Quiero decir si se casa a su debido tiempo, desde luego -dijo la tía Blum, y tomó un largo trago de aquel té que abrasaba.
Puse la mano en la silla de Hattie, cerca de su mano.
– Cuando llegue ese momento, sus hermanas aprenderán ele mujer cómo ser verdaderas esposas y madres, se lo aseguro, señora Blum. ¿Más te?
No quería mencionar nada relacionado con Edgar Poe ante ellas, a fin de que la tía Blum no hallara alguna excusa para informar a Peter, o para escribir una preocupada misiva sobre la vida que yo llevaba a mi tía abuela, con la que había sido uña y carne durante años. Así pues, me sentía aliviado cada vez que una entrevista con aquella mujer concluía sin haberle dicho una palabra sobre mis investigaciones. No obstante, esa limitación me inducía a reanudar ansiosamente mi búsqueda en cuanto las Blum se marchaban.
Una de esas veces, cuando montaba en un ómnibus, el cobrador se dirigió a mí como si acabara de escupir jugo de tabaco en el suelo.
– ¡Usted!
Había olvidado adquirir mi billete. Un comienzo desafortunado. Una vez subsanado, el cobrador estudió detenidamente el retrato que yo sujetaba ante él, y decidió que aquella cara no le resultaba familiar.
Ese retrato de Poe, publicado tras su muerte, no era el de mejor calidad. Aun así, yo creía que captaba lo esencial. Su mostacho oscuro, más recto y netamente delineado que su cabello rizado. Los ojos, claros y almendrados; ojos con una inquietud casi magnética. La frente despejada y prominente por encima de las sienes, de tal modo que, según desde donde se le mirase, debía de parecer que no tenía pelo. Un hombre que podía ser todo frente.