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– Tiene razón, joven. No recuerdo haberle conocido. Pero fui yo quien respondió a su tarjeta.

– ¿Y monsieur Bonaparte, su hijo…?

– Bo ya está de camino para reunirse con el nuevo emperador de Francia -dijo, como si aquélla fuera la razón más prosaica para hacer turismo al extranjero.

– Comprendo. He leído en los periódicos las perspectivas de ese viaje. Desearía que tuvieran la amabilidad de informar a monsieur de que me complacería mantener una entrevista con él a su regreso.

Asintió pero pareció olvidar la petición apenas formulada.

– No quisiera entrar en discusión con un abogado -dijo-, pero me pregunto cómo le queda tiempo para estar aquí cuando está tan ocupado todos los días en el tribunal, señor Clark.

Me sorprendió que lo supiera todo acerca de mi situación, aunque recordé el interés que se había tomado la prensa. Pese a que tanto mi salud mental como la fortuna de mi vida pendían de un hilo, para una mujer cuyo hijo viajaba, según los periódicos, para reunirse con un emperador, mis tribulaciones habían de parecerle un asunto más bien insignificante. Me senté en el sillón que me fue asignado.

Observé el resto de la estancia y descubrí una sombrilla roja brillante, que relucía tanto como las joyas, apoyada contra un gran cofre. Debajo había un charco casi seco de agua, lo que indicaba un uso reciente. Evoqué de nuevo la escena de la sala donde se iba a desarrollar la fatal conferencia del barón, y la borrosa dama bajo una costosa sombrilla roja.

¿Era ella?

Con un súbito escalofrío, me di cuenta de por qué aquella mujer asistió a la conferencia. Como testigo no de las revelaciones del barón sobre la muerte de Poe, sino de la revelación de una nueva muerte.

Creí haber entendido la mayor parte de la secuencia de acontecimientos cuando leí en los periódicos los recientes relatos de poder y muerte en París. Cuando a Luis Napoleón lo informaron de la reaparición de Duponte en París, reaparición que yo habla estimulad©! recordó las leyendas sobre las habilidades del analista. Él y los dirigentes de su plan secreto para dar un golpe debieron creer que Duponte podría malograrlo, podría «raciocinar» y exponer con demasiada antelación sus propósitos golpistas. Napoleón dio orden de que Duponte fuera eliminado cuando nos disponíamos a partir hada Baltimore. Se consideró que sería una tarea fácil para uno de los hombres que la policía empleaba para trabajos sucios, y con los que en ocasiones llegaba a acuerdos mutuamente ventajosos.

Perdieron su oportunidad mientras Duponte seguía en Paris que pronto abandonó para acompañarme. Muchos años más tarde me enteré de que habían asaltado y registrado el piso de Duponte mientras íbamos de camino al puerto. Frenéticos, planearon su eliminación en el mar, sólo para encontrarse con que expulsaron al que iba a asesinarlo, el polizón, uno de cuyos alias era Rollin. Nos perdieron el rastro hacia América.

Pero en Baltimore había miembros de la familia Bonaparte. Por supuesto, Jéróme Napoleón Bonaparte, a quien se habían negado SUS derechos de nacimiento. Bo había estado esperando toda su vida reintegrarse en la rama de su familia en Francia, y pertenecer a la realeza. Ahora tenía la oportunidad de demostrar sus méritos ante el heredero del poder de su antepasado, ante quien pronto iba a ser emperador, Los hombres que siguieron al barón Dupin, los hombres que lo mataron siguiendo las instrucciones del polizón original, no habían ido en absoluto tras él. Rollin se había escondido en Baltimore porque sabía que Duponte sería capaz de reconocerlo tras el incidente a bordo del barco. Yo lo vi desde mi celda, entre las nieblas inducidas por el veneno, porque lo encarcelaron brevemente por cierta complicación con un delincuente local. El polizón Rollin -y sus dos satélites- vinieron aquí para matar a Duponte. Por el futuro de Francia.

Sólo que el barón cometió el error de disfrazarse como su rival. Y lo mataron en su lugar.

Así es como llegué a comprender los acontecimientos a partir del encuentro con el polizón Rollin en casa de los Bonaparte. Pero ahora, al reunirme con esta mujer, debía preguntarme: ¿qué tenía que ver ella en todo esto?

Volví la vista desde la sombrilla hasta su dueña.

– ¿Estaba usted al corriente de la parte de la conjura que su hijo planeaba?

– ¿Bo? -Dejó escapar una risa divertida, como un gorjeo-. Está demasiado ocupado con su jardín y sus libros para meterse en esas cosas. Pertenece al colegio de abogados aunque nunca se consideró apto para ejercer. Es un auténtico hombre de mundo. Cierto que aspira a ocupar el puesto que le corresponde y recobrar nuestras propiedades y nuestros derechos como miembros de la familia Bonaparte, pero carece de la fortaleza de espíritu para ser un líder.

– Entonces, ¿quién? -pregunté-. ¿Quién decidió que irían a la caza de Duponte para ganarse el favor de Napoleón?

– Nunca hubiera esperado esa falta de cortesía en mi propia casa por parte de un caballero tan apuesto como usted. -Pero su reprimenda parecía ligera. Me observaba a placer, recorriendo con la mirada mi cuerpo de arriba abajo, lo que me produjo incomodidad. No había dejado de sonreír, pero ahora su rostro se tornó inexpresivo y serio mientras hablaba de su hijo-. Bo… Me esforcé por inculcar a mi hijo la idea de que por su alto nacimiento no debería casarse con una americana. Pero echó a perder su vida al hacerlo. Yo deseaba, en su juventud, que pidiera la mano de Charlotte Bonaparte, una prima suya, para devolvernos a nuestra posición influyente, pero se negó.

– También usted, cuando era una muchacha, contrarió los deseos de sus padres -observé.

– ¡Lo hice para acogerme bajo las alas de un águila! -replicó apasionadamente-. Sí, el emperador tuvo un comportamiento rudo conmigo, pero hace tiempo que lo perdoné. ¿Qué le dijo de mí al mariscal Bertrand antes de morir? «Aquellos a quienes perjudiqué me han perdonado, y aquellos con los que fui amable me han abandonado.» ¡Ah, Napoleón! ¡No he permitido que mis nietos olviden que su tío abuelo fue el Gran Emperador!

Alzó las manos y ahora pude observar más de cerca un vestido colgado detrás de ella. Era el traje de novia que lució en 1803 en la ceremonia, celebrada en Baltimore, que había llenado de consternación al mundo, y tras la cual se enviaron emisarios de América al Otro lado del océano para tratar de apaciguar la furia del mandatario francés. Yo había leído recientemente algo sobre ese vestido, cuando me estaba informando acerca del desarrollo de esos episodios. Era de muselina de la India y de encaje, y había provocado cierto escándalo, pues debajo llevaba una única prenda interior. «Toda la ropa que vestía la novia cabía en mi bolsillo», informó un francés en una carta a París.

Colgaba de la pared con aspecto perfectamente fosilizado. Si uno no se acercaba lo bastante para ver los estragos del tiempo en el tejido, parecía completamente nuevo, como para acudir con él a la iglesia en cualquier momento.

De pronto se dejó oír el llanto quebrado y frágil de un bebé que fue aumentando de volumen. Sobresaltado, miré en derredor buscando el origen, como si se tratara de un acontecimiento celestial) y descubrí que la joven sirvienta que se mecía en el rincón estaba sosteniendo un niño de no más de ocho meses. Era, según se me explicó, Charles Joseph Napoleón, el hijo menor de Bo y de su esposa Susan. Madame Bonaparte cuidaba de su nuevo nieto mientras Bo y su esposa americana viajaban a París para rogar al emperador que se restauraran sus largamente esperados derechos para los miembros baltimorenses de la familia.

La mujer tomó el bebé de brazos de la niñera y cerró con fuerza sus dedos en torno a él.

– Aquí tiene a una de las esperanzas de nuestra raza. ¿Ha visto usted a mi otro nieto? Estudió en Harvard y ahora lo hace en West Point. Es todo lo que mi marido no fue. Alto, distinguido, pronto será un soldado de primer orden. -Madame Bonaparte arrulló a la criatura y añadió-: Daría un tipo muy presentable como emperador de los franceses.