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– ¿Puede usted venir a recogerme a primera hora de la mañana? -le pregunté.

Le deslicé un águila de plata extra a fin de asegurarme que acudiría.

Al día siguiente, el cochero se encontraba de nuevo allí, en el acceso a mi casa. Estuve a punto de despedirlo porque yo no era el misino hombre que el día anterior. La noche había impreso en mi ánimo aquello que era real en esta vida. Me casaría. Y desde esa perspectiva me parecía obvio que me había interesado mucho más allá de lo razonable por las horas finales de un hombre al que su propio primo no dedicaba la menor atención. En cuanto al Fantasma, no me parecía menos obvio ahora que Peter tenía toda la razón acerca de él. El hombre debía de ser algún lunático inestable que habría oído mi nombre con anterioridad en una sala de audiencia o en alguna plaza pública, y se limitó a dirigirme aquel parloteo. ¡Nada que ver con Poe! ¡Con mis lecturas particulares! ¿Por qué permití que aquéllas (y Poe) me arrebataran la paz hasta tal punto? Apenas podía pensar en ello ahora. Decidí despedir el coche. Creo que si el honrado cochero no me hubiera mirado como desviviéndose por complacerme, así lo habría hecho, y no habría ido. En ocasiones me pregunto que sería diferente ahora.

Pero fui. Le di la dirección del doctor Brooks, decidido a efectuar mi última incursión en aquel «otro mundo». Y mientras nos dirigíamos a nuestro destino, yo pensaba en los relatos de Poe, en la decisión que toma el héroe, cuando ya no dispone de buenas opciones, para hallar cierta frontera imposible que la mayoría no osaría franquear. Ése fue el caso del pescador perdido en «Un descenso al Maelström», cuando se precipitó en el remolino de la eternidad. No es la simplicidad de una narración como Robinson Crusoe, que ante todo debe sobrevivir, que es lo que todos nosotros trataríamos de conseguir; pero vivir, sobrevivir, es sólo un comienzo para una mente como la de Poe. Incluso mi personaje favorito, el gran analista Dupin, busca voluntaria y caballerosamente penetrar sin ser invitado en un ámbito que provoca inquietud. Lo milagroso no es sólo el despliegue de su mente, de su razonamiento, sino que él está allí con todas las consecuencias. Una vez Poe escribió un cuento acerca del conflicto entre la sensatez y la sombra que hay en nuestro interior. La sensatez, lo que sabemos que deberíamos ser; la sombra, el peligroso y reidor Duende de lo Perverso, el conocimiento oscuro de lo que debemos hacer, haremos o, secretamente, quisiéramos hacer. La sombra prevalece siempre.

Atravesamos las sombrías avenidas, entre algunas de las residencias más elegantes, en dirección a la casa del doctor Brooks, hasta que fui impulsado hacia delante en mi asiento.

– ¿Por qué nos hemos parado? -pregunté.

– Es aquí, señor.

Rodeó el coche para abrirme la portezuela.

– Esto no puede ser, cochero.

– ¿Qué, señor?

– Que no. Debe de ser mucho más atrás, cochero.

– Fayette, dos-siete-cero, tal como usted dijo. Es aquí mismo.

Tenía razón. Me asomé a la ventanilla, mirando el lugar, y luego me tranquilicé.

Capítulo 4

Esto era lo que yo había imaginado: conversación con Brooks, tal vez un té. Él me hablaría de la visita de Poe a Baltimore y me detallaría los propósitos y los planes del poeta. Me revelaría el interés de Poe por encontrar a un tal señor Reynolds para alguna finalidad urgente. Quizá, incluso, Poe me habría mencionado a mí, el abogado que accedió a proteger la nueva revista. Brooks me ofrecería lodos los detalles del fallecimiento de Poe que yo, ingenuamente, había sabido que Neilson Poe iba a proporcionarle. Yo comunicaría el relato de Brooks a los periódicos, cuyos reporteros corregirían a regañadientes la displicente información publicada tras su muerte…

Aquél era el encuentro para el que me había preparado desde que por primera vez oí el nombre de Brooks.

En lugar de todo eso, en el número 270 de Fayette la única persona a la vista era un negro libre, solitario y decidido, desmontando una pieza carbonizada y rota de la armadura de madera de la casa…

Me detuve ante la dirección del doctor Brooks y quise de nuevo que aquél fuera el número equivocado. Debí haber llevado conmigo la guía de la ciudad para asegurarme de que se trataba del lugar adecuado, aunque había escrito la dirección en dos trocitos de papel ahora en bolsillos distintos del chaleco. Busqué en un bolsillo…

Dr. Nathan C. Brooks. Calle Fayette, 270.

Luego saqué del bolsillo el otro:

Dr. N. C. Brooks, Fayette, 270.

Aquélla había sido la casa. Sin duda.

El persistente olor de la madera quemada y húmeda me provocó un acceso de tos. El suelo del interior parecía enteramente cubierto de fragmentos de vajilla y de jirones chamuscados de tapicerías. Era como si se hubiera abierto una sima y hubiera engullido toda vida que se encontrara allí.

– ¿Qué ha pasado aquí? -pregunté, cuando recuperé el aliento.

– ¡Hay que ver! -repetía para sí el carpintero, que me dijo luego-: Gracias a Dios, los bomberos evitaron que fuera a más. Si el señor Brooks no hubiera contratado a un hombre incompetente y sin el chaparrón que cayó, la reconstrucción estaría concluida hace tiempo, y espléndidamente.

El operario me contó que el incendio se había producido unas tres semanas antes. Me apresuré a comparar mentalmente las fechas y me di cuenta, con sorpresa, de lo que significaba aquello. El fuego se había declarado precisamente alrededor de los días… de los mismos días en que Edgar Poe llegó a Baltimore y buscó la casa del doctor Brooks.

– ¿De qué quiere usted informar?

– Ya le he preguntado si podría usted llamar al oficial. A él le daré todos los detalles.

Me encontraba de pie, en la comisaría de policía del Distrito Medio.

Tras diversos intercambios de palabras similares a ése, el policía del registro volvió de la estancia contigua con un oficial de mirada sagaz. Toda mi urgencia de que se hiciera algo había renacido con fuerza, pero en un sentido por completo diferente. Mientras permanecía frente al oficial de policía y narraba los acontecimientos de las últimas semanas, sentí una oleada de alivio. Después de lo que había visto en casa de Brooks, después de respirar los últimos vestigios de la destrucción, contemplar las ventanas ahora vacías y sin vida, y los troncos chamuscados de alrededor, supe que aquello me había superado.

El oficial examinaba con expresión ambivalente los recortes de periódico que le alargué, mientras le explicaba los datos que la prensa había confundido o malinterpretado.

– Señor Clark, no sé qué puede hacerse. Si hubiera alguna razón para creer que en relación con esto se ha cometido algún acto punible…

Presioné el hombro del oficial como si acabara de encontrar a un amigo perdido.

– ¿Así lo cree?

Echó otro breve vistazo.

– Si se cometió un acto punible -dije, repitiendo sus palabras- precisamente la pregunta para la que usted debería hallar una respuesta, mi buen oficial. ¡Precisamente eso! Escúcheme. Lo encontraron vistiendo ropas que no le iban. Gritaba llamando a un tal Reynolds. No sé de quién podría tratarse. La casa a la que se dirigía cuando llegó quedó destruida por un incendio, quizá a la misma hora de su llegada. Y creo que un hombre, al que nunca había visto antes, trató de asustarme para que desistiera de investigar estos asuntos. ¡Oficial, este misterio no debe quedar un minuto más sin resolverse!

– Este artículo -dijo, volviendo al recorte de periódico- dice que Poe era escritor.

¡Aquello era un principio!

– Es mi autor favorito. De hecho, si es usted lector de revistas, apostaría a que conoce su obra literaria.

Enumeré algunas de las colaboraciones más conocidas de Poe en revistas: «Los crímenes de la calle Morgue», «El misterio de Marie Rogét», «La carta robada», «Tú eres el hombre», «El escarabajo de oro»… Pensé que el argumento de estos relatos de misterio, que tratan de delitos y asesinatos, podría tener especial interés para un oficial de policía.