– ¡Mi caballo! -exclamó Slatter-. ¡Usted! ¡Devuélvame mi caballo!
Mis temores se hicieron realidad cuando vi que la puerta de la casa Bonaparte que acababa de abandonar estaba abierta de par en par. Até el caballo del traficante de esclavos a un poste del exterior y atravesé con suspicacia el vestíbulo principal. Todo permanecía en calma salvo por el sonido, que podía oírse con claridad, de una respiración trabajosa. De haberse producido otros ruidos, es improbable que la hubiera percibido. Hubiera quedado arrinconada en lo profundo de mi mente, junte con el aspecto del mobiliario. Yo estaba paralizado.
En la estancia estaba claro que se había sostenido una lucha minutos, quizá segundos antes de mi llegada. Sillas, lámparas, cortinas y papeles aparecían desparramados por el suelo. La araña aún se bamboleaba a causa de la violencia. El vencedor estaba claro. Bonjour permanecía de pie por encima de la figura de Rollin, que sudaba lamentablemente. Del desarreglo de una ventana próxima cabía deducir que él intentó saltar por allí. Aunque Bonjour abultaba quizá la mitad que su adversario, lo mantenía en el suelo, con una daga apoyada en su garganta.
Los ojos de Rollin encontraron los míos y me pregunté: ¿También me ha reconocido él ahora?
Habia abandonado París con Auguste Duponte para iniciar nuestra investigación sobre la muerte de Poe. Al subir a bordo del barco, Duponte me anunció que había un polizón. Recuérdenlo.
«Le pido, monsieur Clark -me dijo-, que el mozo informe al capitán de que a bordo de nuestro barco va un polizón.»
«¡Ustedes querrán saber lo que sé yo!», exclamó aquel polizón, Rollin, cuando fue descubierto y acusado de tratar de robar el correo que transportaba el barco. Había algo en su tono que podía haberme refrescado la memoria cuando el mismo hombre preguntó, con una voz mucho más agresiva: «¿Desea dejarle algún recado?», en la puerta de la mansión Bonaparte. Pero más que eso, fue cuando se levantó el sombrero, revelando su calvicie total, que descubrió involuntariamente aquel día en el mar, después de que lo arrojaran por da. Fue esa visión lo que me hizo recordar dónde lo había visto primera vez.
Para cuando descubrí allí a Bonjour, las implicaciones de la presencia de aquel hombre en el Humboldt quedaron afirmadas en mi imaginación. Pero si he de responderme a mi anterior pregunta» la respuesta es no; no creo que me hubiese reconocido. Aquel día, en el mar, había estado mirando a otra persona.
Ahora me miraba directamente a mí. Los ojos de Rollin ardían de horrorizado interés, y sus piernas aparecían mojadas y con pétalos de flores desparramados, debido a que un florero se había volcado y hecho añicos sobre la alfombra.
Bonjour miró en torno. Sonrió ligeramente, como excusándose, dirigiéndose a mí. Casi pude sentir de nuevo toda la pasión y la presión de su beso mientras la miraba a la cara.
– Lo siento, monsieur Clark.
Lo dijo como si yo fuera el que estaba postrado y rogara por mi vida.
– Usted -dije, enderezando el cuerpo con aquella revelación-. Usted me envenenó. ¡No fueron la policía ni los guardianes de la cárcel! Fue usted. Deslizó el veneno en mi boca cuando nos besamos.
– Una vez que encontré la manera de entrar en la cárcel, vi que las paredes del hospital ya estaban dejando paso a la inundación -dijo-. Pensé que podía escapar a través del alcantarillado, pero necesitaba dar con la forma de que fuera trasladado allí. Puede usted decir que lo ayudé, monsieur.
– No, usted no lo hizo por ayudarme. Usted quería seguirme para que la condujera hasta Duponte, y que él pudiera encontrar a los hombres que dispararon contra el barón, y también a quien dio la orden. Usted creía que Duponte todavía podía ayudar y que yo sabía dónde estaba.
– Yo quería lo mismo que usted, monsieur Clark. Encontrar la verdad.
– Por favor -imploró el hombre que estaba en el suelo.
Bonjour le dio un furioso puntapié en el estómago. Vi cómo el hombre se retorcía de dolor. Di un paso adelante.
– Bonjour, esto no servirá de nada. La policía puede detenerlos ahora.
– Yo no me fío de la policía, monsieur Clark.
El hombre farfullaba otros ruegos y temblaba lamentablemente. Bonjour se agachó, poniendo en posición su daga.
– Váyase -me dijo, señalando la puerta.
– Usted no le debe una venganza al barón, mademoiselle -repliqué-. Ha cumplido con sus obligaciones descubriendo al hombre que ordenó su muerte. Matar a este villano ahora sólo servirá para llevar la desgracia a su vida, para obligarla a huir, como ya le ocurrió antes. Y yo seré el único testigo de este crimen -añadí-. Tendrá que matarme también a mí.
Me sorprendió que Bonjour, después de quedar inmóvil, como en actitud contemplativa, se volviera lentamente hacia mí con una lágrima en el rabillo del ojo. Parecía que en su expresión asomaba un verdadero afecto. Avanzó con precaución como un cervatillo asustado. Parecía estar conteniendo su respiración cuando me echó los brazos al cuello con un leve gemido. Era no tanto un abrazo -algo semejante a cuando nuestros cuerpos se juntaron en las fortificaciones de París- cuanto una necesidad de apoyo, y yo permanecía derecho como un pilar.
– Bonjour, esto se hará como es debido. Nos hemos ayudado mutuamente. Déjeme que la ayude yo.
Me rechazó, como si hubiera sido yo quien la había empujado hacia mí. Casi caí al tropezar con el borde del sofá. Sus ojos reflejaban como una pérdida, y eso me dio a entender que no volvería a verla.
Bonjour dejó caer la daga y, tras una mirada al escenario que había creado, empezó a propinar brutales puntapiés en la cara del hombre, varias veces, en una racha de golpes. Luego salió corriendo de la habitación. Respiré aliviado porque no lo había matado. Pero no fue su monólogo lo que la movió a no hacerlo. Al aproximarme al lugar donde Rollin yacía desplomado como un cadáver, vi lo que Bonjour había visto: uno de los objetos que habían caído al suelo durante su lucha era un periódico de la mañana. En primera plana se informaba de la muerte del misterioso barón francés en el hospital.
El traficante de esclavos no se equivocaba, como yo pensé, cuando dijo que me buscaban por asesinato. Bonjour, por su parte, debió haber considerado que, en algún sentido, su obligación de vengar al barón se había consumido y disipado tras su muerte: quizá para la ladrona que había en ella, la recompensa, el honor del barón, desaparecía una vez pagada la deuda. Quizá para la verdadera mente criminal, el honor no continuaba después de la muerte; nada continuaba después de la muerte; no había cielo ni infierno para las personas que buscaron esos ámbitos aquí. O acaso, en comparación con la pena verdadera, había palidecido todo lo demás. Cualquiera que fuese la razón, ella desistió de su venganza.
Me incliné junto a Rollin y comprobé que estaba sin sentido, perol sólo superficialmente herido. Vendé sus heridas con un jirón de tela del una cortina adornada con flecos. Antes de marcharme, encontré una jofaina y traté de lavarme las manos manchadas con su sangre.
Mi mente daba vueltas y vueltas a lo que había descubierto. Aunque había hecho grandes progresos en la comprensión de lo su*f cedido, seguía sin tener prueba alguna contra los hombres que mataron al barón. No contaba con nada para convencer a la policía cuanto había descubierto. Si aguardaba el regreso de los dos villanos a la casa Bonaparte, no dudarían en eliminarme. Es más: tal vez eso sería lo primero que les ordenaría Rollin en cuanto recobrara el conocimiento. Puesto que la policía lo único que deseaba era detenerme, carecería de protección si la avisaba.