Me sentía exultante, y me vi empujado a un nuevo frenesí de actividad, más decidido que nunca a vencer los nuevos obstáculos interpuestos por el pleito de mi tía abuela.
Pero Peter pronto se vio desbordado por sus tareas en el despacho, que acortaron en gran medida su tiempo disponible para ayudarme. Además, una vez iniciado el juicio, el asunto se volvería cada vez más intrincado y torvo. La inteligente estrategia de presentar a la tía abuela Clark como hipócrita y taimada, chocó con el gran apoyo de que gozaba entre la buena sociedad de Baltimore, en especial entre los amigos de la familia de Hattie. Por añadidura, había sencillamente demasiados puntos que no pudieron aclararse lo bastante ante la opinión pública.
– Está todo el episodio del espionaje a ese barón que su abogado ha mencionado -dijo Peter una noche, durante el juicio.
– ¡Pero eso puede explicarse! Para llegar a las conclusiones correctas de la muerte de Poe…
– Todo puede explicarse…, pero ¿puede entenderse?. Incluso Hattie, con todo lo que te quiere, se esfuerza por entender eso, y se lamenta de no conseguirlo. Tú hablas de buscar las conclusiones sobre la muerte de Poe, pero ¿cuáles son? Ahí radica la diferencia entre el éxito y la insania. Para ganar el caso, debes adaptar tu argumento a la comprensión del hombre más lerdo de los doce del jurado.
A la larga, conforme el pleito contra mí empeoraba, quedó claro que Peter estaba en lo cierto. Yo no podía vencer. Por más duramente que trabajara, no podría salvar Glen Eliza. No podría ganarme de nuevo a Hattie. No podría conseguir nada sin una solución a la muerte de Poe…, sin mostrar que en todo aquello había encontrado la verdad que durante tanto tiempo anduve buscando.
Sabía lo que debía hacer. Utilizaría la única versión convincente de la muerte de Poe que había resultado de aquel desafío: la del barón Dupin. Era mi última esperanza. La conservaba en mi memorial y ahora la escribí, palabra por palabra, en forma de un alegato ante el tribunal…
Les expongo, señoría y caballeros del jurado, la verdad, nunca contada hasta ahora, acerca de la muerte de este hombre y acerca de mi propia vida…
Inmediatamente pude percatarme de que aquello podía servir. Desde luego, cuanto más leía lo que había garabateado en mi cuaderno, más plausible…, luego probable…, ¡verosímil!, me parecía la historia del barón. Sabía que no era fiable, que había sido manipulada y conformada para el oído y la satisfacción del público; también sabía que ahora sería creída. Todo cuando sigue será la pura verdad, Hablaría de ficciones, de fábulas y más fábulas, probablemente de mentiras. Pero sería creído de nuevo, respetado de nuevo, como mi padre hubiera querido. Y debo puntualizarlo porque soy el más próximo a la verdad. (Duponte, ¡si Duponte estuviera aquí!) O, mejor dicho, el único que… sigue con vida.
Capítulo 33
En diciembre se asistió a algo nuevo y familiar en Francia. Luis Napoleón, presidente de la República, decidió reemplazar a su prefecto de policía, monsieur Delacourt, por Charlemagne de Maupas, el cual le serviría como un aliado más firme. «Necesito algunos hombres que me ayuden a cruzar este foso -cuentan que le dijo Luis Napoleón a De Maupas-. ¿Será usted uno de ellos?»
Fue una señal.
El presidente Luis Napoleón organizó un equipo para llevar a cabo su golpe. El día primero de mes, entregó a cada miembro medio millón de francos. A primera hora de la mañana siguiente, De Maupas, el prefecto, y su policía detuvieron a los ochenta diputados de los que Luis Napoleón temía que se opusieran de manera más efectiva. Fueron enviados a la prisión de Mazas. Nunca más serían diputados, en cualquier caso, pues lo que hizo a continuación Luis Napoleón fue disolver la asamblea, secuestrar mientras tanto las imprentas y enviar su ejército a que matara a los dirigentes de los republicanos rojos en cuanto salieran a la calle. Otros opositores, la mayoría de las viejas familias francesas de alcurnia, fueron inmediatamente enviados al exilio.
Todo sucedió con rapidez.
Luis Napoleón declaró que Francia era un imperio. Se decía que Luis Napoleón, siendo un muchacho, abogó ante su tío, el primer emperador de Francia, por no retirarse de Waterloo, y que el emperador comentó: «Será una buena alma, y quizá la esperanza de mi raza.»
En mi recorrido al palacio de justicia todas las mañanas, leía más noticias sobre los asuntos políticos en Francia. Se decía que Jéróme Bonaparte de Baltimore (llamado «Bo»), primo del nuevo emperador -el hombre al que conocí portando dos alfanjes de utilería; el hombre nunca reconocido por su difunto tío Napoleón Bonaparte debido a su madre americana-, se disponía a viajar a París para reunirse con el emperador Napoleón III y reparar el largo desencuentro.
Los americanos estaban encantados con esas historias de París, quizá porque el golpe parecía tan diferente de cualquier levantamiento que pudiera producirse aquí. Mi interés era ligeramente más concreto o, mejor dicho, más pertinente.
Escribí varias tarjetas a otras tantas casas Bonaparte, esperando averiguar si Jéróme Napoleón Bonaparte aún no había partido hacia París y si hablaría conmigo, aunque imaginaba que no recordar!» nuestro breve encuentro en el baile de disfraces con monsieur Montor. Tenía preguntas que hacerle. Aunque no pudieran reportarme ningún bien en concreto, de todos modos deseaba conocer la respuesta.
Mientras tanto, acudían a las sesiones del tribunal muchos espectadores que deseaban presenciar la continuación de mis anteriores humillaciones. Supongo que les pareció desafortunado que mil previas apariciones en la prensa no hubieran resultado concluyente y que no hubieran alcanzado la tensión apropiada. Por fortuna, muchos espectadores acabaron marchándose a causa del tedio que leí producían las materias técnicas que llenaron la mayor parte de las tensiones iniciales del proceso. Fue por entonces cuando me sorprendió recibir una nota con el sello de los Bonaparte, señalándome una hora de cita en una de sus residencias.
Era una casa mayor que aquella en la que vi a los sicarios. Estaba más apartada, rodeada de árboles y de colinas cubiertas de hierba, unos y otras sin cuidar. Me franqueó la entrada un sirviente muy obsequioso, y en la gran escalera (una larga escalera) se le reunieron al menos otros dos, que compartían el rasgo de su nerviosismo al realizar las distintas tareas. La mansión era grande y de ningún modo contenida o tímida en su grandeza, pues mostraba las arañas y los tapices bordados en oro más maravillosos, que en todo momento atraían la vista.
Me sorprendió encontrar, ocupando una enorme silla con incrustaciones de plata, no a Jéróme Napoleón Bonaparte -el jefe varón de la rama baltimorense de la familia-, sino a su madre, Elizabeth Patterson Bonaparte. De jovencita había cautivado el corazón del hermano de Napoleón, y se casó con él dos años antes de que el emperador, que reclamó del papa la anulación del matrimonio, pusiera fin a la relación. Aunque no iba vestida como una reina, como cuando la conocí, mantenía la actitud regia.
Esa matrona, ahora sexagenaria, exhibía en sus brazos desnudos los brazaletes más rutilantes, demasiados para contarlos, que ascendían a partir de las muñecas. Se tocaba con un gorro de terciopelo negro del que surgían unas plumas color naranja que le conferían un aspecto temible y salvaje. La rodeaban varías mesas con joyas y prendas deslumbrantes. Al otro lado de la habitación, una muchacha que me pareció una criada se mecía en una silla como si estuviera inválida.
– Madame Bonaparte -la saludé inclinándome, sintiendo por un momento que debería hincar la rodilla-. Tal vez recuerde que nos conocimos; fue en un baile en el que usted iba disfrazada de reina y yo no llevaba disfraz.