Prosiguiendo con el incidente del tren, estaba convencido de que eludía la policía de Washington, pero continué el viaje despacio y melódicamente, lo que resultaba exasperante en un asunto tan urgente. No era seguro salir a plena luz del día. Tras mi huida del tren, aguardé hasta la noche en una zanja pasando frío, hasta que pude regresar a salvo a Baltimore en un carro, situándome entre la paja, al fondo del vehículo, con unos sirvientes y un buhonero húngaro quien, al parecer por causa de la agitación que le provocaba un sueño, me golpeó repetidamente en el estómago con una bota claveteada. El cochero condujo toda la noche por pedregales y trochas a una velocidad similar a la de un tren.
Aguardé otro día y, sin tomar precauciones, acudí a la siguiente dirección de un Bonaparte. La casa estaba vacía o, más bien, no había servicio y nadie respondió a mi llamada a la puerta. Pero advertí que la puerta de la cochera estaba abierta y, mientras me hallaba fuera, pude distinguir formas humanas a través de una ventana y creí oír a unos hombres hablando en francés.
Cuando se abrió la puerta, pude ver con más claridad a dos de las figuras que había en el interior. Reconocí a una como el sicario que casi me mata en la fábrica de carruajes, y la segunda debía de corresponder a su compañero. El primer individuo llevaba un vendaje en el brazo, donde le había caído encima el carruaje, después de haberlo estoqueado yo.
Otro hombre, el que se hallaba más próximo a la puerta de la Calle, estaba entregando dinero a los dos matones, que asintieron y i, continuación partieron en el coche de la casa. Ese tercer hombre te nía el aspecto de ser el jefe. Esperé a que los otros se alejaran y llamé.
El hombre regresó a la puerta. Era aún más corpulento que los dos matones. No es que los aventajara en tamaño exactamente» pero sí mejor constituido, como para inspirar respeto más que temor› con hombros perfectamente cuadrados. Por un momento permaneció paralizado mientras esperaba que yo dijera una palabra. Volvió a mirarme mientras yo lo miraba a él, con una vaga expresión de reconocimiento.
– Señor Bonaparte -dije finalmente, ahogando un suspiro-. ¿Es usted monsieur Bonaparte?
Negó con la cabeza.
– Mi nombre es Rollin. El joven monsieur Bonaparte está ausente, en West Point. ¿Desea dejarle algún recado?
Me lo imponía más que pedírmelo, pero lo rechacé. Había algo en su tono…
Le prometí volver otro día y me apresuré a retirarme, aterrorizado porque uno de los matones pudiera regresar y verme en la puerta. Pero aún temía más al tercer hombre, el que se presentó como Rollin. Se levantó lentamente el sombrero para darme las buenas noches, y antes de que regresara adentro supe exactamente dónde lo por primera vez. Había sido un encuentro muy breve, mucho tiempo atrás y a medio mundo de distancia.
Recordando la primera visión que tuve de él, fui comprendiendo gradualmente, conforme caminaba por la calle, cómo había ocurrido todo, cómo había estado relacionado con París hasta ahora. Cómo Bonaparte, estaban complicados en el asunto. Que en un intento de asesinato en Baltimore radicaba, sin duda, el futuro de Francia…
A medida que estos pensamientos se iban organizando, caminaba rápidamente, pero hasta cierto punto despreocupado, hacia otra pensión que Edwin me había buscado tras mi regreso de Washington. De repente, sentí que un dolor punzante me recorría la espalda. Caí hacia delante y luego rodé hasta quedar boca arriba. Encima de mí vi destellos de un caballo blanco levantándose hacia el cielo, y a un hombre alto y poderoso montándolo. Desenrolló su látigo y esta vez me agarró el brazo.
– El abogado señor Clark, ¿no es así? Vaya cosa ver a un horrible de buena familia buscado por asesinato.
Era Slatter, el traficante de esclavos, cabalgando un perfecto espécimen del mayor de los caballos de Pensilvania. Traté de ponerme en pie, pero me dio un puntapié con la bota en un lado de la cabeza Me retorcí de dolor en el suelo, tosí y escupí sangre.
Slatter saltó del caballo y me mantuvo tumbado con su bastón de caoba oscura mientras me ponía grilletes en los tobillos y las muñecas.
– ¡Se le ha caído el pelo, amigo mío! Me he sacado dos mil dólares el mes pasado, pero esto lo voy a disfrutar aún más.
– ¡Yo no le disparé a nadie! ¡Y no tengo nada que ver con usted! -exclamé.
– Pero sí tuvo que ver conmigo la otra semana, ¿verdad? Con aquel joven cabeza de lana amigo suyo. No, conmigo no tiene que ver, sino con la ciudad. Siempre es un placer servir a la policía de Baltimore. -Los principales traficantes de esclavos a menudo recibían las listas de hombres y mujeres en busca y captura, pues muchos de éstos eran esclavos fugitivos-. Quizá le gustaría pasar una noche en mi corral, con la remesa que estoy a punto de embarcar, antes de entregarlo a la policía. Estoy seguro de que ellos estarán ansiosos por volverlo a ver… Sabemos que es usted un amante declarado de los de su clase. A lo mejor incluso habla su lengua de nigger.
Las esposas eran inamovibles, y no tuve otra elección que caminar hacia su corral de esclavos, arrastrado por una larga cadena desde su caballo. Slatter parecía regodearse en el paso lento, como si tuviera haciéndome desfilar ante miles de espectadores, por más que de hecho, las calles inundadas y oscuras estaban vacías. Él se volvía a menudo para disfrutar viéndome.
Yo mantenía la mirada baja, desesperado, cuando oí el rumor di unos pasos. Levanté la vista y supongo que él debió encontrarse don mis ojos muy abiertos por la sorpresa. Volviéndose rápidamente vio lo que yo ya había visto: a un hombre que surgía del suelo con un grito y lo golpeaba. La cabeza de Slatter chocó contra el terreno, Levantó brevemente la barbilla y luego sus ojos se cerraron al tiempo que emitía un gruñido. Edwin Hawkins se acercó y rebuscó en el abrigo las llaves de mis grilletes.
– ¡Santo Dios! -exclamé-. ¡Qué alegría verlo, Edwin!
Una vez halladas las llaves, me devolvió la libertad de movimientos.
– Señor Clark -dijo interrumpiendo mis exclamaciones de gratitud-, debo irme.
Se volvió para mirar a Slatter.
– No se preocupe. Está inconsciente. Aún tardará en despertarse.
– Debo abandonar Baltimore. Ahora, señor Clark. Me conoce de joven.
Entonces comprendí. Si Slatter había visto a Edwin y reconocía al atacante como un hombre al que él había vendido años antes, 0 le había vislumbrado lo bastante como para recordar su rostro… Edwin no sólo sería condenado, sino que sería devuelto a la esclavitud.
– ¿Le ha visto?
– No lo sé, señor Clark. Pero no puedo arriesgarme a averiguarlo. Siento no estar en disposición de seguir ayudándole. Sé que encontrará la prueba que necesita.
– Edwin. -Lo tomé del brazo-. ¡Si yo no hubiera puesto cara de sorpresa! Entonces él no se habría vuelto y usted no habría corrido el riesgo de que lo viera. ¡Usted ha hecho esto por Poe!
– No. Esto lo he hecho por usted. -Me tomó la mano, con una cálida sonrisa-. Usted rehabilitará su nombre, y ésa será la recompensa por esto. Por mí tiene que seguir adelante. Con la ayuda del cielo.
Asentí.
– Váyase a toda prisa, amigo mío -dije en un susurro-y guarde silencio por el camino.
Desapareció por las calles. Le puse a Slatter grilletes en las muñecas, pero le dejé los pies libres para que pudiera conseguir ayuda cuando volviera en sí. No parecía tan alto como montado a caballo; en realidad era un viejo decrépito que yacía allí con expresión vacía y aspecto desaliñado. Apenas podía moverme del lugar. Sin Edwin, me sentía inconsolablemente solo, y recordé con nostalgia cómo me reconfortaron las visitas de Hattie a la cárcel, y la aparición allí de Bonjour, y la inyección de moral que recibí de unas y otra.
Un súbito pensamiento me devolvió a la realidad. «Bonjour», murmuré para mí. Oí a Slatter recuperar el sentido con una serie de gruñidos, pero no me detuve para volverme y mirarlo. Monté su caballo y partí en la dirección de la que provenía.