Dejé unas monedas de cobre para que el hombre continuara con sus debilidades, y me apresuré a regresar arriba, a la calle, para continuar con mi pesquisa.
El verdadero culpable se me revelaba allá donde la niebla aclaraba. En un momento dado, me pareció, en mi zozobra, que todos los transeúntes estaban dándole caza, poniendo su empeño en capturarlo.
¿Ya he dicho que nuestro Fantasma tenía más o menos mi estatura? Sí, y es verdad. Pero no pretendo sugerir que se me pareciera en nada. Es más, quizá yo era el único en las calles que no presentaba una estricta semejanza con mi sujeto. Yo tenía un pelo de color indeterminado, parecido a la corteza de un árbol, que mantenía bien cuidado, y unas facciones pequeñas, regulares y rasuradas que con demasiada frecuencia los demás consideraban aniñadas. Él -este Fantasma- tenía un cuerpo de complexión diferente. Sus piernas casi doblaban las mías en longitud (aunque las mías de ningún modo tenían un tamaño reducido), de modo que por más que yo apretaba el paso, no podía acortar la distancie) entre nosotros. Mientras corría a través de los alfilerazos de la lluvia y la niebla, me poseían pensamientos frenéticos y excitables sin otro vínculo en tres ellos que la emoción que me causaban, más allá de toda lógica. Choqué con un hombro, con otro, y una vez casi con todo el cuerpo de un hombre corpulento que pudo haberme aplastado contra el pavimento de ladrillo rojo de la acera. Resbalé en un rastro de suciedad y me manché el costado izquierdo de barro. Después de esto me encontré de repente solo: nadie a la vista.
Yo permanecía perfectamente tranquilo.
Habiendo perdido mi presa -o habiendo perdido él la suya, mis ojos se fijaron ahora en un punto, como si me hubiera calado unas gafas. Allí estaba yo, a menos de veinte yardas del sitio: del reducido camposanto presbiteriano, donde las delgadas lápidas de piedra que sobresalían del suelo apenas eran más oscuras que el aire que las rodeaba. Traté de pensar si en realidad el desconocido me había encaminado hasta allí a través de medio Baltimore mientras escapaba a mi persecución. ¿O ya se había esfumado cuando emprendí su búsqueda, antes de que me aproximara a aquel lugar? El lugar donde ahora reposaba Edgar Poe, aunque no podía reposar.
Muchos años antes, mediada mi adolescencia, se produjo un incidente en un ferrocarril, que tal vez debería explicar. Yo viajaba con mis padres. Aunque se permitía el acceso al vagón de las señoras a los miembros de sus familias, aquél iba ya completamente lleno y sólo pudo encontrar sitio mi madre. Yo me senté con mi padre unos pocos vagones más allá, y recorríamos el tren a intervalos regúlales para visitar a mi madre en aquel compartimiento en el que no había lugar para los escupitajos y los juramentos. Después de una de esas excursiones, regresaba yo a nuestros asientos delante de mi padre -tino aborrecía apartarse de mi madre si podía evitarlo- y resultó que tíos caballeros ocupaban los asientos que momentos antes eran los nuestros. Les expliqué cortésmente su equivocación. Uno de ellos se puso muy furioso, y me advirtió que «tendría que pasar por encima de su cadáver» para recuperar nuestras plazas.
– Es lo que pienso hacer si no se aparta inmediatamente -repliqué.
– ¿Qué acabas de decir, muchacho?
Y repetí la misma afirmación absurda con idéntico tono tranquilo.
Imagínenme como un chico más bien delgado, de quince años, de complexión podría decirse que fibrosa. En circunstancias normales yo hubiera pedido excusas al ocupante y me habría apresurado a buscar otros asientos. Pero ustedes se preguntarán por el segundo intruso de este episodio, el otro individuo que se apoderó de nuestros asientos. Por la semejanza de la parte del rostro en torno a los ojos, era el hermano del primero, y por el movimiento de la cabeza y por su mirada deduje que era un retrasado mental.
Puede que se extrañen ustedes de mi reacción. Hasta poco antes me había visto respaldado por la presencia de mi padre. Él siempre era el soberano allá donde se encontraba. ¿Saben? En aquel momento era para mí perfectamente natural asumir que también yo podía adecuar el mundo a mi forma de entender las cosas. Y por ahí me llegó, como reptando, la decepción.
Aquel villano no paró de descargar fuertes golpes en mi cara y en mi cabeza, hasta que regresó mi padre. Menos de un minuto después, mi padre y un revisor me zafaron de él y expulsaron a los dos hombres a otro vagón que se desengancharía en la siguiente estación.
– Y ahora, ¿en qué te has metido, chico? -me preguntó luego mi padre, mientras yo permanecía atravesado en nuestros asientos, con la mente confusa.
– ¡Tenía que hacerlo, padre! ¡Tú no estabas allí!
– Lo has provocado. Te podían haber matado. ¿Qué te proponías demostrar, Quentin Hobson Clark?
Al evocar la borrosa imagen del hombre que me daba una lección, de pie, sobrepasándome en estatura y tranquilizándome con su serenidad, fui consciente de la diferencia que existía entre nosotros.
Ahora pensaba en la advertencia que acababa de recibir. No es prudente entrometerse… La imagen del Fantasma se había incrustado en mi mente como el demonio del tren en mí adolescencia. ¡Cómo ardía en deseos de hablar de ello! Por entonces, mi tía abuela pasaba unos días conmigo para supervisar la administración doméstica. ¿Podía hablarle a la tía Clark acerca de la amenaza?
«A ti tenían que haberte cogido de pequeño y haberle educado con esmero» o algo parecido, una tía abuela paterna, y aplicaba la severidad de los principios de mi padre en materia de negocios a promover, de modo más general, la sobriedad en el comportamiento. La tía Clark había escogido a mi padre como objeto de su amor por encima de todos los miembros de nuestra familia, por sus «recios pensamientos sajones». Su afecto por mi padre pareció haberse desplazado hacia mi persona, en parte acrecentándose, y velaba por mí con genuino interés.
No, no se lo dije a mi tía abuela Clark, y ella se fue de Glen Eliza poco después. (¿Podía habérselo dicho a mi padre, de haber vivido?)
Quise decírselo a Hattie Blum. Pero ¿qué hubiera pensado? A ella siempre le gustó saber de mis iniciativas personales. Solo ella fue capaz de hablarme, tras la muerte de mis padres, en un tono y con una confianza como si comprendiera que, si bien aquéllos habían la fallecido, no se correspondían en mi mente con los cuerpos que enterramos. Pero no nos habíamos visto desde el día en que se suponía íbamos a prometernos, y yo no era capaz de precisar hasta qué punto entendería mi interés por el asunto que me absorbía.
En cierto modo, las palabras del Fantasma me intrigaron tanto como me sobresaltaron. No es prudente entrometerse en ciertos asuntos e ir propalando ruines mentiras. Aunque me estaba advirtiendo de que desistiera, las crípticas palabras equivalían a un reconocimiento de que era posible entrometerse en los asuntos de Poe; en otras palabras, que tales asuntos aún podía modificarlos yo. En ese sentido» aquella advertencia me dio ánimos.
Había momentos en los que mis pensamientos se centraban en algún informe legal o en alguna otra cuestión rutinaria, pero siempre resurgía el recuerdo de aquella amenaza. Yo experimentaba unas emociones que sólo me resultaban remotamente familiares y, a decir verdad, sólo indeseadas a medias.
A mitad de una larga tarde en el despacho, me hallaba sentado contemplando la calle desde mi escritorio. Peter se encontraba cerca de mí. Estaba en plena reprimenda a un escribiente a propósito de la calidad de cierta declaración jurada, cuando dirigió la mirada hacia mí. Regresó a su perorata y luego se volvió bruscamente a mirarme de nuevo.
– ¿Todo va bien, Quentin?
Yo tenía la costumbre de caer ocasionalmente en una especie de encantamiento, con la mirada fija, como encandilada, perdida en el aire sin observar nada en particular. Eso me sucedía, sobre todo, cuando era presa de la ansiedad. Aquellos estados de ensoñación le llamaron mucho la atención a Peter y le preocupaban. Agitó ruidosamente la bolsa de bolas de jengibre que yo había estado comiendo.