Y yo quedaría para siempre como el hombre que mató al verdadero Dupin. Eso era lo que la gente creería. Yo estaba destruido. Me ahorcarían por culpas ajenas y, de momento, ni siquiera podía descifrar de quién eran esas culpas, si de aquellos hombres o de Duponte. Lo peor de todo era que había permitido que todo aquel embrollo impidiera para siempre la resolución del misterio de la muerte de Poe.
Con tales pensamientos, caminé por las calles de Baltimore, parándome sólo de vez en cuando para descansar. Anduve hasta primeras horas de la madrugada, y la salida del sol me sorprendió andando todavía.
– ¿Clark?
Me volví. Al hacerlo me di cuenta de que no estaba lejos de una de las comisarías de distrito, así que pueden suponer que no estaba del todo preparado para ver lo que vi.
– Oficial White -dije, y a continuación saludé también al agente del registro.
Mientras me agarraban, miré bastante confuso la sangre, cuyas salpicaduras eran como manchas de culpabilidad en las mangas y en los botones de mi raído abrigo.
Capítulo 32
Una semana más tarde, mientras permanecía sentado en el sillón más confortable de mi biblioteca, mi mente se volvió hacia Bonjour, a quien no había visto desde que abandoné la casa de los Bonaparte. Aunque la había movido su deseo de vengar la muerte del barón y no había mostrado el menor deseo de ayudarme en mi tribulación, yo no le guardaba rencor. De hecho, tenía pocas dudas de que nunca volvería a verla, y prefería creer que de veras se había preocupado por mí. No había razón alguna para temer por su seguridad, estuviera donde estuviese. Supongo que si yo había sido capaz de sacar algo en limpio sobre ella en todo el asunto, era su completa autosuficiencia para sobrevivir, aunque ella creyera haber dependido del barón desde de que la exoneró de culpa ante el tribunal de París. En definitiva su personalidad era puramente criminal. Tenía a su disposición todos los medios para devolver amenaza por amenaza, muerte por muerte.
Cuando el oficial White me descubrió tras el incidente en la casa de Bonaparte, hubiera caído a sus pies si el otro policía no me hubiera agarrado. Mi cuerpo estaba debilitado. No recordaba cuánto tiempo llevaba sin un verdadero descanso. Desperté en una de las habitaciones del piso alto de la comisaría del Distrito Medio. Cuando me levanté, apareció el policía del registro, que trajo al oficial White.
– ¿Sigue todavía mal, señor Clark? -preguntó el primero, solícito.
– Me siento más fuerte. -Pero no estoy seguro de que fuera verdad. Aun así, no deseaba parecer desagradecido por la amabilidad de instalarme en sus cómodas dependencias-. ¿Me han vuelto a detener?
– ¡Caballero! -exclamó el oficial White-. Lo hemos estado vigilando varias horas para asegurarnos de su bienestar.
Vi en el suelo una caja con varios objetos procedentes del registro de Glen Eliza.
– ¡Escapé de la cárcel! -exclamé.
– Y estábamos bien decididos a volverlo a mandar allí. Sin embargo, en el ínterin se descubrieron testigos que vieron a los asesinos la noche de la conferencia del francés. Vieron a dos hombres, de ellos uno herido y vendado, por lo que quedó grabado en la memoria del testigo. Ambos sacaron las pistolas cuando se hallaban a los lados del liceo. Esto hizo evidente su inocencia, pero fuimos incapaces de encontrar a esos hombres. Hasta ayer.
El policía del registro explicó que se había denunciado el robo de un caballo perteneciente a un destacado tratante de esclavos. Fue localizado por un oficial de policía en la casa de un baltimorense que se hallaba ausente, y allí estaban también, cosa notable, dos hombres que acababan de regresar de algún recado ¡y que se ajustaban exactamente a la descripción de los testigos del asesinato del barón! Aunque los hombres huyeron, y eran sospechosos de abordar una fragata particular junto con un tercer hombre, su proceder demostraba claramente mi inocencia en el asunto.
Supe, además, que Hope Slatter, cohibido ante el reconocimiento de que un hombre de color lo había derribado, manifestó que el asalto de que fue objeto había sido obra de unos alemanes. Como a la policía la nacionalidad alemana le pareció bastante próxima a la francesa, y dado que el caballo se encontró frente a la casa a la que los matones regresaban, la policía tuvo por cierto que el asalto de que fue víctima Slatter lo perpetraron los mismos sujetos que mataron al barón.
– Así pues, ¿no estoy detenido? -pregunté, tras unos instantes de ensimismamiento.
– ¡Cielos, señor Clark! -replicó el policía del registro-. ¡Está usted completamente libre! ¿Quiere que lo lleven a su casa?
Otros no me habían olvidado durante mi prolongado período de incriminación. Eso quedó claro en los meses siguientes.
Todo cuanto yo poseía pronto estaría en peligro.
Sentía Glen Eliza vacía y consideraba que no merecía la pena sin Hattie Blum. Ella y Peter iban a casarse y ni remotamente se me hubiera ocurrido tratar de impedirlo. Eran, quizá, mejores personas de lo que yo podría ser; habían tratado de mantenerme apartado de la perturbación y les había unido profundamente lo mismo que a mí me había apartado de ellos. Hattie había arriesgado su reputación con sus visitas a mi celda de la cárcel. Ahora que estaba libre, le escribí una breve carta agradeciéndoselo de todo corazón y deseándole felicidad. Al menos les debía tranquilidad y paz.
En cuanto a mí, carecía de ellas. Mi tía abuela vino a visitarme una vez que hube regresado a Glen Eliza, donde me preguntó repetidas veces sobre los «delirios» e ideas «alucinadas» que tuve, como consecuencia de mi gran desesperación tras la muerte de mis padres y que, en última instancia, me llevaron a la cárcel.
– Yo hice lo que creí justo -repliqué, evocando las palabras que me dirigió Edwin Hawkins cuando estaba escondido en el almacén de embalaje.
Permaneció con los brazos cruzados, con su largo vestido negro, en acusado contraste con su cabello blanco como la nieve.
– Quentin, querido muchacho. ¡Te detuvieron por asesinato! ¡Fuiste un presidiario! Tendrás suerte si alguien en Baltimore sigue relacionándose contigo. Una mujer como Hattie Blum necesita un hombre digno como Peter Stuart. Esta casa se ha convertido en el castillo de la molicie.
Me quedé mirando a mi tía abuela. Había tomado este asunto con más pasión de lo que yo creí.
– Lo que más deseaba era casarme con Hattie Blum -dijo lo que resultaba tanto más impropio a sus ojos cuanto que me refería a una mujer a punto de casarse-. Todo cuanto puedas decir para recriminarme se quedará corto. Me alegro por Peter. Es una buena persona.
– ¡Qué diría tu padre! Dios no permita que los errores de los vivos los achaquemos a los muertos, pero tú, querido muchacho, has heredado mucho de la sangre de tu madre -añadió con un apagado murmullo.
Antes de marcharse aquel día, me fulminó con una mirada que, como más tarde comprendí, era una amenaza. Examinó Glen Eliza como si en cualquier momento pudiera derrumbarse a causa de la dilapidación moral que yo había perpetrado.
Poco después fui informado de que mi tía abuela había emprendido acciones judiciales para reclamar la posesión de la mayor parte de lo que yo había heredado de mi padre, de acuerdo con el testamento de éste, incluida Glen Eliza, argumentando irresponsabilidad mental y desequilibrio, puestos de manifiesto con mi conducta a partir de mi irracional renuncia a mi condición de socio del bufete de Peter…, y de mi extrema negligencia en las inversiones y en los intereses mercantiles de la familia Clark, negligencia que se había traducido en graves pérdidas de valor en los últimos dos años…, todo lo cual culminó con mi salvaje y alocada interrupción de la fatal reunión del barón Dupin…, con mi inaudita huida de la cárcel, los rumores de que intenté profanar una tumba y de que allané una vivienda en la calle Amity… Todo esto demostraba mi completa falta de sentido.