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Lo tomó como una ofensa, como si la sugerencia pusiera en duda su profesionalidad, o porque la idea de anunciar a un visitante rebajara sus funciones a las de un doméstico; no lo sé. La mujer del portero se encogió de hombros, con un matiz de condescendencia, y dirigió una mirada a lo alto, ya fuera a Dios o al techo.

– ¡Cualquiera diría que recibe tantas visitas! -comentó.

El extraño intercambio de palabras sin duda acentuó mi intermitente nerviosismo cuando conocí al genio en persona en la puerta de su alojamiento. El despliegue de sus habilidades era aún más peculiar e insólito de lo que yo había imaginado. A juzgar por el comentario de la mujer del portero, ¡los parisienses ni siquiera consideraban que mereciera la pena intentar procurarse su ayuda!

Cuando Duponte abrió la puerta de sus habitaciones, hice mi presentación.

– Verá, monsieur, yo le escribí algunas cartas, tres, desde Estados Unidos, y le mandé un telegrama a su anterior dirección. Las cartas se referían al escritor americano Edgar A. Poe. Es esencial que las circunstancias de su muerte sean investigadas. Por eso he venido.

– Entiendo -dijo Duponte, contrayendo el rostro en una mueca y señalando detrás de mí-. Esa lámpara del vestíbulo está apagada. La han cambiado muchas veces, pero la llama se apaga.

– ¿El qué? ¿La lámpara?

Así es como se inició nuestra conversación. Una vez dentro, referí de nuevo los acontecimientos narrados en mis cartas, le urgí a que nos pusiéramos a la tarea en seguida, y le expresé mi esperanza de que quisiera acompañarme a América en cuanto le viniera bien.

Las habitaciones eran muy corrientes y extrañamente desprovistas de todo, aparte de unos pocos libros irrelevantes. Reinaba allí un frío insólito, pese a que estábamos en verano. Duponte se recostó en su sillón. De pronto, como si hasta el momento no se hubiera dado cuenta de que yo me dirigía a él y no a la pared desnuda que tenía detrás, preguntó:

– ¿Por qué me cuenta todo eso a mí, monsieur?

– Monsieur Duponte -respondí, asombrado-, es usted un célebre genio de la raciocinación. ¡Es usted la única persona que yo conozco, quizá la única del mundo, capaz de resolver este misterio!

– Se equivoca usted de plano -rechazó-. Está usted loco -aventuró.

– ¿Yo? ¿No es usted Auguste Duponte? -repliqué acusadoramente.

– Está usted pensando en algo que sucedió hace muchos años. La policía me pidió que revisara de vez en cuando sus papeles. Me temo que los periódicos de París se entusiasmaron con las ideas que ellos mismos pusieron en circulación y, en algunos casos, me atribuyeron ciertas cualidades para satisfacer las apetencias de la imaginación del público. Circularon ciertos relatos…

(¿Hubo un destello de algo parecido al orgullo en sus ojos cuando dijo esto?) Sin un pestañeo ni un suspiro, echó abajo, sin más, mis expectativas.

– Lo que usted debería saber, si me permite decirlo, es que hay muchos alicientes en París, en verano. Puede asistir a un concierto en los jardines de Luxemburgo. Podría decirle dónde ver las flores más hermosas. ¿Ha estado usted en el palacio de Versalles? Le gustaría…

– ¿El palacio de Versalles? ¿Versalles, dice usted? ¡Por favor, Duponte! ¡Esto es enormemente importante! Yo no soy un visitante ocioso. ¡He recorrido casi medio mundo para encontrarlo!

Me dirigió una mirada compasiva y dijo:

– Entonces, sin duda, debería dormir.

A la mañana siguiente me desperté tras un profundo e incómodo sueño propio del mes de julio. Había regresado al Corneille en un estado de total confusión tras el recibimiento de que me hizo objeto Duponte. Pero por la mañana mi decepción fue a menos al pensar que quizá mi propia fatiga había ensombrecido la primera conversación con Duponte. No había sido sensato ni adecuado irrumpir en casa de Duponte de aquella manera, cansado y ansioso, desgreñado y sin aportar siquiera una carta de presentación.

Esta vez tomé a placer el desayuno, que en París es como una comida excepto por la sopa, pero incluso empieza con ostras. (Sin embargo, el mismísimo Cuvier no hubiera logrado clasificar como verdaderas ostras aquellos objetos acuáticos, pequeños y azules, incapaces de satisfacer un apetito nacido en la bahía de Chesapeake.) Al llegar al domicilio de Duponte, me demoré en el cuarto del portero, y me satisfizo comprobar que libraba. Su esposa, más comunicativa, y su regordeta hija estaban sentadas remendando una alfombra.

La mayor de ambas mujeres me ofreció una silla. Se ruborizaba fácilmente ante mi sonrisa, y por eso traté de sonreír con frecuencia durante las pausas entre mis palabras, para inducirla a colaborar.

– Ayer, madame, mencionó usted que Duponte no recibe muchas visitas. ¿No tiene visitas de carácter profesional?

– En los años que lleva viviendo aquí, no.

– ¿Había oído hablar con anterioridad de Auguste Duponte?

– ¡Desde luego! -respondió, como si le hubiera preguntado si estaba en sus cabales-. Pero no creía que pudiera ser el mismo. Dicen que aquel hombre era importante para la policía, pero nuestro inquilino es un tipo inofensivo, que se pasa gran parte del tiempo alelado; una especie de muerto en vida. Supongo que el otro era un hermano o algún pariente lejano. No, me consta que no vienen a visitarle muchos conocidos.

– Ni amigas -murmuró la aburrida hija, y fue lo único que escuché de la muchacha en los dos meses que pasé en París.

– Comprendo -dije, di las gracias a ambas mujeres, que se ruborizaron de nuevo cuando les dirigí una inclinación, subí por la escalera y me situé ante la puerta de Duponte.

Aquella misma mañana, temprano, había estado pensando en los cuentos de Poe acerca de C. Auguste Dupin. En el primero, Dupin, brusca e inesperadamente, anuncia su disposición a investigar los horribles asesinatos perpetrados en una casa de la rué Morgue. La encuesta nos servirá de entretenimiento -le dice a su sorprendido amigo-. Iremos a estudiar el terreno con nuestros propios ojos. Buscaba entretenimiento. El día anterior le informé casi de corrido de todos los detalles de la muerte de Poe, pero ni una sola vez aduje una razón convincente para que Duponte dirigiera su genio a la resolución del caso. Tal vez en los últimos años, cuando Duponte parecía haberse vuelto inactivo, no se le había presentado ningún caso que mereciese su interés, y como resultado de ello se había instalado en lo que parecía una desidia carente de todo propósito.

Duponte no me despidió cuando llamé a su puerta, sino que me invitó a dar una vuelta. Caminé junto a él por el atestado y caluroso Barrio Latino. Digo «junto a él» aunque sus andares eran anormalmente pausados y lentos: a cada paso un pie precedía al otro como con dificultad. Yo me esforzaba por mantenerme a su altura, y en ocasiones me sentía como si estuviera danzando en semicírculo. Al igual que el día anterior, habló de asuntos triviales. Esta vez yo también me referí a temas irrelevantes, antes de lanzarme a mi último intento de persuasión.

– ¿No siente el deseo de ocuparse en actividades más emocionantes, monsieur Duponte? Mientras yo me he dedicado a reunir todos los detalles relativos a la muerte del señor Poe, otros han utilizado el confuso conocimiento público del asunto para escupir sobre su tumba. Yo diría que una investigación sobre una materia tan difícil y oportuna como ésta le brindaría a usted gran entretenimiento…

Repetí esto último, pues la primera vez que lo dije pasó atronando un impertinente carro pesado. Como respuesta, mi acompañante no hizo un solo movimiento. Estaba claro que no creía necesitar mayores entretenimientos, y de nuevo me encontré retrocediendo.

En la siguiente visita, hallé a Duponte en su habitación, fumando acostado en la cama. Parecía utilizar la cama para fumar y escribir. Dijo que detestaba escribir cualquier cosa, pues le impedía, con perturbadora regularidad, pensar; pero, claro está, había veces en que se veía obligado a redactar cartas o a responder a las recibidas. Para esta visita yo había estado releyendo y reflexionando sobre la «proposición generosa» ofrecida a C. Auguste Dupin por la policía en el cuento de Poe, continuación del anterior, «El misterio de Marie Rogét». Se le pedía que desvelara el enigma de una joven dependienta de comercio hallada muerta flotando en el río. Aunque en mis cartas a Duponte había mencionado, desde luego, Una compensación adecuada, ahora le aseguré expresamente, en homenaje a las propias palabras de Poe en el cuento, que le retribuiría con «una recompensa por su plena dedicación al asunto de la muerte de Poe, empezando inmediatamente». Arranqué un cheque y tomé una pluma. Le sugerí una cantidad considerablemente elevada, y luego la aumenté en algunas cifras.