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Pero transcurrió otro año y medio desde el inicio de la investigación. La abundante correspondencia a través del Atlántico demostró ser lenta y estéril. Los candidatos prometedores se multiplicaban con rapidez, pero, gradualmente, uno tras otro se precipitaban en un pozo de dudas después de someterlos a indagaciones e intercambiar información.

Hasta un claro día de primavera de 1851. Fue entonces cuando descubrí en la revista francesa L’____________________ el nombre de Auguste Duponte.

Naturalmente, me llamó la atención, pero no sólo porque sonaba igual que el C. Auguste Dupin de Poe. Ese sujeto, Auguste Duponte, había ganado fama en Francia a raíz del sensacional caso de monsieur Lafarge, un caballero de robusta constitución y alguna importancia local hallado muerto en su casa en misteriosas circunstancias. Tras algunas pesquisas infructuosas, un policía invitó a un conocido suyo, el joven preceptor Duponte, a traducir los comentarios de un visitante español testigo del caso (aunque esta contribución acabó demostrándose irrelevante).

Diez o doce minutos después de escuchar la narración de los hechos efectuada por el policía, se dijo que Duponte demostró de forma concluyente que el muerto había sido envenenado por madame Lafarge durante una comida. Madame L. fue condenada por el asesinato de su marido y más tarde liberada de la muerte por funcionarios compasivos.

(Preguntado luego Duponte por el periódico francés La Presse qué pensaba de la conmutación de la sentencia que pesaba sobre la asesina, respondió: «Nada. El castigo guarda escasa relación con el hecho en sí del delito, y menos aún con el análisis del delito.»)

La noticia del logro de Auguste Duponte se extendió ampliamente por Francia. Los funcionarios del gobierno, la policía y los ciudadanos de París solicitaron sus análisis de otros sucesos. Su rápido reconocimiento público -que yo descubrí con inmensa satisfacción- se había producido unos años antes de la aparición de «Los crímenes de la calle Morgue», en un número de 1841 de una revista americana. La descripción que Poe hacía, en el segundo de los cuentos, de la elevación de Dupin a la fama podía aplicarse con igual propiedad para resumir la verdadera historia de Auguste Duponte: Fue así como Dupin se convirtió en el blanco de las miradas de la policía, y en no pocos casos la prefectura trató de contratar sus servicios.

Mi confianza en que había identificado al hombre adecuado se vio reforzada cuando conocí a un bien informado francés que llevaba residiendo en América unos años, desde el destronamiento del rey Luis Felipe, y que formaba parte del cuerpo diplomático de la nueva República francesa. Su nombre era Henri Montor. Me encontraba en la ciudad de Washington buscando a Auguste Duponte en las bibliotecas, cuando Montor advirtió que me esforzaba en la lectura de algunos periódicos franceses. Le expliqué lo que me proponía y le pregunté si había conocido a Duponte.

– Siempre que se perpetraba un delito de gran resonancia -dijo animadamente monsieur Montor-, llamaban a Duponte… y el criminal maldecía el día en que Duponte vino al mundo. Duponte es un tesoro de París, monsieur Clark.

En el transcurso de mis subsiguientes visitas, Henri Montor, mientras cenábamos, también me instruyó en la lengua francesa, y me habló durante largas horas comparando los gobiernos francés y americano y los respectivos pueblos. Encontraba la ciudad de Washington más bien desolada en comparación con París, y el clima lo consideraba decididamente sofocante e incluso perjudicial para la salud. Pero sabía que su actual misión era importante. Las relaciones entre América y Francia siempre habían sido vitales, y ahora más que nunca, desde que Francia era una república.

Por entonces, cuando conocí a monsieur Montor, ya había escrito al propio monsieur Duponte. Describí a grandes rasgos los hechos que rodearon la muerte de Poe, e insistí en la urgente necesidad de resolver el caso antes de que la ya maltrecha reputación de Poe empeorase. Transcurrió otra semana y escribí otras dos cartas, ambas franqueadas como urgentes, en las que incluía añadidos y más detalles sobre la historia no escrita de Poe.

Aunque nos conocíamos desde hacía poco tiempo, Montor me invitó a un baile de disfraces, al que asistían centenares de invitados en una soberbia mansión próxima a la ciudad de Washington» donde tuve ocasión de encontrarme con un gran número de damas y caballeros franceses. La mayoría ostentaba un título u otro, y alguno me hizo la merced de acomodarse a mi rudimentario francés, que yo trataba de perfeccionar todo lo posible. Allí estaba Jéróme Bonaparte, sobrino de Napoleón Bonaparte, nacido de una americana a la que el hermano menor de Napoleón, también llamado Jéróme, conoció casi cincuenta años atrás, durante un viaje a Estados Unidos. Aquel regio vástago se encontraba hora ante mí, vestido con un llamativo atuendo turco y armado con dos alfanjes que entrechocaban colgados de su cinto. Después de ser presentado, dirigí un cumplido a su disfraz.

– En cualquier caso prescindamos del tratamiento de monsieur, señor Clark; estamos en América -dijo Jérome Bonaparte, con una chispa de buen humor en sus ojos oscuros. Henri Montor se inquietó un tanto por estas palabras. Bonaparte prosiguió, con un suspiro- En cuanto a esta monstruosidad, fue idea de mi mujer. Está en algún lugar en el salón contiguo.

– Oh, creo que nos hemos conocido. ¿No va disfrazada de avestruz?

Bonaparte se echó a reír.

– Lleva plumas encima. ¡A usted le toca adivinar de qué animal va!

– Nuestro amigo americano -dijo Montor tomándome del brazo- está tratando de practicar nuestra lengua materna para mejor efectuar sus particulares investigaciones. ¿Ha regresado usted a París últimamente, mi querido Bonaparte?

– Mi padre trataba de convencerme para que me fuera a vivir allí, ¿sabe? Ni por un momento considero la posibilidad de instalarme fuera de América, Montor, pues me siento demasiado apegado y acostumbrado a ella para encontrar placer en Europa.

Dio unos golpecitos en una cajita de oro, con complicada decoración, y nos ofreció rapé.

Desfiló ante nosotros una mujer procedente del lugar donde el anfitrión tocaba el violín acompañado por una orquesta. Llamó a Bonaparte con un diminutivo y, por un momento, pensé que era su esposa adornada con plumas de avestruz, pero mirándola bien observé que llevaba ropajes flotantes y joyas propias de una reina. Montor me susurró:

– Es Elizabeth Patterson, la madre de Jérome.

El susurro fue tan discreto que estaba claro que yo debía prestar atención a la dama.

– Querida madre -dijo Jérome cortésmente-, te presento a Quentin Clark, un baltimorense que se dedica a algo…

– ¡Vaya! -exclamó aquella reina disfrazada que, sin ser ni mucho menos de elevada estatura, parecía sobrepasar la de todos nosotros.

– Señora Patterson -la cumplimenté, haciendo una inclinación.

– Madame Bonaparte -me corrigió en ambos términos, y me ofreció la mano.

Aunque parecía haber envejecido unas décadas desde que se había acercado, procedente del lugar donde tocaba la orquesta al rincón de la sala en que nos encontrábamos, había una belleza irreductible, casi trágica, en su rostro y en sus prístinos ojos. Me pareció que uno no podía evitar enamorarse de ella. Se me quedó mirando con manifiesta desaprobación.

– No va usted disfrazado, joven.

Montor, vestido de pescador napolitano, me justificó aduciendo que había sido invitado en el último momento.

– Estudia las costumbres francesas, ¿saben?

Los ojos de madame Bonaparte me fulminaron.