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– Sólo si Luis Napoleón consiente en volver a situar a sus descendientes en la línea de sucesión, madame -puntualicé.

– El nuevo emperador, Luis Napoleón, es un hombre más bien obtuso, del tipo de George Washington. Necesitará contar con un talento más fuerte para que el imperio sobreviva.

– ¿Quiere usted decir que se lo aportaría su familia?

Ahora el bebé había empezado a berrear, y madame Bonaparte se lo devolvió a la niñera.

– Soy demasiado mayor para coquetear, lo cual fue en otra época mi único estímulo. Estoy cansada de matar el tiempo, señor Clark. De llevar una existencia adormilada. Años atrás lo tuve todo menos dinero. Ahora no tengo nada salvo dinero. No permitiré que los hombres de mi sangre se queden en simples colonos americanos, que es en lo que, equivocadamente, se ha convertido mi hijo.

– O sea que usted lo hizo. Usted se avino a eliminar a un hombre, a un genio, porque Luis Napoleón se inquietaba ante la posibilidad de que previera su conspiración para derrocar la República.

Se encogió levemente de hombros.

– Hemos proporcionado dinero y comodidades a unos viajeros procedentes de Francia, por indicación mía, en efecto, si eso es lo que usted quiere decir. Sus órdenes procedían de otra parte, no de mí.

– ¿Y llevaron a cabo lo que se les encomendó?

Hizo salir de la habitación a la niñera y frunció el ceño.

– ¡Mentecatos! Se confundieron de hombre. Según entiendo, la policía de París les dijo que esperaba la presencia de usted en torno a ese Duponte tras el que andaban, y lo vieron rondar por los hoteles de ese otro, de ese falso barón, del falso Duponte. No importa, porque lo que se necesitaba hacer se ha hecho: nadie obstruyó los planes de Luis Napoleón, y ahora ha ascendido.

Me examinó nuevamente de cerca, y pude sentir que se intensificaba el afilado juicio que reflejaban sus ojos.

– Dígame. Por lo que hemos entendido, usted trajo a esos dos hombres de genio con el propósito de encontrar a un poeta al que usted admira. He oído hablar de ese Poe. América ha ignorado su talento.

– No por mucho tiempo.

Se echó a reír.

– Tiene usted fe. Quizá le interese saber que, según me han dicho, hay numerosos jóvenes poetas y escritores en París que están leyendo a su Poe. Parece que era como monsieur Balzac: brillante peto sin suerte, destinado a convertirse en una marioneta del destino. Será asimilado por el espíritu europeo, como las mejores mentes americanas. Pero eso no basta para el culto que usted le profesa a Poe, ¿no es así, señor Clark? Mi hijo no es muy distinto de como debe de ser usted; cree que los libros han sido escritos, ante todo, para que los lea él.

– Madame Bonaparte, mis motivos no importan. No vengo a tratar de mí.

– ¡Qué dice! Piense en ello, querido señor Clark. Usted nos ha ayudado al proporcionarnos una importante tarea que realizar, la cual nos ha permitido demostrar nuestra lealtad a Francia. Así hemos contribuido a la causa de un nuevo emperador, quien creará un imperio en el que mi familia podrá sobrevivir para siempre! He esperado toda una vida para verlo, para que mis hijos tengan su herencia, y ahora daría mi vida por eso. ¿Y qué hay con usted? No en más que una crisálida, y cometió el error de renunciar a lo que su familia puso en sus manos. Dígame: ¿qué es lo que encontró?

Me levanté sin contestar.

– Sólo me queda otra pregunta por hacerle, madame Bonaparte. Si se enteraron de que asesinaron al hombre equivocado en el liceo aquella noche, ¿localizaron después al adecuado? ¿También Duponte ha sido asesinado?

– Ya le he dicho -replicó, hablando despacio- que yo sólo les di acogida. Les proporcioné un lugar para empezar, podríamos decir; un lugar del que nacieran planes nobles. Otros deben decidir el resto por sí mismos.

He escrito y desechado todo un cuaderno de cartas dirigidas a Auguste Duponte. Le detallaba no sólo la cruda realidad: que al parecer Poe no modeló su personaje C. Auguste Dupin a partir de una persona real, sino tan sólo de su imaginación, lo que no deja de ser notable. No me limité a incluir eso, sino que detallé los pasos que, mentalmente, me condujeron a esa conclusión, sabiendo que tendría interés en conocer la línea de razonamiento. Pero si Duponte seguía vivo y había escapado, yo ignoraba adonde dirigir las cartas. No estaría en París, en el Tercer Imperio de Luis Napoleón, donde su genio era considerado un enemigo de las ilimitadas ambiciones del emperador.

Advertí ansiedad en la expresión de madame Bonaparte al término de nuestra entrevista, cuando le pregunté si Rollin y sus sicarios habían localizado a Duponte, y por eso decidí que probablemente él estaba más cerca de lo que yo había creído. Habría estado esperando pacientemente; no a mí en concreto, pero sería a mí a quien quisiera ver.

Un día, cruzando entre el bullicio de mozos y huéspedes del gran hotel Barnum, esos distintos pensamientos se concretaron en una idea. De regreso en Glen Eliza, consideré que me quedaba poco tiempo para actuar. Emprendí el camino de regreso al Barnum, pero no sin antes ir al gabinete y echar mano de la vieja pistola que la policía me había devuelto junto con mis otras pertenencias. Esta vez comprobé, antes de deslizaría en mi bolsillo, que su edad y falta de uso no habían dejado el percutor completamente inmóvil.

– ¿Señor?

Un empleado canoso, con pobladas patillas, me miró con aire de sospecha y aguardó a que dijera algo.

– Monsieur -dije con brusquedad y, como esperaba, levantó una ceja con interés al oír la palabra en francés-. Actualmente reside en su hotel un miembro de la nobleza francesa.

Asintió, con plena conciencia de su responsabilidad.

– En efecto, señor. Ha ocupado la misma habitación en la que se alojó el barón que visitó Baltimore este mismo año. Es su hermano. El duque. -Se inclinó para susurrar su última frase en tono confidencial-. El noble linaje es evidentísimo en ambos.

– El duque. -Sonreí-. Sí. Pero ¿cuándo empezó su estancia nuestro duque imperial?

– Oh, en cuanto se fue su hermano, quiero decir el noble barón. Su actual presencia es de lo más discreta, por todo lo que está pasando en Francia, ¿sabe?

Asentí, divertido por la facilidad con que había descubierto su secreto. Como si adivinara mi pensamiento, el empleado decía ahora que no podía darme el número de la habitación del regio huésped.

– No tiene por qué, señor -respondí, e intercambiamos una señal de confidencialidad.

Por supuesto que yo conocía la habitación. Espié al barón cuando se alojó allí. Subí por la escalera con la expectativa bulléndome en la sangre.

Ahora recuerdo a Duponte con un semblante más bien pálido y ojeroso durante nuestro encuentro, como si se hubiera consumido completamente desde que nos conocimos, o al menos se hubiera consumido a medias. Cuando entré, estaba sentado, muy sereno, en la antigua habitación del barón Dupin. No pareció decepcionado porque yo lo hubiera descubierto. Supongo que imaginé que perdería su notable compostura ante mi aparición por sorpresa, que me dirigirla palabras airadas y que me amenazaría si yo me mostraba dispuesto a decirle cuanto sabía ahora de su paradero y sus hazañas. Supo que al barón lo iban a matar en su lugar y no hizo nada para evitarlo.

Me ofreció cortésmente una silla. La verdad es que no habla perdido en nada la compostura. Luego tiró de la campanilla para llamar al mozo del hotel y le mandó que se llevara su baúl.

– Hace tiempo que lo ando buscando -dije.

– Es hora de marcharme -replicó.

– ¿Quiere decir ahora que he venido? -pregunté.

Se me quedó mirando.

– Ya ha leído en los periódicos todo lo que ha ocurrido en París.