– ¿Sí?
– ¿Qué acaba de decir? Sobre ese cementerio.
– Que en él reposa la gente de su fe o, quizá, parcialmente de su fe.
– Pero, monsieur, ¿qué le ha inducido a creer que yo soy judío? Nunca se lo he dicho.
– Ah, ¿no? -preguntó Duponte sorprendido.
– Bien, pues mi madre era judía -respondí sin aliento-. Mi padre, protestante, también falleció. Pero ¿cómo ha pensado eso?
Duponte advirtió que yo seguiría insistiendo en mi pregunta, y explicó:
– Cuando, hace unos días, pasamos cerca de una casa de vecindad en Montmartre, usted recordó que en ese lugar, según los periódicos, habían asesinado brutalmente a una muchacha. -En efecto, los artículos sobre el horrendo suceso habían abundado en los periódicos parisienses, que yo utilizaba para mejorar mi dominio del idioma. Duponte continuó-: Considerando que el sitio tenía algo de sagrado, por haber sido escenario de una muerte reciente, usted se llevó la mano al sombrero. Pero en lugar de descubrirse, como hace automáticamente un cristiano cuando entra en la iglesia, usted se aseguró de llevarlo bien encasquetado, como el judío en su sinagoga. Luego, en otro momento, lo manoseó, manifestando con ello sus tendencias contradictorias al respecto: si destocarse o calárselo más. Esto me hizo considerar que unas veces había acudido a los oficios en la iglesia y otras, en la sinagoga.
Había acertado. Mi madre no renunció a su herencia judía al casarse, pese a las presiones de toda mi familia paterna, y cuando estuvo terminada la sinagoga de la calle Lloyd, en Baltimore, me llevó allí.
Duponte volvió a caer en su acostumbrado silencio, y yo no exterioricé mi emoción. Había empezado a derribar las murallas de Duponte.
Traté de sonsacar a Duponte episodios de su pasado, pero en cada ocasión su rostro se ponía tenso. Desarrollamos una amistosa rutina. Todas las mañanas yo llamaba a su puerta. Si lo encontraba tendido en la cama leyendo el periódico, me invitaba a tomar café. Por lo general, Duponte no tardaba en anunciar que salía a dar un paseo, y yo le pedía permiso para acompañarlo, a lo cual asentía, pero como ignorando mi pregunta.
Hacía gala de una impenetrabilidad, de una invisibilidad moral, que despertaba mi curiosidad sobre cómo se comportaría en todas las posibles facetas de la vida: enamorado, en un duelo, qué alimento escogería en un establecimiento determinado… Ardía en deseos de conocer sus pensamientos y aspiraba a que él quisiera saber más de mí.
En ocasiones yo llevaba la conversación a un tema relacionado con mi propósito original, con la esperanza de despertar su interés. Por ejemplo, encontré una guía de Baltimore en uno de los puestos de libros de París y se la mostré.
– Como ve, dentro hay un mapa plegado, y aquí es donde Edgar Poe vivió en Baltimore cuando ganó su primer premio periodístico por un cuento titulado «Manuscrito hallado en una botella». Aquí es donde fue descubierto en estado de inconsciencia. Mire aquí, monsieur, ¡éste es, el lugar donde está enterrado!
– Monsieur Clark -dijo-. Me temo que estas cosas son de escaso interés para mí, como puede imaginar.
Ya ven cómo sucedió. Intenté todas las formas de aproximación para sacarlo de su inactivo letargo y de su insana vacuidad. Por ejemplo, un día caluroso en que Duponte y yo paseábamos por un puente que cruza el Sena, decidimos pagar doce sous cada uno en uno de los establecimientos flotantes del río para tomar un baño bajo un toldo. Nos zambullimos en el agua fría uno frente al otro. Duponte cerró los ojos y echó la cabeza atrás, y yo seguí su ejemplo. Nuestros cuerpos se mecían arriba y abajo con el alegre chapoteo de niños y jóvenes.
Quentin: Monsieur, sin duda usted conoce la importancia de los cuentos de Poe protagonizados por C. Auguste Dupin. Ha oído hablar de ellos. Se publicaron en revistas francesas.
Duponte (distraídamente, ¿pregunta o afirmación?): Sí, se publicaron.
Q.: Los logros de usted en materia de análisis se ajustan a las habilidades de ese personaje. ¡Eso debería decirle algo! Tales proezas implican los más intrincados triunfos de la razón, hasta el punto de parecer imposibles y milagrosos.
D.: Creo que no he leído nada de eso.
Q.: ¿Es que en su vida no lee literatura? ¿Cómo puede ser?
D.: Imagino que tiene poco interés para mí, monsieur.
¿Debería llevar este último comentario un signo de exclamación? Quizá un gramático podría responder a eso. Fue enunciado muy secamente, pero sin levantar la voz más de lo que lo haría el camarero de un restaurante repitiendo el encargo de su cliente.
Pocos días después se produjo un giro importante en mi relación con Duponte. Había estado paseando con él por el Jardín des Plantes, donde no solamente las plantas y árboles más hermosos lucían sus galas veraniegas, sino que alberga una de las mejores colecciones zoológicas de París. Después de que un túnel de nubes oscureciera los árboles, empezamos a caminar hacia la salida cuando un hombre corrió tras de nosotros. En tono de gran consternación, dijo, jadeando:
– Amables messieurs, ¿han visto a alguien con mi pastel?
– ¿Pastel? -pregunté-. ¿Qué quiere usted decir, monsieur?
Explicó que había adquirido un pastel de semillas aromáticas a un vendedor callejero, un gusto que se permitía raramente, para gozar con él de un hermoso día soleado antes de que empezara a llover. El sujeto colocó amorosamente su pastel en el banco, junto a él, hasta que sintiera que su comida anterior ya había sido debidamente digerida. Sólo le dio la espalda un instante, para asegurarse de que su paraguas estaba allí, en el suelo, al darse cuenta de que venía una tormenta. Pero cuando se volvió, dispuesto a saborear por fin el dulce lujo que se había dado, éste se había desvanecido, ¡y no había un alma en los alrededores!
– Quizá se lo quitó un pájaro, monsieur -sugerí, en tono impaciente, mientras tiraba del brazo de Duponte-. Vámonos, monsieur Duponte, que está empezando a llover y no tenemos paraguas.
Nos alejamos de nuestro amigo que se había quedado sin su pastel, pero tras recorrer unos pasos Duponte se detuvo y llamó a aquel hombre desanimado.
– Monsieur -le dijo-, quédese donde está y es probable que su pastel vuelva a usted en un lapso de dos a siete minutos.
La voz de Duponte no revelaba alegría ni un particular interés en la materia.
– ¡No me diga! -exclamó el interpelado, divertido.
– Sí, así lo creo -dijo Duponte, y echó a andar de nuevo.
– Pero… ¿cómo? -alcanzó a preguntar ahora el hombre.
También yo estaba pasmado ante la respuesta de Duponte, y él lo advirtió.
– ¡Imbéciles! -dijo para sí.
– ¿Qué? -replicó el hombre, ofendido.
– Pardon, monsieur! -protesté también yo por el insulto.
Duponte lo ignoró.
– Demostraré mi conclusión -dijo.
Aguardamos. El hombre del pastel y yo, expectantes; Duponte, indiferente. Transcurridos unos tres minutos y medio, una regular sucesión de apresurados ruidos se dejó oír en las inmediaciones y -debo reconocerlo- desde la esquina llegó un pastel flotando en el aire ¡y pasó ante las mismísimas narices de su legítimo dueño!
– ¡El pastel! -exclamé.
El dulce iba atado a una cuerda corta de la que tiraban dos niños que corrían a toda prisa por los jardines. El hombre dio CAZA al chico y rescató el pastel que le había robado. Luego se reunió con nosotros, corriendo.
– ¡Es usted notable, monsieur! ¡Vaya, estaba completamente en lo cierto! Pero ¿cómo ha conseguido que yo recuperara mi pastel?
Por un momento, el hombre se quedó mirando a Duponte con aire de sospecha, como si hubiera estado envuelto en alguna conspiración. Agarró a mi compañero del brazo, y Duponte, comprendiendo que no lo dejaríamos en paz sin una explicación, no tardó en ofrecernos esta sencilla descripción de lo acontecido.