– Sí -respondió, alargando la mano-. Su pasaporte, por favor, monsieur.
Accedí y, confuso, aguardé mientras lo leía. -Pero ¿a quién buscan ustedes, agente? Una breve sonrisa. -A usted, monsieur.
Más adelante se me explicó que el ojo vigilante de la policía parisiense consideraba a todos los americanos que entraban en su ciudad solos y que fueran jóvenes -en especial hombres jóvenes y solteros- posibles «radicales» llegados con la intención de derrocar el gobierno. Considerando que recientemente el gobierno había sido derrocado, aquel temor de radicalismo inminente parecía misterioso para quien no estuviera bien versado en la política francesa. ¿Les preocupaba que las turbas, después de imponer su legislativo y, en su momento, haber elegido presidente, ahora, aburridas del republicanismo, instigaran a la revuelta para que volvieran sus reyes?
Los oficiales que interceptaron mi carruaje se limitaron a explicarme que el prefecto de policía decidió que me presentara a él antes de comenzar mi estancia en la ciudad. Atraído, extrañamente cautivado por los sables y los elegantes uniformes, les seguí de buen grado. Un coche diferente, con caballos más rápidos, nos condujo directamente a la rué de Jerusalén, donde radicaba la prefectura.
El prefecto, un hombre jovial y atolondrado llamado Delacourt, se sentó junto a mí en su despacho, como su funcionario se había sentado en el carruaje, y representó el mismo ritual de leer mi pasaporte. Había sido extendido debidamente por el representante francés en la ciudad de Washington, monsieur Montor, que también aportaba una carta atestiguando mi respetabilidad. Pero el prefecto parecía tener escaso interés en cualquier prueba escrita de mis inofensivas intenciones.
¿Estaba allí por «negocios», «turismo», «cultura»? Respondí negativamente a todas estas preguntas.
– Si no es así, ¿para qué ha venido usted a París este verano?
– Pues verá, señor prefecto, me propongo conocer a un habitante de su ciudad a propósito de un importante asunto de allá, de Estados Unidos.
– ¿Y de quién se trata? -inquirió, disimulando su interés con una sonrisa distraída.
Cuando se lo dije mantuvo la calma, pero luego intercambió una mirada con el agente que se sentaba con nosotros en el despacho.
– ¿Quién? -preguntó al cabo de unos instantes el prefecto como si hubiese quedado totalmente anonadado.
– Auguste Duponte -repetí-. Entonces, ¿lo conoce usted, señor prefecto? He mantenido correspondencia con él los últimos meses…
– ¿Duponte? ¿Que Duponte le ha escrito a usted? -terció con aspereza el otro agente, un anciano bajo y obeso.
– No, desde luego que no, oficial Gunner -dijo el prefecto.
– No -concedí, aunque me sentía irritado por la intempestiva suposición del prefecto-. Escribí a Duponte, pero nunca me contestó. Por eso he venido. Estoy aquí para explicarle algo de viva voz antes de que sea demasiado tarde.
– Eso le va a resultar difícil -murmuró Gunner con la misma aspereza de antes.
– ¿Es que… ya no vive? -pregunté, boquiabierto.
Creo que el prefecto replicó «casi», pero se tragó las palabras y retomó sin transición su personalidad, más jovial y distendida. (Yo no advertí una merma de su jovialidad hasta que la hubo recobrado.)
– No se preocupe por esto -dijo, refiriéndose a mi pasaporte) que tendió a su colega para que lo sellara con una serie de jeroglíficos en apariencia desprovistos de significado.
– Una herramienta de la próxima Inquisición, ¿no?
Desechó con brusquedad el tema de Duponte, me dio la bienvenida a París y me aseguró que podía contar con él siempre que necesitara ayuda durante mi estancia. Cuando me iba, varios sergents de vilk me dirigieron torvas miradas de sospecha, por lo que tuve una gran sensación de alivio una vez que me hallé en el anonimato de la concurrida calle.
La misma tarde aboné a madame Fouché, propietaria del hotel Corneille, el importe de una semana, aunque preveía que mis asuntos quedarían resueltos antes de ese plazo.
Pero supongo que hubo indicios que yo debí haber advertido. Por ejemplo, la actitud del portero de la suntuosa mansión parisiense a la que yo había dirigido las cartas destinadas a Duponte. Cuando le pregunté, el portero frunció el ceño, negó con la cabeza y habló:
– ¿Duponte? ¿Para qué desea verlo?
Dada su estatura, no me pareció inconcebible que el portero disuadiera a los visitantes ocasionales.
– Preciso de sus conocimientos para cierto asunto -fue mi respuesta, a la que siguió un extraño silbido por parte de mi interlocutor, y que resultó ser una carcajada.
Me informó de que Duponte ya no vivía allí, de que no había dejado seña alguna y de que ahora era probable que ni el mismo Colón pudiera encontrarlo. Cuando ya me marchaba pensé en el «Dupin» al que yo conocía bien. Quiero decir a través de los cuentos de Poe. Era un personaje que me había franqueado el acceso a aquel autor y me había convencido de que lo inexplicable debe llegar a comprenderse. Poe se refería a «mi héroe francés» en una de las cartas que me escribió. ¡Si sólo se me hubiera ocurrido preguntarle sobre la identidad del Dupin real, si sólo yo hubiera manifestado más curiosidad… me habría ahorrado el año largo que dediqué a seguir el rastro de aquel hombre singular en París!
En sus cuentos, Poe nunca describió físicamente al personaje de Dupin. No me di cuenta de ello hasta que, no hace mucho, revisé con aquella idea en la mente los tres peculiares cuentos detectivescos. Si con anterioridad me hubiera preguntado al respecto, habría podido responder, como si me dirigiera a un perfecto zoquete: «Por descontado que Poe describe a uno de sus personajes más importantes, el personaje que encierra en sí a la perfección el conjunto de sus escritos, ¡y por añadidura con gran detalle!» Pero la realidad es que el aspecto de Dupin queda sorprendentemente explícito…, pero sólo para el lector cuidadoso y atento que se introduce en el relato con todo su corazón.
Menciono aquí, como ilustración de lo anterior, un cuento más bien frívolo de Poe titulado «El hombre que se gastó». Trata de un celebrado general del ejército cuya fornida apariencia física es objeto de gran admiración. Pero el general tiene un desdichado secreto: todas las noches se deshace físicamente a causa de sus viejas heridas de guerra, y los fragmentos de su cuerpo deben ser recompuestos de nuevo por su ordenanza negro antes del desayuno. Creo que fue la réplica de Poe a esos escritores menores, meras manchas en las profundas sombras de su genio, que consideraban que la descripción de los rasgos era la clave para dar vida a sus personajes. Por eso, tan sólo a partir de la inefable alma de C. Auguste Dupin, y no de su elección de chaleco, desde hacía tiempo el personaje había penetrado en mi conciencia.
Cuando el empleado del ateneo de Baltimore me remitió el recorte que mencionaba al Dupin real, consideré infructuosos todos mis intentos de averiguar su verdadero nombre a partir del periódico de Nueva York donde apareció la columna. Pero apenas transcurridas unas semanas dedicadas a investigar en publicaciones y guías francesas, reuní una impresionante lista de individuos que habrían podido servir de modelo para el personaje de Poe.
De un modo u otro, todas sus historias personales se adecuaban a las dos fuentes: la descripción contenida en el recorte y los rasgos del personaje de Poe. Descubrí otras tantas posibilidades en un parisiense célebre dedicado a las matemáticas, autor de libros de texto utilizados para resolver toda clase de problemas científicos; en un abogado, llamado en ocasiones el Barón, quien lograba exculpar a acusados de los más escandalosos delitos y que se había trasladado a Londres; o en un tercero, un antiguo delincuente que actuaba como agente secreto de la policía parisiense antes de dirigir una fábrica de papel en Bruselas. Cada una de estas y otras posibilidades fueron consideradas desapasionada y objetivamente, con la esperanza de que una de ellas destacara sobre las demás como la fuente que condujera a Dupin.