Supe después que en todo esto había contado con la ayuda de la tía Blum. Al parecer, había interceptado mi carta de agradecimiento a Hattie. Furiosa al enterarse por esa carta de las visitas de Hattie a la cárcel, la tía Blum se apresuró a llamar a la tía abuela Clark.
La tía abuela me escribió una carta explicándome que estaba luchando por el honor del apellido de mi padre y porque me quería.
Empecé a disponer mi defensa. Trabajé febrilmente, sin apenas abandonar la biblioteca, trayendo a la mente las veces que Duponte se sentaba a la mesa, en ocasiones días enteros sin interrupción.
Preparé lo mejor que pude la defensa de mis acciones. El proceso fue agotador. No sólo para dar respuesta a cada acusación que esgrimiría mi tía abuela, como prueba de que yo había disipado mi fortuna y hecho mal uso de ésta y de mi buen nombre en sociedad, sino para enmarcar esas respuestas en el lenguaje jurídico que creía haber abandonado.
Se decía que la tía Blum había aconsejado que en el caso contra mí se insistiera en mi desconsideración hacia el patrimonio familiar. Calculó que la bien educada Baltimore toleraría la injusticia de semejante ofensa pecuniaria. Ésa era la ley del linchamiento de Baltimore.
Mientras tanto, yo pensaba en los numerosos testigos y amigos a los que podía convocar en mi defensa, pero lamentablemente concluí que muchos -como Peter, por supuesto- ya no hablarían en mi favor. Los periódicos, que hacía poco habían terminado con la noticia sensacional de mi detención, fuga y exoneración, contemplaban felices este proceso porque suponía una interesante continuación de mi caso, y siempre escribían sobre éste con un matiz de sospecha que podía demostrar mi culpabilidad en algún otro y más grave delito.
En ocasiones, estaba convencido de que abandonaría en paz aquella maltrecha casa, Glen Eliza, en cuyo interior yo parecía flotar ahora en lugar de habitarla. Recorría a zancadas los pisos superiores y subía un tramo de escalera y bajaba otro, y aquello parecía confirmar esta sensación, expresada en palabras de mi tía abuela, por supuesto, y que me dejó preguntándome: «¿Cuál es mi lugar en la tierra?» La casa, con todas sus divisiones y subdivisiones irregulares» con sus amplios espacios, parecía poder dar cabida tan sólo a una» pocas partículas de mí mismo.
No sé por qué me detuve ante una peculiar silueta enmarcada. Era una de las pocas en las que apenas había reparado antes. Aunque la reprodujera aquí, resultaría irrelevante para el ojo de mi lector: el perfil de un hombre corriente con un tricornio anticuado. Era mi abuelo, quien se puso furioso al enterarse de que mi padre tenía la Intención de casarse con Elizabeth Edes, una judía. Amenazó y se encolerizó y negó a mi padre el dinero de la familia que en derecho le correspondía. No importa, dijo mi padre, pues aquello lo colocaba como un joven de posición no tan distinta de la que ocupaba la familia de mi madre, que se había hecho a sí misma. Con sus almacenes de embalaje -«con mi empresa», como él decía-, mi padre prosperó lo suficiente como para construirse una de las mansiones más exclusivas de Baltimore.
Pero mientras que mi padre hablaba siempre de su Industria y de su Empresa, los rasgos que consideraba opuestos al Genio, me di cuenta, contemplando aquella imagen, que él fue el emprendedor que siempre había manifestado no ser. Pues él y mi madre habían creado aquel mundo de la nada como homenaje a su felicidad… y resultarla difícil precisar cuánta impaciencia e insistencia, cuánto genio implicaba aquello. Mi padre tenía los auténticos afanes del genio contra el que prevenía a los demás. Por eso se esforzó en mantenerme alejado de todo lo que no fueran caminos trillados; no porque los hubiera hecho suyos, sino porque se había desviado y había concluido victorioso pero también herido.
El viejo patriarca de la silueta ni al morir se desdijo de sus objeciones a que la sangre judía de mi madre se ingiriese en el ordenado linaje familiar. Pero aun así mis padres colgaron su silueta en un lugar preferente de Glen Eliza, el lugar erigido para nuestra felicidad, en lugar de esconderla, abandonarla o destruirla. El significado de esto nunca me produjo tanta impresión como en aquel momento. Sentí en un instante que la posesión de aquel lugar y la vinculación a mi familia habían vuelto a mi escritorio y al trabajo que tenía entre manos.
No recibí a ningún visitante hasta la noche en que llegó Peter.
– Según veo no hay ningún criado para abrir la puerta -comentó, y luego frunció el ceño para sí mismo, como si confesara que en ocasiones no podía controlarse la boca-. Glen Eliza sigue magnífica, como cuando éramos niños y jugábamos a los bandidos en las salas. Son algunos de mis momentos más felices.
– Piensa en eso, Peter. ¡Tú, un bandido!
– Quentin, quiero ayudar.
– ¿Qué quieres decir, Peter?
Recuperó su jactancia habitual.
– Tú no naciste para ser tan sólo un abogado; eres demasiado excitable. Y quizá yo no nací para tener otro socio que no fueras tú… Por cierto que en los últimos seis meses he tenido a dos hombres. En cualquier caso, necesitas ayuda.
– ¿Te refieres al pleito que me ha puesto mi tía abuela?
– ¡Te equivocas! -exclamó-. Lo vamos a convertir en tu pleito contra la tía abuela Clark, amigo mío.
Sonrió ampliamente, como un niño. Aquel día di orgullosamente la bienvenida a Peter, quien dedicó al caso cuantas horas pudo todas las noches, una vez concluida su jornada en su despacho. Su ayuda fue de extraordinario valor, y yo empecé a sentirme más optimista sobre mis posibilidades. Además, me parecía que nunca había conocido a nadie tan íntimamente como a mi amigo, y hablábamos como las personas sólo pueden hacerlo ante la luz vacilante de una chimenea.
Pero ambos evitábamos mencionar a Hattie. Hasta que una noche, hallándonos en mangas de camisa trazando nuestra estrategia, Peter dijo:
– En este punto de la defensa llamaremos a la señorita Hattie para que testifique, con el fin de mostrar tu comportamiento honrado y…
Miré a Peter con expresión de alarma, como si acabara de gritar a pleno pulmón.
– No puedo, Peter. Lo que quiero decir… Bueno, ya sabes cómo están las cosas.
Suspiró ansiosamente y bajó la vista hasta su bebida. Estaba tomando el último trago del día de ponche caliente.
– Ella te quiere.
– Sí, como mi tía abuela. Los que me quieren me fallan o yo les fallo a ellos, como en el caso de Hattie.
Peter se levantó de su silla.
– Mi compromiso con Hattie ha terminado, Quentin.
– ¿Qué? ¿Cómo?
– Lo he roto yo.
– Peter, ¿cómo pudiste?
– Pude advertirlo cada vez que miraba en mi dirección, como si quisiera mirarte a ti a través de mí. No es que no me quiera; en cierto sentido, me quiere. Pero tú tienes algo más fuerte, y yo no debo interponerme en vuestro camino.
Apenas pude tartamudear una respuesta.
– Peter, no debes…
– Nada de titubeos por tu parte. Es cosa hecha. Y ella se mostró de acuerdo, después de mucho discutirlo. Siempre he pensado que ella te amaba porque eres apuesto, y eso me proporcionaba un atisbo de extraña alegría por haber vencido después de todo. Pero ella creyó en ti cuando no había nada en qué creer y nadie más creía. -Rió amargamente y luego me golpeó en el hombro con su larga mano-. Entonces comprendí que se te parece mucho.
Me puse a hablar apresuradamente sobre qué debía hacer, y si debía dirigirme de inmediato a casa de Hattie… Con un ademán, me invitó a volver a mi asiento.
– No es tan sencillo, Quentin. Queda su familia, que le tiene prohibido comunicarse contigo, en particular ahora que corres el riesgo de perder todas tus posesiones, incluida la misma Glen Eliza. En primer lugar, debes vencer, y de nuevo Hattie será tuya. Hasta entonces, es mejor que crean que Hattie y yo nos vamos a casar. Incluso si la ves en la calle, toma otro camino… No deben veros juntos.