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– ¿Es un hombre en el que puede confiar, señor Clark?

– No.

Henri Montor, el representante francés en Washington, estaba preocupado. En su país, los republicanos rojos y sus seguidores cada vez elevaban más el tono de sus protestas. Vive la République!, se gritaba en las plazas. Los parisienses se mostraban inquietos si transcurrían muchos meses sin luchas políticas, pensó Montor, y por eso ahora estaban volviendo sus mentes contra Luis Napoleón. Los resultados podían ser catastróficos.

No extraigan conclusiones precipitadas. Monsieur Montor no sentía especial afecto por Luis Napoleón -el presidente-príncipe, un producto consentido y arrogante de la fama, que había protagonizado dos intentos fallidos y torpes de hacerse con el poder-, pero a Montor le agradaba su actual posición y no sentía ningún deseo de que se viera alterada. Lo que le gustaba no era Washington, con su comida fría incluso en el comedor de los mejores hoteles (¡incluso los pasteles de maíz estaban calientes sólo a medias!), sino el hecho de ser representante en otro país.

Montor leía todos los periódicos franceses que podían encontrarse en Washington (fue durante esta actividad, recuérdenlo, cuando tiempo atrás, su interés se vio atraído por un baltimorense que leía artículos acerca de un tal Auguste Duponte). Montor observó más tarde que un mayor número de periódicos franceses criticaba al presidente-príncipe. En tono menor, pero no menos evidente. Ahora Napoleón había ordenado al prefecto y a la policía cerrar los periódicos desafectos. ¿Qué les provocaba ansiedad, realmente, a Napoleón y sus consejeros? ¿Qué esperaban que hicieran los revolucionarios? ¿Qué gran plan podían urdir ahora? ¡Francia ya era una república! Podían elegir a alguien que no fuera Luis Napoleón. Pero tal vez se proponían debilitar primero la posición de Napoleón como para que un enemigo del exterior tomara ventaja… No, monsieur Montor no adivinaba más que otros el verdadero plan. Pero constantemente se inquietaba por los acontecimientos en torno a los Campos Elíseos.

También tenía preocupaciones menores; preocupaciones locales. Había un francés al que habían tiroteado en Baltimore. Decían algunos que era aquel infame abogado bribón, el fatuo «barón» Claude Dupin, que había estado viviendo en Londres. Era barón ¿de qué? Daba igual; aquel bobo se había metido, sin duda, en algún asunto turbio. Pero era francés, y el jefe de policía de Baltimore escribió al respecto a monsieur Montor.

El suceso se había producido semanas antes, y ya ni siquiera ocupaba la mente de Montor aquella noche. Sólo pensaba en dormir. Disfrutaba de dos grandes placeres en la vida, y en su favor hay qué decir que ninguno guardaba relación con superficiales inquietudes de riqueza o poder. Eso era lo que lo diferenciaba de hombres como los ministros del príncipe. A Montor le gustaba más conversar y ser admirado por los extranjeros, a lo que ya aludimos, y además le gustaba dormir muchas horas seguidas.

¿Fue en uno de los encuentros de Montor con aquel joven baltimorense en la sala de lectura, estudiando artículos sobre Auguste? Duponte. Montor habló con respeto de Duponte. No podía recordar la última vez que oyó hablar de una de las magníficas hazañas de Duponte, pero no importaba. Aquel joven estaba tan absorbido, que; Montor no quiso apartarle de su estudio. Fue hace algún tiempo, casi seis meses antes, y Montor, que tenía mala memoria, apenas recordaba al joven caballero y sus numerosas conversaciones. Hasta aquella, noche, cuando Montor iba camino de su casa. Le costó un rato llegar a la conclusión de que era extraño que en su chimenea estuviera ya rugiendo el fuego, y otro momento más para advertir que alguien estaba sentado a su mesa.

– ¿Quién…? ¿Qué es…? -Montor no podía creer sus propias palabras-. ¿Quién le ha dado permiso para entrar, señor, y qué pretende?

No hubo respuesta.

– Yo llamaría a esto allanamiento… -advirtió Montor-. Dígame su nombre -le exigió.

– ¿No me conoce? -fue la respuesta en elegante francés.

Montor bizqueó. En su descargo hay que precisar que la luz era débil y el aspecto de su visitante, más bien horrible y macilento.

– Sí, sí -dijo, pero no podía recordar el nombre-. Aquel joven de Baltimore…, pero ¿cómo ha entrado aquí?

– Hablé con su criado en francés y le dije que íbamos a mantener una importante reunión oficial que debía desarrollarse en privado. Le ordené que regresara dentro de dos horas y le pagué por las molestias.

– Usted no tenía derecho…

– ¡Sí! Ahora Montor recordó su rostro-. Lo recuerdo. Lo conocí en la sala de lectura, estudiando los periódicos franceses. Lo ayudé con el francés y lo llevé a algún sitio, Quentin, ¿verdad? Andaba buscando al verdadero Dup…

– Quentin Hobson Clark. Sí, lo recuerda.

– Muy bien, monsieur… Clark. -La maquinaria mental di Montor ahora se ponía en marcha- Debo pedirle que abandone mi casa inmediatamente.

Montor estaba alarmado por tener a un intruso en su vivienda, aunque se tratara de quien previamente fue un conocido suyo y pareciera del todo inofensivo. También se alarmó al oír el nombre, Quentin Clark. Casi no había retenido el nombre en la sala de lectura, pero más tarde ese mismo nombre significó algo más para él. Montor necesitó unos momentos para ser capaz de emitir un sonido, y le salió como un simple aliento:

– ¡Asesino! ¡Asesino!

– Monsieur Montor -dije cuando finalmente se hubo calmado-, creo que usted lo sabe todo acerca del barón Dupin.

– Usted… -empezó-. Pero usted…

Finalmente Montor fue capaz de explicar que el nombre de Clark le había sido telegrafiado como el sospechoso del intento de asesinato de un francés.

– Sí. Soy yo. Pero yo no le disparé a nadie. Creo, por otra partí, que usted sabe algo para ayudarme a determinar quién lo hizo.

Ahora Montor pareció menos proclive a las exclamaciones.

– ¿Ayudarlo? ¿Después de que ha invadido mi casa y ha sobornado a mi sirviente? ¿Por qué está haciendo esto?

– Sencillamente, por la verdad. Me he visto obligado a buscarla a pecho descubierto, y la encontraré.

– ¡Me dijeron que estaba usted en la cárcel!

– ¿Eso le dijeron? ¿Le dijeron también que me estaban administrando veneno para manipularme y arrancarme una confesión?

Montor balbució:

– ¡No sé qué quiere usted que diga, monsieur Clark! ¡No tengo nada que ver con ese juego sucio y jamás he conocido a ese… a ese… supuesto barón!

– Los hombres que lo perseguían eran un par de matones franceses. Creo que estaban al mando de alguien…, de una persona de gran inteligencia y capacidad de previsión. -Desde que Bonjour me dijo que no podían haber trabajado para los acreedores del barón, y dado que los propios sicarios hablaron de «órdenes», me di cuenta de que eran algo más que unos simples bribones-. Sin duda usted está al tanto de los franceses que entran y salen de esta zona.

– ¡Yo no me pongo en el puerto a atisbar por los ojos de buey de los barcos, monsieur Clark! Usted sabe que la policía lo estará buscando por esta… esta transgresión dolosa. -Frunció el ceño, recordando que ya me andaban buscando por otra transgresión muchísimo peor-. Parece usted muy distinto de cuando nos conocimos, monsieur.

Me puse en pie y lo miré fríamente.

– Creo que usted sabe dónde se esconderían unos hombres como ellos y quién les daría asilo. Usted conoce a todos los ciudadanos franceses importantes que residen en la región de Baltimore. Quizá algunos personajes peligrosos como esos matones incluso acudirían a usted.

– Monsieur Clark, yo trabajo directamente para Luis Napoleón desde que ha alcanzado la presidencia. Si aquí hubiera franceses fuera de la ley y quisieran esconderse de sus autoridades y de las nuestras, no acudirían a mí. Lo entiende, ¿verdad? Piense en ello. -Se dio cuenta de que prestaba mucha atención a este punto, y ahora trató de desviarse a otros temas para ganarse mis simpatías-. ¿Acaso no lo ayudé en su investigación sobre Auguste Duponte, el verdadero monsieur Dupin? Sí; ¿y qué hay de eso? ¿Lo encontró en París?