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– ¿Y eso por mi causa?

– ¿Cómo es posible que alguien convencido de que el mundo depende de él no advierta lo que depende de él? Es el momento de acabar con esto, Quentin. Recuerda las palabras de Salomón: «Por la pereza se cae la techumbre, y por flojedad de manos se llueve la casa.»

– No sé adónde quieres llegar -dije en tono irritado.

Me miró fijamente.

– ¡Sabes muy bien a qué me estoy refiriendo! Este comportamiento extravagante. En primer lugar, tu extraña preocupación por el entierro de un desconocido. Y tomar ómnibus de acá para allá sin destino concreto…

– Pero ¿quién te ha dicho tal cosa?

Había más, dijo. Me vieron la semana anterior corriendo por las calles, con el traje que se me salía del cuerpo, persiguiendo a alguien, como si fuera un oficial de policía a punto de efectuar una detención. Había continuado derrochando desordenadas cantidades de tiempo en el ateneo.

– Y luego está la idea de unos extraños, fruto de tu imaginación, que le amenazan por las calles por los poemas que lees. ¿Crees que tus lecturas son tan importantes que la gente va a hacerte daño por eso? ¡Y rondas por el cementerio presbiteriano talmente como un «hombre de la resurrección» en busca de cadáveres que robar o como quien camina embrujado!

– Un momento -lo interrumpí, recuperando la compostura-. ¿Cómo sabes eso, Peter? ¿Que yo estuve el otro día en el viejo cementerio? Estoy seguro de que no lo mencioné. -Pensé entonces en el carruaje que se alejaba a toda prisa del camposanto-. ¡Tú! ¡Por qué, Peter! ¡Me seguiste!

Al principio asintió y luego se encogió de hombros.

– Sí, te seguí y te encontré en el cementerio, y confieso abiertamente que he estado muy preocupado por ti. Quería asegurarme de que no andabas metido en algún lío de juego o de que no te habías unido a alguno de esos desquiciados movimientos milleristas [3] cuyos seguidores aguardan por ahí, vestidos con túnicas blancas, a que el Salvador descienda de los cielos dentro de dos martes. El dinero de tu padre no durará siempre. Ser rico e inútil es ser pobre. Si adoptas costumbres extrañas, me temo que vas a encontrar maneras de malgastar tu patrimonio, o que alguna mujer, alguien del bello sexo y de clase inferior a la señorita Blum, hallándote en semejante estado, te eche a perder. ¡Incluso un hombre de la fortaleza de Ulises, recuérdalo, tuvo que atarse al mástil cuando se enfrentó a unas mujeres arteras!

– ¿Por qué dejaste aquella flor en su tumba? -le pregunté-. ¿Para burlarte de mí?

– ¿Una flor? ¿De qué estás hablando? Cuando te encontré estabas arrodillado ante la tumba, como si le rezaras a algún ídolo. Eso es lo que vi y me bastó. ¡Una flor! ¿Crees acaso que tengo tiempo para esas cosas?

En este punto no pude dejar de creerle, tan sincera sonaba su voz cuando dijo no saber nada de una «flor».

– ¿Y fuiste tú quien me mandó a aquel hombre? El de la advertencia de que no me entrometiera, a fin de disuadirme de asuntos ajenos al despacho. ¡Dímelo sin falta!

– ¡Eso es absurdo! ¡Quentin, repara en tu falta de sensatez antes de que te coloquen la camisa de fuerza! Todo el mundo comprendió que necesitabas tiempo después de lo sucedido. Tu decaimiento de espíritu era… -Se me quedó mirando un momento-. Pero han pasado seis meses. -En realidad habían transcurrido cinco meses y dos semanas desde que enterramos a mis padres-. Debes pensar en lodo eso a partir de ahora o… -No terminó la frase y se limitó a asentir con decisión para dar fuerza a sus palabras-. Tienes que luchar contra ese otro mundo.

– ¿Qué «otro mundo», Peter?

– Tú crees que no estoy de acuerdo contigo, pero he tratado de comprenderte todo lo posible, Quentin. He buscado un libro de relatos de ese Poe. He leído la mitad de uno de ellos…, pero no pude continuar. Parecía… -En este punto bajó la voz hasta convertirla en el susurro propio de una confesión-. Parecía como si estuviera le yendo que Dios había muerto para mí, Quentin. Sí, es ese otro mundo el que me preocupa en relación contigo, ese mundo de libros y hombres de libros que invaden las mentes de quienes los leen, Ese mundo imaginario. Pues no; es a éste al que tú perteneces, En él están las gentes serias y sobrias, las de tu clase. Tu sociedad, Pero, aun así, un hombre debe merecer su propio lugar en ella y crearse u turo con una influencia femenina tan perfecta y virtuosa como Hattie Blum. Tu padre decía que el hombre despreocupado y el melancólico vagarán juntos para siempre en un desierto moral.

– ¡Ya sé lo que diría mi padre! -protesté-. ¡Era mi padre, Peter! ¿No crees que conservo de él un recuerdo tan vivido como el tuyo?

Peter desvió la mirada. Pareció cohibido por la pregunta, como si yo estuviera desafiando su propia existencia, aunque sinceramente hubiera querido conocer la respuesta.

– Tú has sido como un hermano para mí -dijo-. Yo sólo pretendo verte satisfecho.

Un caballero nos interrumpió sin proponérselo. Rechacé un ofrecimiento de tabaco, pero di cuenta de un vaso de ponche caliente do manzana. Peter tenía razón. Era indiscutible.

Mis padres me habían legado un lugar en sociedad, pero ahora me tocaba a mí ganarme lo que aquél implicaba de lujos y excelencias. ¡Qué peligrosa inquietud había estado alimentando! Lo que debía hacer era disfrutar de las comodidades y satisfacciones de los círculos selectos a los que tenía acceso por mi ejercicio de la abogacía. Disfrutar de la compañía de una dama como Hattie, que nunca me había defraudado como amiga ni como influencia estabilizadora. Cerré los ojos y escuché los sonidos, los sonidos amistosos de satisfacción, aquella cordialidad que me rodeaba por todas partes y sofocaba mis desordenados pensamientos. Aquí las personas se comprendían unas a otras, no dudaban ni por un momento que entendían a quienes tenían alrededor, y que éstos a su vez las entendían a ellas perfectamente. Ése era el legado que me había sido transmitido.

Cuando Hattie regresó al salón, le hice una seña. Para su sorpresa, y sin más preámbulos, le tomé la mano y se la besé, y luego le besé en la mejilla delante de todo el mundo. Uno tras otro, los invitados guardaron silencio.

– Usted lo sabe todo sobre mí -le susurré.

– ¡Quentin! ¿Se encuentra mal? Tiene las manos ardiendo.

– Hattie, usted conoce los sentimientos que me inspira, con independencia de los chismes venenosos que hayan vertido sobre mí, ¿no es así? ¿Acaso no me ha conocido siempre, aunque ellos bostecen y sonrían forzadamente? Usted sabe que soy honorable, que la he querido, que la quería ayer lo mismo que hoy.

Me tomó la mano entre las suyas y me recorrió un estremecimiento al verla tan feliz sólo por escuchar unas pocas palabras sinceras de mis labios.

– Usted me quería ayer y me quiere hoy, sí, ya lo sé. Pero ¿y mañana, Quentin?

A las once de aquella noche de su vigesimotercer cumpleaños, Hattie aceptó mi proposición de matrimonio con un sencillo gesto de asentimiento. Estábamos prometidos. El noviazgo fue declarado apropiado por todos los presentes. La sonrisa de Peter era tan ancha como la de todo el mundo, olvidadas por entero las rudas palabras que me había dirigido, y más de una vez se atribuyó luego la iniciativa de aquel compromiso.

Al final de la velada, apenas había vuelto a ver a Hattie, tan abrumados estuvimos ella y yo por los asistentes. Mi cabeza permanecía tan nublada por la bebida, el cansancio y un terrible sentimiento de satisfacción porcino había hecho algo perfectamente adecuado y razonable que Peter tuvo la precaución do meterme en un carruaje y dar al cochero la dirección de Glen Eliza. Pese a mi estado de atontamiento, despedí al cochero, un negro flaco, antes de llegar a casa.

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[3] A los adventistas se les llamaba a veces milleristas, del nombre de su fundador, William Miller (1782-1849). (N. del T.)