Cuando las puertas se cerraron y me vi empujado a un asiento por la continua hilera de pasajeros recién llegados, un sujeto bajo y ancho me golpeó el brazo con el extremo de su paraguas.
– ¡Usted perdone! -exclamé.
– Oiga, al hombre de esa ilustración creo haberlo visto no hace mucho. En algún momento en septiembre, tal como usted le dijo al cobrador.
– ¿De veras, caballero?
Me contó que tomaba el mismo ómnibus casi todos los días, y recordaba a alguien que se parecía al del retrato. Sucedió cuando ambos se apeaban.
– Lo tengo presente porque me pidió ayuda… Quería saber dónde vivía un tal doctor Brooks, si mal no recuerdo. Pero yo soy reparador de paraguas, no una guía de la ciudad.
Me apresuré a darle la razón, aunque no supe si el comentario iba dirigido a mí o a Poe. El nombre de N. C. Brooks me resultaba bastante familiar… y ciertamente lo fue para Edgar Poe. El doctor Brooks era un editor que publicó algunos de los más hermosos relatos y poemas de Poe, y que contribuyó a dar a conocer su obra al público de Baltimore. ¡Por fin una prueba efectiva de que, después de todo, Poe no se había desvanecido enteramente en el aire de Baltimore!
El retumbar de los cascos de los caballos se hizo más lento, y yo salté de mi asiento cuando el vehículo se aproximó a la siguiente parada.
Me apresuré a acudir al despacho, del cual me hallaba más cerca que de Glen Eliza, para consultar la guía de la ciudad en busca de la dirección del doctor. Eran las seis de la tarde, y di por supuesto que Peter ya se habría retirado una vez concluidas sus comparecencias en el palacio de justicia. Pero me equivocaba.
– Mi querido amigo -bramó por encima de mi hombro-. ¡Pareces sobresaltado, como fuera de ti!
– Peter -me detuve, comprendiendo que no sólo estaba sobresaltado, sino sin aliento-. Es sólo… Bueno, creo que vuelvo a ser el de siempre.
– Tengo una sorpresa -dijo, sonriendo y levantando su bastón de paseo como si fuera un cetro.
Me cerró el paso hacia la puerta y me apoyó la mano en el hombro.
– Esta noche, en mi casa, va a haber una fiesta por todo lo alto, con muchos amigos tuyos y míos, Quentin. Se ha planeado muy a última hora, pero es el cumpleaños de alguien que es de lo más…
– Pero precisamente ahora yo… -le interrumpí impaciente, pero me abstuve de darle explicaciones cuando advertí una oscura sombra de sospecha en los ojos de mi socio.
– ¿Qué pasa, Quentin? -Peter miró lentamente en derredor, con una fingida expresión confusa-. No hay nada más que hacer esta noche. ¿Acaso debes acudir sin falta a algún lugar? ¿Adónde?
– No -respondí, sintiendo que me sonrojaba ligeramente-, supongo que no es nada.
– Bueno, pues entonces ¡vamos para allá!
En torno a la mesa de Peter abundaban los rostros familiares para celebrar el vigesimotercer cumpleaños de Hattie Blum. ¿Cómo no lo había recordado? Tuve un terrible remordimiento por mi aparente falta de sensibilidad. Yo había tenido en cuenta todos y cada uno de sus cumpleaños anteriores. ¿Me había desviado hasta tal punto de mi camino habitual como para descuidar incluso los asuntos más placenteros de la sociedad y de las amistades íntimas? Bien, creía que con una visita a Brooks mis preocupaciones se disiparían felizmente.
En aquella velada se congregaron las damas y los caballeros más selectos de Baltimore. Salvo en la cámara de los asesinos del museo de madame Tussaud, hubiera preferido estar en cualquier parte antes que verme obligado a mantener corteses y aburridas conversaciones, cuando me estaba tentando una tarea tan trascendental.
– ¿Cómo ha sido usted capaz?
La pregunta me la formuló una mujer ancha y de tez rosada que se sentaba frente a mí, cuando ocupamos nuestros lugares ante una refinada cena.
– ¿Cómo dice?
– Oh, querido -dijo en un tono jocosamente doliente y abatido-, mirarme a mí, ¡una vieja!, cuando tiene tan cerca a semejante belleza -comentó señalando a Hattie con un gesto.
Desde luego que yo no había estado mirando a la mujer de rostro sonrosado, o si acaso no lo hice intencionadamente. Me di cuenta de que había caído en otro de mis ensimismamientos.
– En efecto, estoy rodeado de auténticas bellezas.
Hattie no se ruborizó al oír el comentario. Me gustaba porque raramente se ruborizaba. Me susurró en tono confidenciaclass="underline"
– No quita usted la vista del reloj y no ha hecho caso de nuestro huésped más fascinante, el pato braseado con apio, Quentin. ¿Ese demonio del señor Stuart no lo va a dejar ni una noche libre de trabajo?
Sonreí.
– Esta vez no es culpa de Peter. Supongo que sólo estoy picando. Tengo poco apetito estos días.
– Puede usted sincerarse conmigo, Quentin -dijo Hattie, y en aquel momento me pareció más dulce que cualquier mujer a la que yo hubiera conocido-. ¿En qué está pensando ahora, con esa expresión preocupada?
– Estoy pensando, señorita Hattie -dudé, y al cabo dije-: en unos versos.
Lo cual era cierto, pues acababa de leerlos aquella mañana.
– Recítemelos, ¿quiere, Quentin?
En mi excesiva distracción, había tomado dos vasos de vino durante la cena sin haber comido adecuadamente para compensar los efectos del alcohol. Así que apenas me hice rogar, y me encontré accediendo a recitar. Mi voz casi no me sonaba familiar a mí mismo; era rotunda, resuelta e incluso resonante. Para estar a tono con el estilo de la presentación, el lector debería situarse en un lugar cualquiera entre los presentes, y aventurarse a pronunciar en tono solemne y áspero algo de lo que sigue. También debe imaginar el lector una mesa alegre en la que se produce esa especie de silencios abruptos y ásperos que acompañan las obligadas interrupciones.
Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando, los Ecos,
de gentil tarea: la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio de su rey soberano.
Más criaturas malignas invadieron,
vestidas de tristeza, aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecía entre rubores,
es sólo una olvidada historia sepulta en viejos tiempos.
Cuando finalizó el poema, llegó a mis oídos un aplauso levemente discontinuo, ahogado por unas pocas toses débiles, Peter me dirigió una mirada ceñuda, al tiempo que dedicaba otra de compasión a Hattie. Sólo unos pocos invitados que no habían estado estuchando, pero quedaban complacidos por cualquier distracción, parecieron apreciar la intervención. Hattie siguió aplaudiendo después de que los otros dejaran de hacerlo.
– Es la pieza más hermosa jamás recitada en el cumpleaños de una chica.
Poco después, una de las hermanas de Hattie accedió a interpretar una canción acompañada al piano. Mientras tanto, bebí más vino. El ceño de Peter, fruncido durante la recitación, permaneció inmutable cuando, después de que las señoras se excusaran y pasaran a otra habitación y los hombres empezaran a fumar, me llevó a un rincón discreto, donde la enorme chimenea nos aisló.
– Para que lo sepas, Quentin, Hattie estuvo a punto de negarse a celebrar su cumpleaños esta noche, y sólo en el último momento accedió a venir a cenar gracias a mi insistencia.