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– Esto no tiene nada que ver con Auguste Duponte -dije.

No hice ningún movimiento amenazador, ningún gesto brusco hacia él. Pero se encogió. El que me considerase un salvaje y un violento casi me impulsó a mostrarle que estaba en lo cierto. Ni siquiera fue necesario pedirle que me contara cuanto sabía.

– ¡Los Bonaparte! -balbució de repente.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté, incomodado.

– En Baltimore -continuó-. Monsieur Jéróme Bonaparte.

– Usted me presentó a algunos Bonaparte en aquel baile de disfraces al que me llevó antes de mi salida hacia París. Jéróme1 Bonaparte y su madre. Pero ¿qué tendría que ver alguien como Jéróme Bonaparte con aquellos matones? Son parientes de Napoleón, ¿verdad?

– No. Sí. Quiero decir que no los que Napoleón reconoció. ¿Sabe? Cuando el hermano de Napoleón (o sea el verdadero Napoleón, el emperador)… Cuando su hermano viajaba por América como soldado, a los diecinueve años, cortejó a una joven americana, rica, y se casó con ella: Elizabeth Patterson. Usted la conoció en el baile… La «reina». Tuvieron un hijo, llamado Jéróme como su padre, al que conoció usted con ella, el hombre disfrazado de guardia turco. Cuando sólo era un bebé, el emperador Napoleón ordenó a su hermano que abandonara a Hit pobre mujer y, tras una breve resistencia, el hermano acabó obedeciendo. Elizabeth Patterson, abandonada, regresó con su hijo a Baltimore, y esta familia nunca fue reconocida por el emperador. Desde entonces ha permanecido apartada de su altanero tronco familiar.

– Comprendo -dije-. Haga el favor de continuar, monsieur Montor.

– Esos malhechores no me buscarían a mí, un funcionario del gobierno a cuyo frente está ahora Luis Napoleón, pero sí podrían anclar tras aquellos que fueron privados de llevar el nombre de Napoleón. Sí. -Abrió la boca y le embargó la emoción al comprender que ahora ésa era también su misión-. ¡Podrían, monsieur!

– ¿Tiene usted la guía de Baltimore? -pregunté.

Señaló una estantería en el corredor. Sus ojos se desplazaron desde mi persona hacia la ventana y la puerta. Momentáneamente mis preguntas habían captado su atención, pero pude ver que estaba preparando en su mente un indignado informe para la policía.

No importaba. Detuve mi dedo índice en la página adecuada y la arranqué. Todavía podía llegar a tiempo a la estación del tren antes de que los informes de Montor llegaran a oídos de la policía de Washington.

El revisor del tren no pareció preocuparse lo más mínimo pe mí cuando monté. Como precaución, me senté en el último vagón de pasajeros, y para observar mejor abrí la ventanilla junto a mi asiento lo que provocó miradas de censura cuando se precipitaron al interior ráfagas de aire frío. Un tipo escupió su tabaco junto a mis botas toda intención, pero yo me limité a apartar las piernas.

Buscaba señales de algo inusual, y me impuse no mantener le ojos cerrados más de unos pocos segundos. En un momento dado cuando el tren tomaba una curva, vi a un chico correr a lo largo frente del convoy y agarrarse temerariamente al rastrillo -el dispositivo situado delante y que obligaba a apartarse a los animales como ovejas, vacas y cerdos, que vagaban por las vías- y, encaramándose a él, consiguió colarse en el primer vagón. Me sobresalté pero me dije que se trataba de un simple polizón. Pronto olvidé muchacho, que se bamboleaba en la parte delantera, y eché una cabezada.

Me despertó una sacudida cuando el tren chocó, con un violento estremecimiento, y a continuación empezó a dar sacudidas y a reducir la velocidad, conforme se aproximaba a un puente sobre un barranco. Me puse en pie de un salto, y me disponía a preguntar qué había ocurrido cuando oí que otro hombre preguntaba lo mismo revisor y al ingeniero. El revisor le dirigió una mirada atolondrada como si estuviera asustado incluso de sí mismo.

– El tren se ha echado encima de una calesa con su caballo -dijo fríamente el ingeniero-. Dos señoras han salido despedidas y ha quedado destrozadas. De la calesa sólo quedan pedazos.

El revisor dejó atrás al ingeniero y se deslizó al siguiente vagón.

– ¡Santo Dios! -exclamó otro pasajero, mirándome en busca de una reacción igual.

Di varios pasos atrás y comprobé a través de la puerta que el vagón de carga iba enganchado al final del tren. La puerta estaba cerrada con llave.

Mis ojos se fijaron en el rostro del ingeniero. Traté de pensar sij había oído algún choque, y me maldije por haberme quedado dormido. El ingeniero parecía anormalmente tranquilo, habida cuenta de que acababa de presenciar un terrible accidente, tal vez con dos mujeres muertas.

– De la calesa sólo han quedado pedazos -dijo el ingeniero, y luego pareció aturdido al advertir que eso ya lo había dicho.

Yo observé como de pasada:

– No he oído el choque.

Claro, me había quedado dormido, pero pensé que era un detalle para tenerlo en cuenta. ¿Podrían estar mintiendo? ¿Habían reducido la velocidad para que la policía subiera al tren?

– Tiene gracia, señor -murmuró el molesto pasajero que tenía delante-. Yo tampoco he oído ningún choque, ¡y todo el mundo dice que tengo el oído más fino de Washington!

Esto me decidió. Me lancé a la puerta mientras la máquina continuaba frenando.

– ¡Eh, usted! ¡Alto! ¿Qué está haciendo?

El ingeniero gritó estas palabras mientras me agarraba del brazo, pero yo le di un fuerte empujón y tropezó con un bulto de equipaje. El pasajero que había hablado, en medio de una gran confusión trato de agarrarme, pero se detuvo cuando vio por la expresión de mi rostro que no iba a conseguirlo.

Forcé la puerta, salté a la franja de hierba que discurría a lo largo de la vía, y rodé hasta un lado del talud de forma abruptamente arqueada.

Capítulo 31

Más tarde, aprendí más acerca de los Bonaparte y su tranquila residencia en Baltimore durante décadas. Ahora solamente deseaba encontrarlos. Podía recordar vagamente a mis padres hablar del escándalo desencadenado muchos años antes -mucho antes de mi nacimiento- cuando el hermano de Napoleón Bonaparte se casó con la belleza más rica de Baltimore, Elizabeth Patterson. Ese hermano hacía tiempo que había retornado al lujo de Europa. Yo debía enfrentarme a los descendientes americanos del frívolo hermano de Napoleón -el Jéróme Bonaparte al que conocí disfrazado y a sus familiares y aliados- para averiguar si conocían a aquellos sicarios cuya existencia demostraría mi inocencia.

Pero de momento no me preocupaba particularmente la historia o las ambiciones de la familia Bonaparte. En ese momento la cuestión de mi supervivencia era demasiado real.

Aquellos Bonaparte americanos y su descendencia se habían multiplicado, estaban extendidos por toda la ciudad y mantenían muchas casas en Baltimore gracias a su riqueza, procedente de la familia Patterson y a la pensión que la esposa abandonada recibía de Napoleón. La primera dirección a la que acudí ya no les pertenecía, pero la doméstica que me atendió, una irlandesa metida en carnes, había recibido tantas visitas equivocadas como para saber adonde encaminarme. Aun así, recorrí distintos barrios y conocí a personas de lo más variado, antes de encontrar la residencia más prometedora: una de las casas de los nietos del hermano de Napoleón, sobrinos nietos no reconocidos del legendario Napoleón y, según mis cálculos apresurados, primos del actual presidente francés.