Hattie había entrado en la habitación en mi busca. Se quedó mirándome a mí y el objeto que se quemaba, y que yo seguía sujetando, no exactamente con sorpresa, sino con un raro destello de ira.
Arrojó una alfombra del salón sobre mi brazo y apagó las llamas dando golpes con la palma de la mano. Peter se recuperó lo bastante para suspirar por el incidente, y luego comprobó los desperfectos en la alfombra antes de ponerse a hablar con Hattie. Hubo comentarios y preguntas por parte de ambos y exclamaciones de dos escribientes que corrieron a ver qué pasaba, y se me quedaron mirando como si yo fuera una bestia salvaje.
– ¡Fuera! ¡Fuera de este despacho, Quentin! -gritó Peter, señalándome con mano temblorosa.
– ¡No, Peter, por favor! -exclamó Hattie.
– Muy bien -dije.
Me dirigí a la puerta de mi despacho. Hattie me pedía que regresara, pero yo no me volví. Yo sólo tenía la mente ocupada en cosas lejanas, como si se desplegaran delante de mí, a la manera de prolongaciones de aquellas salas, los largos paseos, el bullicio de los cafés llenos de vida, los acordes de músicas desenfadadas y soñadoras de bailes y fiestas. La solución aguardaba en una distante metrópoli.
Libro II
Capítulo 7
Llegué a mi primera cita en París por la vía del secuestro.
En nuestras ciudades americanas al extranjero se le abandona sencillamente a su suerte, con gran crueldad y cortesía, en calles que no le resultan familiares; pero en París el extranjero tiene un constante sentimiento de ser empujado y dirigido por ciudadanos y funcionarios. Si uno se pierde, el francés correrá media milla a gran velocidad para señalarle a uno su destino, y no aceptará ni las gracias. Quizá el rapto sea la inevitable culminación de esta amabilidad agresiva.
Viajé a París alrededor de año y medio después de que sacara del fuego aquel libro. Mi primera sorpresa al llegar la tuve en la estación término, donde los commissionnaires proclamaban a gritos las excelencias de uno u otro hotel. Procuré evitar sus ofrecimientos.
Me detuve ante un hombre que ladraba las excelencias del hotel Corneille, bautizado con el nombre del gran dramaturgo francés. Yo había leído sobre ese hotel en una novela de Balzac (pues adquirí algunos libros suyos y de la novelista George Sand para entretenerme y estudiar durante el viaje), y tenía fama de ser un establecimiento que acogía a quienes cultivaban las diversas ramas de las humanidades. Y yo consideraba que mi objetivo tenía cierto carácter literario.
– ¿Quiere usted alojarse en el Corneille, monsieur?
Ante mi asentimiento, que se produjo tras un momento de duda, resopló, como si agradeciera a los cielos por poder dejar de dar voces.
– ¡Por aquí, si me hace el favor!
Me condujo a su carruaje, donde maniobró para asegurar mi equipaje en la baca, haciendo pausas ocasionales para examinarme con un aire de exultante felicidad por llevar como pasajero a un visitante procedente del Nuevo Mundo.
– ¿Viene usted por negocios, caballero?
Medité una respuesta.
– Creo que no exactamente. En mi lugar de origen soy abogado, monsieur. No hace mucho abandoné mi actividad profesional porque me estoy dedicando a un tipo de trabajo distinto… Por decirlo suavemente, y dado que ya noto que puedo confiar en usted, estoy aquí en busca de ayuda para alguien que la estará esperando.
– ¡Ah! -exclamó, sin tomar en cuenta mis palabras-. ¿Conoce usted a Cooper?
– ¿Qué?
– ¡Cooper!
Después de repetir el intercambio de palabras, resultó claro que se refería al autor James Fenimore Cooper. Yo había descubierto que los franceses pensaban que en América convivían estrechamente a todos los efectos dos clases de personas, que no podían dejar de conocerse: una, el habitante de regiones salvajes, y la otra, el especulador de Wall Street. Las novelas de aventuras de Cooper eran inexplicablemente populares incluso en los más selectos círculos de París (¡tráigase usted un ejemplar americano y será considerado todo un héroe!), y se creía que todos nosotros vivíamos, como en esos relatos, entre indios salvajes y nobles. Le dije que no conocía personalmente a Cooper.
– Bien, pues el Corneille satisfará todas sus necesidades, ¡palabra de honor! Ha escogido usted bien. Usted sube por la escalera, monsieur, y yo me ocuparé del resto de su equipaje una vez que lo haya recogido el mozo.
Al menos no había errado en mi primera elección de transporte en la ciudad. El coche era más amplio que los de su clase en América, y desde luego la habitabilidad resultaba muy cómoda. Era el lujo que más agradecía yo en aquel momento: hundirme en los cojines de un carruaje, sin apenas notar el movimiento de ruedas y caballos, a los que el cochero mantenía a un trote corto mientras nos acercábamos a mi futuro alojamiento. Este recorrido, recuerden, seguía a dos semanas en el mar, tras zarpar precipitadamente del puerto de Baltimore, hacer escala en Dover y pernoctar allí antes de volver a embarcar para Francia, donde un tren me condujo a París en seis horas. Así que la idea de dormir en una cama ¡me cautivaba! Ignoraba que en breve iba a ser despojado de mi recién recuperada comodidad y amenazado con una espada.
Mi tranquilidad se vio sacudida cuando el carruaje se inclinó de repente en una curva cerrada y luego un traqueteo, antes de detenerse bruscamente. El commissionnaire profirió un juramento y se apeó del pescante.
– ¡Vaya, un socavón! -me dijo, aliviado-. ¡Creí que se había soltado una rueda! Entonces estaríamos…
Pude ver por la ventanilla los rasgos de su cara, súbitamente pálida, como si hubiera caído en un silencio sumamente respetuoso. Aquella expresión se mezcló con otra de miedo antes de que se escabullera lejos de su carruaje.
– ¡Eh, venga aquí, cochero! -grité-. ¿Adónde ha ido usted, monsieur?
Asomándome a la ventanilla, mis ojos se posaron en un hombre rechoncho, con un ondeante gabán azul brillante abotonado hasta el cuello. Llevaba un ancho bigote y una barba exquisitamente peinada y recortada. Pensé apearme y preguntar al desconocido si había visto qué camino había tomado el commissionnaire huido. En vez de eso, aquel hombre abrió la portezuela y montó con gestos de gran cortesía.
Decía algo en francés, pero yo estaba demasiado aturdido para recurrir a mi rudimentaria comprensión de esa lengua. Mi primer pensamiento fue deslizarme por el otro lado. Me moví en esa dirección, sólo para encontrar, al abrir la portezuela, mi camino cortado por otro hombre ataviado con el mismo gabán de una sola hilera de botones. Se echó atrás el faldón para mostrar un sable que pendía perpendicularmente de su brillante cinto negro. Quedé hipnotizado ante la vista del arma, que relucía al sol. Su mano tropezó como de pasada con la empuñadura, a la que dio unos golpecitos al tiempo que asentía con la cabeza dirigiéndose a mí.
– Allons done!
– ¡Policía! -exclamé, volviéndome hacia el hombre sentado junto a mí, y sintiéndome a medias aliviado y atemorizado-. ¿Ustedes son de la policía, monsieur?