– Un cliente que está muerto… ¡Qué curioso!
– ¡Un nuevo proceso, Poe!
Pareció que Neilson sopesaba mis palabras, cuando su cliente se precipitó contra la puerta de la celda.
– ¡Solicite un nuevo juicio, señor Poe! ¡Sería una buena campanada! ¡Yo soy inocente de todos los cargos, Poe! -exclamó-. ¡Esa chica es una redomada embustera!
Al cabo de un momento, Neilson logró calmar a su desanimado cliente y le prometió regresar más tarde.
– Es necesario que alguien defienda a Edgar -dije.
– Debo atender otro asunto ahora, señor Clark. -Echó a andar apresuradamente por el lóbrego sótano. Se detuvo, se volvió hacia mí y añadió de mala gana-: Acompáñeme a mi despacho si quiere que sigamos hablando. Allí tengo algo que acaso le gustaría ver.
Caminamos juntos por la calle St. Paul. Cuando penetramos en las modestas y atestadas habitaciones donde ejercía, Neilson comentó que al recibir mi carta de presentación quedó sorprendido por el parecido de mi caligrafía y la de su difunto primo.
– Por un momento pensé que estaba leyendo una carta de nuestro querido Edgar -comentó despreocupadamente-. Un caso intrigante para un grafólogo.
Fue quizá la última palabra amable que dedicó a su primo. Me ofreció una silla.
– Edgar era temerario, incluso de niño, señor Clark -empezó-. Tomó por esposa a nuestra hermosa prima Virginia cuando ella tenía trece años, apenas salida de la niñez. Pobre Sissy, así es como la llamábamos: él se la llevó de Baltimore, donde siempre había estado segura. La casa de su madre, en la calle Amity, era pequeña pero, al menos, ella estaba rodeada de una familia entregada a su cuidado. Él pensó que si esperaba tal vez perdería el afecto que ella le profesaba.
– Pero sin duda Edgar la cuidó con más cariño que nadie -repliqué.
– Señor Clark, aquí está lo que yo quería que viera. Acaso esto lo ayude a comprender a Edgar.
Neilson sacó de un cajón un retrato que dijo haberle enviado Maria Clemm, la madre de Sissy (tía y suegra de Edgar). Mostraba a Sissy, una joven de unos veintiún o veintidós años, de cutis perlado, cabello lustroso, negro como un cuervo, los ojos cerrados y la cabeza ladeada, en una postura a un tiempo apacible e inexpresablemente triste. Comenté la impresión de vida que desprendía el retrato.
– No, señor Clark -replicó, palideciendo-. La impresión de muerte. Es su retrato de cuerpo presente. Tras su fallecimiento, Edgar se dio cuenta de que no tenía otro retrato suyo y mando hacer éste. No me gusta enseñarlo, porque capta pobremente el espíritu que la animaba en vida…, con ese aspecto pálido y mortal… Pero para él tenía valor. Mi primo, ¿sabe usted?, no podía abandonarla ni muerta.
Con el retrato había algunos versos escritos por Virginia. Edgar el año antes de su muerte, en los que se refería a vivir en un chalé maravilloso del que «las lenguas chismosas» estarían muy alejadas. “Sólo el amor nos guiará cuando estemos allí -podía leerse en el tierno poema-, y el amor curará mis debilitados pulmones.”
Neilson apartó el retrato pero lo dejó donde aún pudiera verlo. Explicó que en sus últimos años Virginia necesitó la más tu cuidadosa atención médica.
– Tal vez él la amase. Pero ¿podía Edgar aportarle los cuidados precisos? Edgar hubiera hecho mejor encontrando a una mujer rica. -Neilson hizo una pausa al pensar en eso y pareció cambiar de tema-. Hasta que yo tuve la edad de usted, ¿sabe?, publique periódicos y revistas y escribí columnas. Conocí la vida literaria dijo con una pizca de orgullo distante-. Sé de su atractivo para el espíritu inmaduro, señor Clark. Pero nunca he dejado de enfrentarme también a la realidad, y sé hacer algo mejor que continuar apegado a una cosa, una vez ha quedado demostrado que es perder el tiempo, como fue el caso de los escritos de Edgar durante muchos años. John Allan, el hombre que se hizo cargo de Edgar tras la muerte de sus padres, también quería escribir, por lo que yo sé, pero lo conocí como un hombre que tenía que alimentar a su familia dedicándose a los negocios. Edgar hubiera debido dejar de escribir. Sólo eso pudo haber salvado a Sissy, pudo haber salvado al propio Edgar.
Por lo que se refiere a los últimos meses de Poe, y a su intento final de conseguir éxito económico, Neilson me habló del propósito de su primo de reunir dinero y suscripciones para la proyectada revista The Stylus, pronunciando conferencias y visitando a la buena sociedad de Norfolk y Richmond. En esta última ciudad reanudó una relación con una mujer rica, como la describió aprobatoriamente Neilson.
– Su nombre era Elmira Shelton, una mujer de Richmond a la que Edgar había amado mucho antes.
En su juventud, Edgar y Elmira se habían prometido antes de que él partiera para estudiar en la Universidad de Virginia; pero el padre de Elmira se oponía a la relación, e interceptó las continuas cartas de Poe para que su hija no las viera. Interrumpí a Nielson para preguntarle la razón.
– Quizá porque Edgar y Elmira eran jóvenes… y Edgar era poeta… Y no olvide que el padre de Elmira conocía al señor Allan. Hablaría con él y se enteraría de que no era probable que Edgar heredase algo de la fortuna de Alian.
Cuando Edgar Poe se vio obligado a regresar de la universidad porque John Allan se negó a pagar sus deudas, asistió a una fiesta en casa de la familia de Elmira, donde supo, para su decepción, que ella estaba prometida a otro.
En el verano de 1849, cuando volvieron a encontrarse, el marido de Elmira había muerto, como también Virginia Poe. La muchacha despreocupada de tantos años antes era ahora una viuda rica. Edgar le leyó poemas y evocó con humor su pasado. Se afilió al capítulo local de Richmond de la Sociedad de la Templanza, y juró a Elmira que mantendría su compromiso. Decía que un amor que duda no era un amor para él, y le regaló un anillo. Ahora compartirían una nueva vida.
Tan sólo unas semanas más tarde, Edgar Poe fue hallado en Ryan's, aquí, en Baltimore, y conducido a toda prisa al hospital, donde murió.
– Durante los últimos años no vi a Edgar. Como imaginará usted, señor Clark, recibí una desagradable impresión cuando me dijeron que lo habían encontrado en un colegio electoral de la ciudad antigua, en mal estado, y que lo habían trasladado al hospital universitario. Un conocido mío, cierto señor Henry Herring, fue llamado al lugar de los hechos, en el Ryan's. Soy incapaz de precisar cuándo llegó Edgar a Baltimore, dónde se alojó el tiempo que estuvo aquí y en qué circunstancias.
– ¿De veras? -pregunté sorprendido, ¿Quiere usted decir que buscó esa información sobre la muerte de su primo, pero que no pudo hallarla?
– Consideré que era mi deber tratar de informarme, recurrir a mis relaciones, etcétera. Éramos primos, sí, pero también amigos, Edgar y yo teníamos la misma edad, y él no era lo bastante mayor como para considerar el fin de su vida. Espero que mi propia muerte sea pacífica y a la vista de todos, en algún lugar rodeado por mi familia.
– ¿Ha averiguado usted algo más?
– Me temo que fuera lo que fuese lo que le sucedió a Edgar, el secreto lo ha acompañado a la tumba. En ocasiones, señor Clark, la clase de vida que ha llevado un hombre ¿no hace que la muerte lo engulla sin dejar traza de él? ¿Sin dejar una sombra, ni siquiera la sombra de una sombra?
– Ése no es el caso en absoluto, señor Poe -dije en tono apremiante-. Su primo será recordado. Sus obras poseen una inmensa fuerza.
– Se desprende de ellas cierto poder, pero predomina el poder de la enfermedad. Dígame, señor Clark, ¿sabe usted algo más de la muerte de Edgar?
No le hablé del hombre que me advirtió que desistiera de indagar en la muerte de Poe. Algo me detuvo. Quizá esta duda fue el verdadero comienzo de una investigación. Quizá ya sospechaba yo que en el asunto había más, mucho más relacionado con Neilson Poe de lo que yo aún era capaz de ver.