Nadie se volvió a mirar.
Dejando atrás a mi compañera de caminata con la promesa de verla en la reunión de aquella noche, me encontré cruzando la siguiente avenida, tomando un camino alejado de la oficina de correos. Una piara de cerdos pasó emitiendo gruñidos hoscos, y mi rodeo me llevó por la calle Greene y por Fayette, donde se encontraban detenidos el coche fúnebre y el carruaje de acompañamiento.
En un tranquilo camposanto, la ceremonia se inició y concluyó con idéntica precipitación. Observé con dificultad a través de la niebla las sombrías figuras de los asistentes. Parecía un sueño: siluetas borrosas y mi vaga sensación, como en una pesadilla, de que yo no debía estar allí. La oración del ministro sonaba amortiguada desde donde yo me encontraba, junto a la cancela. La reducida comitiva, supongo, no reclamaba mucho esfuerzo a su voz.
Se trataba del entierro más triste que había visto.
¿Era cosa del tiempo? No. ¿Los cuatro o cinco hombres asistentes, el mínimo necesario para levantar el féretro de un adulto? Quizá tampoco. La sensación de tristeza derivaba sobre todo de aquella manera brusca y ruda de dar fin a la ceremonia. Ni el entierro del más mísero de los indigentes que yo había presenciado hasta aquel día, ni los sepelios del pobre cementerio judío situado en las proximidades, habían exhibido nunca aquella indiferencia nada cristiana. No hubo ni una flor, ni una lágrima.
Luego desanduve el camino para reanudar mi itinerario original, sólo para encontrar que la oficina de correos había cerrado sus puertas. No pude saber si había una carta esperándome dentro o no, pero regresé a nuestro bufete tranquilizándome a mí mismo. No tardaría en saber más de él.
Aquella noche, en la reunión de sociedad, me encontré paseando y manteniendo una conversación privada con Hattie Blum a lo largo de los planteles de bayas que había junto a la casa, dormidos en aquella estación, pero bajo la sombra de recuerdos veraniegos de champán y fiestas de la fresa. Como siempre, yo podía hablar con comodidad con Hattie acerca de pensamientos que sólo ocasionalmente admitía ante mí mismo.
– Nuestra profesión es sumamente interesante en ocasiones -dije-. Pero creo que debería escoger los casos con otro criterio. En la antigua Roma, un abogado, ¿sabe?, nunca se comprometía a defender una causa a menos que supiera que era justa.
– Puede usted cambiar de oficio, Quentin. Después de todo, en la placa figuran su nombre y su función. Que ella esté más acorde con usted, en lugar de ser usted el que se adecué a ella.
– ¿Así lo cree, señorita Hattie?
Anochecía y Hattie había adoptado un aire discreto, algo que no era propio de ella, y temí que aquello significara que yo me había mostrado insufriblemente hablador. Examiné su expresión, pero no hallé indicios de lo que motivaba su comportamiento distante.
– Usted se ha reído de mí -dijo Hattie en tono ausente, y tan bajo que casi no pude oírla.
– ¿Señorita Hattie?
Levantó la vista, como excusándose.
– Sólo estaba pensando en cuando éramos niños. ¿Sabe que al principio pensé que era tonto?
– Vaya, gracias -comenté, riendo entre dientes.
– Mi padre se llevó a mi madre durante una de sus varias enfermedades, y usted vino a jugar cuando mi tía me estaba cuidando. Usted fue el único que supo hacerme sonreír hasta que mis padres regresaron, ¡porque siempre se estaba riendo de las cosas más extrañas!
Dijo aquello con ternura, mientras se levantaba el borde de la larga falda para evitar el suelo embarrado.
Más tarde, cuando estábamos dentro, quitándonos el frío de la noche, Hattie habló tranquilamente con su tía, cuyo semblante se había vuelto rígido a medida que la noche avanzaba. La tía Blum preguntó qué habría que disponer para el cumpleaños de Hattie.
– Se me echa encima, supongo -dijo Hattie-. Apenas puedo pensar en ello, lo que es muy propio de mí, tía. Pero este año…
Sus últimas palabras sonaron como un susurro triste. Durante la cena apenas tocó la comida.
Aquello no me gustó nada. Me sentí otra vez como un niño de once años, un ansioso protector de una niña que va por la calle. Hattie era una presencia en la que había podido confiar toda mi vida, de modo que cualquier incomodidad por su parte me preocupaba. Tal vez un propósito egoísta me movía a poner remedio a aquella actitud, pero de todos modos yo deseaba de veras que ella fuera feliz.
Otros asistentes a la fiesta, como Peter, mi socio de bufete, se me unieron en el intento de levantar su espíritu, y yo estudié a cada uno de ellos con ojo vigilante por si alguno había sido responsable de la melancolía de Hattie Blum.
Algo estaba reprimiendo mi papel de animador suyo: el entierro que había presenciado. No puedo explicar adecuadamente por qué, pero aquello me había arrebatado por completo la paz. Traté de evocar de nuevo la escena. El acompañamiento consistía en sólo cuatro hombres. Uno, el más alto, permanecía en pie detrás, con la mirada perdida, como si fuera el más ansioso por hallarse en otra parte. Luego, cuando salieron a la calle, me fijé en sus bocas, contraídas pero inexpresivas. Los rostros me resultaban desconocidos, pero no los había olvidado. Sólo uno de aquellos hombres se demoró, avanzando como a disgusto, como si estuviera captando mis pensamientos. Su recuerdo me quemaba y me barrenaba el cerebro; una imagen que parecía dar a entender una terrible pérdida, pero sin honor. En una palabra, aquello era un error.
Bajo esta vaga nube de distracción, mis esfuerzos se agotaron sin rescatar el ánimo de Hattie. Tan sólo pude inclinarme y expresar mis rendidas excusas junto con los demás invitados cuando Hattie y su tía Blum se contaron entre las primeras personas en abandonar la velada con cena. Me sentí complacido cuando Peter me sugirió abandonar también la reunión.
– Y bien, Quentin. ¿Qué te ha pasado? -preguntó Peter con brusquedad.
Compartíamos un carruaje alquilado que nos conducía de regreso a nuestras respectivas casas. Pensé hablarle del triste entierro, pero Peter no hubiera comprendido por qué aquello ocupaba mi mente. Ni yo mismo lo comprendía bien. Luego me di cuenta, por la gravedad de su expresión, de que se refería a algo completamente distinto.
– Peter, ¿qué quieres decir?
– Al final ¿decidiste no proponer en matrimonio a Hattie Blum?-preguntó, emitiendo un ruidoso resoplido.
– ¿Proponerle? ¿Yo?
– Dentro de unas semanas va a cumplir veintitrés años -continuó Peter-. ¡Hoy día, para una chica de Baltimore eso equivale, en la práctica, a ser una solterona! ¿Es que no quieres a ese encanto de chica ni siquiera un poco?
– ¿Quién podría no querer a Hattie Blum, si es un dechado de perfecciones…? Pero espera, Peter. ¿De dónde has sacado que íbamos a comprometernos esta noche? ¿Acaso yo he sugerido que ése era mi propósito?
– ¿Y lo he sugerido yo? ¿No sabes tan bien como yo que hoy es el aniversario del compromiso de tus padres. ¿Es que no se te ha ocurrido ni una sola vez esta noche?
Efectivamente, ni se me había ocurrido, pero me costaba entender la extraña suposición de Peter. Me explicó que la tía Blum estaba convencida de que yo iba a aprovechar la oportunidad de aquella fiesta para hacer mi proposición, y creía que yo había dado indicios aquella misma mañana, por lo que informó a Peter y a Hattie de tal posibilidad. Yo no me había dado por enterado, y ésa era la causa principal de tal misteriosa contrariedad de Hattie durante mi ramplona divagación mental. ¡Me había comportado como un miserable!
– ¿Cuándo se hubiera podido presentar una oportunidad más adecuada que esta noche? -prosiguió Peter-. ¡Un aniversario tan importante para ti! ¿Cuándo? Está más claro que el sol de mediodía.
– No había caído… -balbucí, basculando entre el desafío y la turbación.
– ¿Cómo no supiste ver que te estaba esperando, que era el momento de encarar tu futuro? ¿En qué estabas pensando, Quentin Clark? Bien, ya estás en tu casa. Te deseo que duermas bien. ¡La pobre Hattie es probable que esté llorando ahora mismo sobre su almohada!