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– ¿Todo va bien, Quentin?

– Todo va bien -le aseguré.

Se dio cuenta de que yo no iba a decir más, volvió junto al escribiente y reanudó la reprimenda con la palabra exacta en que la había interrumpido.

Yo no podía permanecer callado por más tiempo.

– De acuerdo. ¡Sí! ¡Todo va bien salvo que me han amenazado! -exclamé de repente-. ¡O sea que todo va mal!

Peter se apresuró a hacer salir al escribiente, que se escabulló de la habitación. Cuando estuvimos solos, mi lengua se desató y le di cuenta hasta del último detalle del incidente durante mi trayecto al ateneo. Peter se sentó en el borde de su silla, escuchando con un sorprendente grado de interés. Al principio, incluso compartió la inquietud que despertaba tan increíble incidente, pero no tardó en volver a ser el de siempre y a desechar por completo el asunto. Manifestó que el Fantasma no era más que un lunático.

De algún modo sentí la necesidad de defender, incluso con insistencia, la tesis de la amenaza.

– ¡No, Peter; no era en absoluto un lunático! En sus ojos había algún propósito racional…, una rara inteligencia.

– ¡Vaya lance de capa y espada! ¿Y por qué…? ¿Por qué tendrías que preocuparte de ese sujeto…? ¿Se trata de uno de nuestros casos de hipotecas?

Respondí con una bronca carcajada que pareció ofender a Peter, como si negar el potencial interés de un supuesto lunático por nuestras disputas en materia de hipotecas devaluase toda la profesión legal. Pero lamenté el tono, y con más calma expliqué que con seguridad el asunto guardaba alguna relación con Edgar Poe. También le conté que había estado estudiando recortes de prensa sobre Poe y que aprecié importantes inconsistencias.

Por ejemplo, en todas partes aparece la insinuación, la sugerencia de que Poe murió por causa de su «fatal debilidad», como decían, dando a entender que se trató de la bebida. Pero ¿Quién era el testigo de ello? ¿Acaso no informaron algunos de esos mismos periódicos, sólo unas semanas antes, de que Poe se había afiliado a los Hijos de la Templanza, en Richmond, y que había mantenido con exilo su juramento?

– ¡Un completo bribón y poeta ese Edgar Poe! -dijo Peter-. Leerlo es como entrar en un osario y respirar su aire.

– ¡Tú nunca lo has leído, Peter!

– ¡Así es, y precisamente por eso! Me sorprendería que cada vez hubiera más gente que lo leyera. Incluso los títulos de sus narraciones son de pesadilla. Sólo el hecho de que tú te preocupes por él, Quentin Clark, ¿debería significar que alguien más se preocupa? ¡Nada de eso tiene que ver con Poe, eres tú quien se empeña en que tenga que ver con él! Esa advertencia que crees haber oído, seguro que no guarda relación con él, ¡salvo en las desordenadas lucubraciones de tu mente! -concluyó, levantando las manos.

Quizá Peter tenía razón y el Fantasma no había dicho nada específicamente acerca de Poe. Pero ¿podía estar yo tan seguro? Pues lo estaba. Alguien quería que detuviera mi investigación sobre la muerte de Poe. Me constaba que alguien conocía la verdad de lo sucedido con Poe aquí, en Baltimore, y eso es lo que otros temían. Yo debía dar con esa verdad y averiguar el porqué de todo aquello.

Un día, comprobando algunas de las copias que el escribiente había hecho de un importante contrato, un oficinista asomó la cabeza a mi despacho.

– Señor Clark, de parte del señor Poe.

Sobresaltado, le pedí confirmación.

– ¿Poe?

– Del señor Poe -repitió, haciendo ondear una hoja de papel ante su rostro.

– ¡Oh!

Le hice un gesto para que me entregara la carta. Era de un tal Neilson Poe.

El nombre me resultaba familiar por los periódicos: se trataba de un abogado que representaba ante los tribunales a muchos autores de desfalcos, ladrones y delincuentes de poca monta. Durante un tiempo fue director de la comisión del Ferrocarril de Baltimore y Ohio. Unos días antes yo había dirigido una nota a Neilson preguntándole si era pariente del poeta Edgar Poe, y le solicitaba una entrevista.

En su respuesta, Neilson me agradecía el interés por su parentesco, pero me comunicaba que los deberes de nuestra ardua profesión hacían imposible una cita en las semanas siguientes. ¡Semanas! Contrariado, recordé una noticia sobre Neilson Poe leída en las últimas columnas de la crónica de tribunales de los periódicos, y me apresuré a ponerme el abrigo.

Neilson, según los avisos del día en el palacio de justicia publicados en el periódico, en aquel momento estaba defendiendo a un hombre, Cavender, procesado por agresión y tentativa de violación de una joven. El caso Cavender se había aplazado para el día en que acudí al palacio de justicia, de modo que me dirigí a los calabozos situados en el sótano. Me identifiqué ante el oficial de policía, presentándole mis credenciales de abogado, y fui conducido a la celda del señor Cavender. En el interior, oscuro y reducido, un hombre vestido de preso estaba sentado, sumido en íntima conversación con otro ataviado con un magnífico traje y con una expresión de imperturbable calma: sin duda alguna, su abogado. Permanecían intactas una jarra de cerámica con café y una bandeja con pan blanco.

– ¿Un día duro en la sala? -le pregunté en el tono propio de un colega, fijando la vista en el sombrío aspecto del preso.

El hombre del traje se levantó del banco que había en la celda.

– ¿Quién es usted, caballero? -inquirió.

Le tendí la mano a través de los barrotes a aquel hombre, al que había visto por vez primera en el entierro en Greene y Fayette.

– Señor Poe, soy Quentin Clark.

Neilson Poe era bajo, iba rasurado y tenía una frente que revelaba inteligencia; casi tan despejada como la de Edgar en sus retratos, pero con facciones más acusadas, que recordaban las de un hurón, con ojos inquietos y oscuros. Imaginé los ojos de litigar Poe con más brillo, pero opacos en los momentos ele creación y emoción. Aun así, aquel hombre, a primera vista y en aquel lugar en penumbra, casi podía haber pasado por el doble del gran poeta.

Neilson dijo a su cliente que salía un momento, un preso, que había permanecido un instante antes con la cabeza entre las manos, se puso en pie con súbito vigor y contempló aterrorizado cómo salía su defensor.

– Si no me equivoco -me dijo Neilson mientras el guardia cerraba la puerta de la celda-, le puse en mi nota que estaba desbordado de trabajo, señor Clark.

– Pero esto es importante, mi querido señor Poe. Atañe a su primo.

Neilson hojeó torpemente algunos documentos judiciales como para recordarme que tenía otros casos entre manos.

– Sin duda se trata de un asunto de gran interés personal para usted -aventuré.

Sacudió la cabeza, impaciente.

– El asunto de la muerte de Edgar Poe -precisé, tratando de explicarme mejor.

– Mi primo Edgar vagaba de un lado para otro sin descanso, en busca de una vida de auténtica tranquilidad, una vida como la que usted o yo por fortuna disfrutamos, señor Clark -dijo Neilson, paseando una larga mirada por las celdas de los presos. Pero hace mucho tiempo que se le escapó esa posibilidad.

– ¿Qué hay, por ejemplo, de sus planes de fundar una revista de primer orden?

– Sí… planes.

– Los hubiera llevado a cabo, señor Poe. Tan sólo le preocupaba que sus enemigos se adelantaran…

– ¡Enemigos! -me cortó. Neilson hizo una pausa, mientras me contemplaba con los ojos muy abiertos. Con un tono nuevo, precavido, inquirió-: Dígame, caballero, cuál es el interés personal que le ha traído hasta aquí abajo para encontrarse conmigo.

– Soy… era su abogado, señor -respondí más calmado. Me ofrecí a defender su nueva revista de los previsibles ataques, y él aceptó cordialmente. Si tenía enemigos, señor, me gustaría mucho saber quiénes eran.