– Nunca hubiera querido entristecerla -dije-. Tan sólo hubiera querido saber lo que parecían esperar de mí los demás.
Peter, ceñudo, se manifestó de acuerdo con un gruñido, como si yo finalmente hubiera reconocido el fracaso general de mi vida.
¡Desde luego que le propondría matrimonio y desde luego que nos casaríamos! La presencia de Hattie en mi vida había sido mi fortuna. Yo resplandecía siempre que la veía, y más aún cuando estaba alejado de ella y pensaba en ella. Se habían producido tan pocos cambios desde que la conocía que me parecía necio necesitar ahora una proposición.
«¿En qué estás pensando?», parecía preguntar Peter frunciendo el ceño, mientras yo cerraba la portezuela del carruaje y le daba las buenas noches.
– Esta mañana hubo un entierro -dije, decidido a tratar de redimirme con alguna explicación-. ¿Sabes? Lo vi pasar y supongo que me turbó por alguna razón que no…
Pero no, aún no podía encontrar las palabras adecuadas para a expresar el efecto que aquello me había causado.
– ¡Un entierro! ¡El entierro de un extraño! -exclamó Peter-. Pero ¿qué diablo tiene eso que ver contigo?
Todo, pero eso yo no lo sabía por entonces. A la mañana siguiente me puse el batín y abrí el periódico para distraerme de las ansiedades provocadas por los acontecimientos de la noche anterior. Aunque hubiera estado prevenido, no habría sido capaz de contener mi propia alarma ante lo que vi y que me hizo olvidar todas mis inquietudes. Lo que captó mi atención al instante fue un pequeño titular en una de las páginas interiores. Fallecimiento de Edgar A. Poe.
Aparté el periódico, pero luego volví a tomarlo y lo ojeé para leer algo más. Luego releí una y otra vez aquel titular: Fallecimiento de Edgar A. Poe.
…el distinguido poeta, erudito y critico americano, a los treinta y ocho años de edad.
¡No! Creía que treinta y nueve, pero por su aspecto era como si hubiese centuplicado esa edad… Nacido en esta ciudad. ¡Otra vez no! (Todo aquello era muy discutible, aun antes de que yo supiera más del personaje.)
Entonces me fijé… en estas cuatro palabras.
Falleció en esta ciudad.
¿Esta ciudad? Aquello no era una noticia telegrafiada. Había ocurrido en Baltimore. La muerte en nuestra propia ciudad, y probablemente también el entierro. ¡Alto! Podría ser aquel mismo entierro en Greene y Fayette… ¡No! ¿Aquel ínfimo entierro, aquella ceremonia sin ceremonial, aquella inhumación en el minúsculo cementerio?
Aquel mismo día, más tarde, en el bufete, Peter aún me estaba sermoneando sobre Hattie, pero yo difícilmente podía discutir con él, absorbido como estaba por aquella noticia. Pedí confirmación al guarda del cementerio. «Pobre Poe -dijo-, sí.» Poe había muerto. Cuando corrí hacia la oficina de correos para preguntar si había llegado alguna carta, mi mente daba vueltas en torno a lo que yo, sin saberlo, había presenciado el día anterior.
Aquel formalismo frío. ¿Aquélla había sido la despedida de Baltimore al salvador literario de nuestra nación, a mi autor favorito, a mí (tal vez) amigo? Apenas pude contener el creciente sentimiento de ira dentro de mí; una ira que bloqueaba todo cuanto pudiera dirigir sensatamente mis pensamientos. Considerando retrospectivamente todo el asunto, sé que nunca quise herir a Hattie con la conmoción que aquella tarde se arrastraba por mi mente. Sí, era mi autor favorito el que había muerto cerca de mí, pero sentí mucho más que eso; algo más grande e inevitable. Quizá no puedo describir adecuadamente en dos palabras por que aquello fue tan devastador para un hombre con juventud y vigor, con perspectivas románticas y profesionales envidiables para cualquiera en Baltimore.
Quizá fue aquel episodio. Aunque inconscientemente, yo fui uno de los últimos en presenciarlo. O entre todos los demás que pasaban por allí a toda prisa, fui el último en percibir la tierra indiferente golpeando su ataúd, como sobre los de tantos cadáveres sin nombre en el mundo.
Tenía por cliente a un hombre muerto y el Día del Juicio como la fecha para la vista de la causa.
Unas semanas después de iniciar mis fatídicas pesquisas, Peter adoptó un tono sardónico. Mi socio de bufete no era lo bastante ingenioso como para mostrarse sardónico más de tres o cuatro veces en su vida, de modo que pueden imaginar la agitación que había tras sus palabras. Peter era unos pocos años mayor que yo, pero suspiraba como un anciano, especialmente ante la mención de Edgard Allan Poe.
Siendo yo adolescente, dos hechos en mi vida quedaron fijados como un destino: mi admiración por las obras literarias de Edgard Allan Poe y, como ya han oído ustedes, mi devota adhesión a la hermosa Hattie Blum.
De muchacho, Peter se refería a Hattie y a mí como si ya estuviéramos casados, y con el criterio que tendría un hombre de negocios. Debido a su talante juicioso, aquel adolescente actuaba como si fuera mayor que sus coetáneos, e incluso que muchos padres. Cuando falleció su propio padre, mis progenitores acudieron en ayuda de la señora Stuart, la viuda, que había quedado casi desamparado a causa de las deudas, y mi padre consideró a Peter como otro hijo. Peter se mostró tan agradecido por haber sido rescatado de su lastimosa situación que adoptó cumplida y sinceramente todas las opiniones de mi padre acerca de los asuntos de este mundo, en mucha mayor medida que yo, al parecer. Desde luego se hubiera dicho que aquel extraño era el verdadero Clark, mientras que yo era un aspirante de segunda fila a llevar el nombre de la familia.
Peter compartía incluso el desagrado de mi padre hacia mis preferencias literarias. Aquel Edgar Poe, como él y mi padre tendían a decir, aquel Poe que ustedes leen con tanto interés, es peculiar más allá del gusto de cada cual. Leerlo como alivio del ennui era sólo un placer poco respetable, no más útil que echar una cabezada a media tarde. La literatura debía fortalecer el corazón, ¡y aquellas fantasías lo debilitaban!
Al principio, yo no estaba en desacuerdo. Acababa de salir de la niñez cuando tuve conocimiento de «William Wilson», un relato de Poe publicado en el Gentlemarís Magazine. Confieso que no saqué mucho provecho de él. No pude encontrar el principio ni el final, y no fui capaz de distinguir qué partes presentan razón y cuáles locura. Era como sostener una página frente a un espejo y tratar de leerla bizqueando. Mi acervo de lecturas por esa época, recuerdo, se limitaba a autores de revistas, apasionados e ingenuos, como Stephens y Embury. En las revistas no se buscaba a los genios, y yo no advertí mucho genio en el señor Poe.
Pero yo no era más que un muchacho. Mi juicio se transformó por un relato peculiar de Poe, titulado «Los crímenes de la calle Morgue». El héroe de otra historia es C. Auguste Dupin, un joven francés que desentraña con ingenio la verdad que hay detrás de los sorprendentes degüellos de dos mujeres. El cadáver de la joven es hallado en una casa de París, metida cabeza abajo en la chimenea. En cuanto a su madre, le han cortado el cuello de tal modo, que cuando la policía trata de levantar el cuerpo, la cabeza se desprende. A primera vista había objetos valiosos en las habitaciones, pero el perturbado intruso los había dejado intactos. La singularidad del crimen sumió en la más completa confusión a la policía de París, a la prensa y a los testigos; en suma, a todo el mundo. A todo el mundo excepto a C. Auguste Dupin.
Dupin comprendió.
Comprendió que la naturaleza sorprendente de las muertes era lo que las hacía fáciles de resolver, pues las diferenciaba en seguida de la confusa turbulencia de los delitos de todos los días. A la policía y a la prensa les parecía que los asesinatos no podía haberlos perpetrado ninguna persona por un motivo racional, porque no hubo tal persona. El razonamiento de Dupin siguió un método que Poe llamó raciocinación: el empleo de la imaginación para llevar a cabo un análisis, y el análisis para alcanzar las alturas de la imaginación. Mediante este método, Dupin mostró cómo un extraño orangután, al que el mal trato había provocado un insólito ataque de rabia, había escapado de su dueño y cometido aquellas horribles atrocidades.