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Entre 1845 y su muerte en octubre de 1849 escribí nueve cartas a Poe. Como contestación recibí cuatro notas corteses y sinceras de su puño y letra.

Sus comentarios más vigorosos los reservaba para sus ambiciones respecto a la revista que se proponía lanzar, The Stylus. Poe había pasado años editando revistas ajenas. Decía que su revista por fin permitiría a los hombres de genio triunfar sobre los hombres de talento; hombres que podían sentir, en lugar de hombres que podían pensar. No alabaría a ningún autor que no lo mereciera y publicaría toda la literatura en la que se unieran claridad y, lo que era más importante, verdad, una verdad no por sí misma, sino por lo novedoso de ser tal verdad. Llevaba muchos años esperando lanzar su propia revista. El verano anterior a su muerte me escribió que si la espera hasta el Día del Juicio incrementaba sus posibilidades de éxito, ¡aguardaría! Pero, añadía, esperaba sacar el primer número el próximo mes de enero.

Poe se refería con emoción a su viaje a Richmond para conseguir financiación y apoyo, y comentaba que si todo salía como esperaba, su éxito final era seguro. Necesitaba obtener fondos y suscripciones. Pero continuaba siendo señalado por los rumores de la llamada prensa profesional, que le atribuía hábitos irregulares e inmorales, insania mental, inadecuadas frivolidades románticas y excesos generalizados. Los enemigos, decía, siempre estaban dispuestos a saltar sobre él por publicar críticas honradas de sus escritos, y por haber tenido el coraje de señalar la absoluta de originalidad de ciertos autores consagrados como Longlellow y Lowell. Temía que la animosidad de unos hombrecillos malograra sus esfuerzos, presentándolo como un beodo, un borracho indigno que no merecía tener ninguna influencia pública.

Eso es lo que me dijo cuando le pregunté. Le pregunte abiertamente, quizá demasiado. ¿Eran ciertas esas acusaciones que yo había estado escuchando durante años? ¿Era él, Edgar A. Poe, un borracho que se había entregado a los excesos?

Su respuesta me hizo sentir que de algún modo yo podía conocer a Poe, conocer su mente y su corazón. Me escribió la respuesta sin el más leve aire ofendido ni conciencia alguna de superioridad. Me aseguraba, a mí, un desconocido y un presuntuoso, que era totalmente abstemio. Muchos lectores podrían cuestionar mi competencia para juzgar su veracidad, pero mi instinto me dictaba de manera inequívoca que las palabras de aquel hombre eran ciertas. En mi siguiente carta, le respondí que confiaba sin reservas en su palabra. Entonces, cuando ya me disponía a sellar mi respuesta, decidí ofrecerle algo mejor que aquello.

Ésta era mi oferta: perseguiría legalmente a cualquier falso acusador que se propusiera malograr sus esfuerzos para lanzar The Stylus. Con anterioridad habíamos representado los intereses de algunas publicaciones locales, lo que me aportó la experiencia adecuada. Haría mi trabajo para evitar que alguien pisoteara al genio, lista sería mi obligación, como la suya era asombrar al mundo de vez, en cuando.

«Gracias por su promesa acerca de The Stylus- escribió Poe en su carta de contestación, que yo leí orgulloso-. Si puede ¿Me ayudará? No puedo ser más explícito. Dependo implícitamente de usted.»

Fue poco antes de que Poe iniciara su gira de conferencias en Richmond. Animado por esa respuesta a mi oferta, volví a escribir vertiendo innumerables preguntas sobre su Stylus y acerca de dónde pensaba sacar el dinero. Esperé que me contestara mientras estaba de gira, y por eso visitaba la oficina de correos. Cuando el trabajo consumía mi tiempo, comprobaba las listas de cartas a la espera de ser recogidas, que regularmente el jefe de correos insertaba en los periódicos.

Había estado leyendo más que nunca la obra de Poe, en particular tras la pérdida de mis padres. Algunos consideraban de mal gusto que me dedicara a leer una literatura que con frecuencia tocaba el tema de la muerte. Pero si bien en Poe la muerte no es un asunto agradable, tampoco está prohibido. Ni constituye una fijación. La muerte es una experiencia a la que puede darse forma con la vida. La teología nos dice que los espíritus viven más allá del cuerpo, y Poe así lo cree.

Peter, desde luego, ya había rechazado explícitamente la idea de que nuestro bufete hiciera suya la causa de The Stylus.

– ¡Antes me dejaría cortar la mano que malgastar tiempo aburriéndome con revistas de maldita narrativa! Antes me tiraría debajo de un ómnibus que…

Ya pueden ustedes hacerse una idea de lo que pretendía decir.

Probablemente ustedes habrán adivinado que la verdadera razón de que Peter me pusiera tales objeciones se debía a que yo no podía responder a sus preguntas acerca de una minuta. En los periódicos se informaba regularmente de que Poe no tenía un centavo y era un muerto de hambre. ¿Por qué hacernos cargo nosotros de lo que otros no querrían?, argumentaba Peter sensatamente. Yo señalé que la fuente de nuestros cobros era obvia: la nueva revista. ¡Tenía el éxito garantizado!

Lo que yo quería decirle también a Peter era: «¿No has sentido alguna vez que estás convirtiéndote en un ser vulgar por efecto de la rutina forense? Olvida las minutas. ¿No te gustaría proteger algo que sabes que es grande y que los demás tratan de profanar? ¿No te gustaría contribuir a cambiar algo, aunque eso significara cambiar tú mismo?» Esta argumentación no hubiera surtido el menor efecto en Peter. Y cuando Poe murió, Peter se sintió satisfecho de que el asunto hubiera terminado.

Pero yo no lo estaba; en el fondo, no. Cuando leía en los periódicos el panegírico de Poe con las mismas voces acerbas que lo ofendieron, mi deseo de proteger su nombre no hizo sino aumentar. Algo tenía que hacerse, y más aún que antes. Cuando vivía, al menos podía hablar para defenderse. Lo que más hondamente me indignaba era que aquellos quisquillosos gusanos de estiércol que no sólo embellecían los hechos negativos concernientes a la vida de Poe, sino que se arremolinaban en torno al escenario de su muerte como mosquitas hambrientas. Ésa era la prueba última, el símbolo máximo según su lógica- de una existencia dominada por una moral frágil, el final de Poe, por miserable y degradado, servía para confirmar la oscuridad de su vida y las imperfecciones de su producción literaria, proclive a lo morboso. Querían una lección y una advertencia, y ahora las habían encontrado. Pensad en el miserable fin de Poe, graznaba un periódico.

¡Pensad en su miserable fin!

¿No pensáis en su genio sin precedentes? ¿En su maestría literaria? ¿En cómo, en ocasiones, prendió una chispa de vida en sus lectores cuando éstos no sentían ninguna? ¡Pensad ahora en arrojar de un puntapié un cuerpo sin vida a una fosa, y en golpear la frente fría de un cadáver.

Id a visitar esa tumba en Baltimore (aconsejaba el mismo periódico) y percibid en el aire en torno a ella la pavorosa advertencia que nos transmite la vida de este hombre.

El día que leí eso, manifesté que era preciso hacer algo. Peter se echó a reír.

– No puedes entablar un proceso; ¡el hombre está ahora bajo tierra! -dijo Peter-. ¡No tendrás cliente! Déjalo descansar y descansemos nosotros.

Peter se puso a silbar. Siempre que se sentía desdichado, tenía la costumbre de silbar una tonada popular, incluso en medio de una conversación.

– Estoy cansado de que me contraten por poco dinero para decir o hacer algo distinto de lo que creo, Peter. Yo me comprometí a representar sus intereses. Una promesa, querido amigo, y no me digas que eso debería terminar cuando alguien muere…

– Probablemente hubiera aceptado tu ayuda sólo para evitar que lo siguieras fastidiando con el asunto. -Peter advirtió que sus palabras me molestaban, e insistió sobre el tema en un tono más afable pero más afilado-, ¿Es eso posible, amigo mío?