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– Pues esfuércese.

Una vez que hube llegado a París me di cuenta de que aquel disfraz de reina era el adecuado, de acuerdo con lo que yo capté de las costumbres francesas. Por añadidura, mientras observaba a mi alrededor, en el extraordinario salón, los rostros enmascarados y ocultos, me di cuenta de que eso era lo que, en algún sentido, deseaban Peter y la tía Blum. Allí había algo, algo que iba más allá de los sirvientes de librea y de los arriates de flores brillando con lámparas dispuestas en su interior, algo poderoso que tenía muy poco que ver con el dinero y que Baltimore siempre quiso añadir a sus triunfos comerciales.

Por entonces, tras el episodio del libro quemado, regresé a mi despacho de abogado para completar cierto trabajo inacabado. Peter apenas se dio por enterado de mi presencia. Silbaba toda la escala musical mientras subía y bajaba la escalera, sin ocultar su decepción, Sólo me hablaba cuando era inevitable, y otras veces me enviaba mensajes por medio de nuestros pasantes. En ocasiones yo hubiera deseado, simplemente, que volviera a gritarme; entonces, a modo de réplica, al menos habría podido detallarle mis progresos.

Hattie parecía seguir el ejemplo de Peter, eludiéndome cada vez más, pero se tomó mucho trabajo para convencer a su tía y a su familia de que tuvieran paciencia respecto a nuestro compromiso y me concedieran tiempo. Hice lo posible por dar seguridades a Hattie, pero empecé a sentir que debía mostrarme cauteloso y no hablar demasiado; empecé a percatarme de que incluso la pura devoción de Hattie formaba parte del arsenal de quienes me rodeaban, de que se trataba de otro instrumento para anular el propósito que yo me había hecho, incluso su rostro comenzó a antojárseme parecido al de su entrometida tía. Ella formaba parte de un Baltimore que no atribuía la menor importancia a esclarecer la verdad sobre la muerte de un gran hombre. Hattie, ¿por qué no confié en que podía verme, como de costumbre, con más claridad que un espejo?

Unas semanas después del baile de disfraces, yo seguía sin recibir cartas de Duponte en contestación a las mías. El correo podía haber sido robado o destruido por accidente o negligencia. Yo ya había descubierto la identidad del Dupin real, ¡probablemente la única persona en todo el mundo conocido capaz de descifrar el espacio en blanco de los últimos días de Poe! Yo estaba entregado al servicio de Poe, tal como le prometí a él. Había llegado lejos y no iba a ceder. No esperaría a que todo estuviera perdido. E hice planes para trasladarme a París.

Aquí me encontraba en un mundo diferente. Incluso las casas parecían construidas con materiales y colores totalmente distintos, y dispuestas de otra manera en las amplias calles, con las entradas principales a los lados de esas calles. París infundía una sensación de secretismo, aunque todo permanecía abierto, y la existencia en París parecía transcurrir por entero en el exterior.

En las últimas guías de la ciudad que encontré a mi llegada no figuraba ningún Duponte, y me di cuenta de que las que había consultado en la ciudad de Washington tenían algunos años de antigüedad. Tampoco decían una palabra las columnas de los periódicos recientes, los mismos que con anterioridad tanto habían hablado del personaje.

En París, la oficina de correos entregaba las cartas directamente a domicilio -una práctica que justamente comenzaba en algunas ciudades americanas, previo acuerdo-, pero en París, se decía, la comodidad de los ciudadanos era menos importante que la vigilancia a que los sometía el gobierno. Yo abrigaba la esperanza de que los funcionarios de correos no siguieran llevando las cartas dirigidas a Duponte a una dirección equivocada. En aplicación de otra peculiaridad de los reglamentos parisienses, se me negó (firme y cortésmente, como todo lo francés) el acceso a los administradores de la oficina de correos, donde me proponía preguntar por la dirección actual de Duponte. Necesitaba solicitar permiso por escrito al ministerio correspondiente. Asesorado para redactar la carta por madame Fouché, la propietaria de mi hotel, la mandé por correo (en cumplimiento de otra disposición, ¡aunque el ministerio se hallaba a menos de tres calles de distancia!).

– Seguro que recibe usted una carta con el permiso mañana o pasado. Claro que podría ser mucho más tarde -dijo la hotelera en tono pensativo- si algún funcionario comete un error, lo que es tremendamente común.

Mientras aguardaba algún signo de avance en mi búsqueda de la dirección de Duponte, empecé a escribir cartas a Hattie. Recordando el dolor que me causaba verla triste, yo sentí una profunda congoja porque la dilación de aquella singular empresa le produjera pesar. En mis cartas a Baltimore le prometía que el aplazamiento de nuestros planes sería lo más breve posible y le rogaba que viniera a París mientras tanto, aunque la estancia fuera corta y pesada debido a la dedicación que pudiera exigirme mi actual tarea. Hattie me escribió diciendo que nada la complacería más que ese viaje, pero que se veía obligada a cuidar de dos niños que recientemente se habían sumado a los hogares de sus hermanas.

En cuanto a Peter, me escribió una carta de despedida en la que me decía que yo había arruinado mi vida, y que a punto estuve de arruinar la suya por sucumbir a la decadencia y la indecencia de Europa.

¡Qué habrían estado imaginando! ¡Si tan sólo hubieran podido apreciar cuan diferente de lo que pensaban era la realidad!

Las alegrías nocturnas del verano parisiense se me colaban, juguetonas, por la ventana, con las orquestas al aire libre, los bailes y los centenares de teatros que acogían a espectadores felices. Yo, por contraste, abría y cerraba los cajones de mis dos cómodas y miraba fijamente el reloj sobre la repisa de mi habitación…, aguardando.

Un día, madame Fouché entró en mi cuarto y se ofreció a coserme un brazalete negro de crespón en la manga. Sacudida mi indolencia por la interrupción, consentí.

– Mis sinceras condolencias -dijo.

– Gracias. ¿Y por qué? -pregunté, alarmado de repente.

– ¿No se le ha muerto alguien? -inquirió, suspirando, en tono solemne, como si sus reservas de compasión fueran escasas y yo las hubiera agotado-. De no ser así, ¿por qué ha caído usted en semejante estado de melancolía?

Dudé, estremeciéndome ante la tela negra adherida a mi gabán.

– Sí, madame, alguien ha muerto. Pero no es la causa inmediata de mi agitación -le expliqué-. Es la dirección, ¡esa maldita dirección! Perdone mi lenguaje, madame Fouché. Debo encontrar pronto la residencia de monsieur Auguste Duponte o abandonar París con las manos vacías, con lo que mis iniciativas serán consideradas aún más fantasiosas por quienes han sido mis amigos. Por esa razón deseo visitar la oficina de correos.

Se me quedó mirando, atónita.

Al día siguiente, madame Fouché me trajo personalmente el desayuno en lugar del camarero habitual. Apenas podía ocultar una sonrisa, y me tendió un papel con algo escrito en él.

– ¿Qué es esto, madame?

– ¿Qué va a ser? La dirección de Auguste Duponte, naturalmente.

– ¡Se lo agradezco infinitamente, madame! ¡Qué maravilla!

Al instante estaba levantado y dispuesto para salir. Me sentía demasiado emocionado para detenerme a satisfacer mi curiosidad sobre cómo madame había conseguido las señas. El lugar, a menos de quince minutos, era un edificio en otro tiempo amarillo comunicado con una casa escarlata y azul en torno a un patio. Un buen ejemplo de la ostentosa moda parisiense en materia de arquitectura y colores. En los alrededores había menos cafés y tiendas que en los de la primera residencia que visité; una tranquilidad acorde con las demandas de la raciocinación, supuse. El portero, un hombre grueso con un horroroso mostacho, me dio instrucciones para subir al alojamiento de Duponte. Me detuve en el arranque de la escalera y regresé al cuarto del portero.

– Usted perdone, monsieur. ¿No preferiría monsieur Dupont que se me anunciara?