Me saqué la pistola del abrigo, la estudié como si nunca la hubiera visto antes, y la coloqué cerca de él, en una mesa.
– Pueden haberme seguido… si es que aún lo andan buscando, quiero decir. No tengo el menor deseo de ponerlo en peligro, monsieur Duponte, pese a que yo sí he corrido peligro por usted. Tenga esto a mano.
– No sé si continúan buscándome, pero si es así no persistirán mucho tiempo.
Lo comprendí. Los Bonaparte de Baltimore viajaron a París con la esperanza de ser recompensados por su lealtad al nuevo emperador. Si tenían éxito, carecerían ya de motivos para continuar con la búsqueda de Duponte, pese a que madame Bonaparte y sus sicarios sabían ahora que habían fracasado en su intento de asesinar al sujeto adecuado.
– El barón ha muerto. Usted supo que iban a matarlo en su lugar y lo permitió. El asesino ha sido usted, monsieur.
El estruendoso batir de un gong recorrió el hotel.
– ¿Almorzamos? -propuso Duponte-. Llevo encerrado en mis habitaciones demasiado tiempo. Por una buena comida bien puedo correr el riesgo de ser visto en público.
El amplio comedor albergaba aproximadamente a quinientas personas sentadas ante sus platos de sábalo de la bahía de Chesapeake. Un mayordomo de color le daba a un gong con cada servicio, y los camareros, colocados ante cada mesa, levantaban simultáneamente las tapaderas de los platos siguientes.
Miré en torno en busca de un asesino al acecho o quizá de una persona que hubiera conocido al barón Dupin y creyera que estaba viendo a un espectro. Pero el cansado semblante de mi compañero presentaba tan escaso parecido con la vivida imitación de Duponte por el barón como con el antiguo Duponte mismo.
– No, no soy el asesino. -Duponte respondía ahora tranquilamente a mi anterior comentario-. No lo soy, pero quizá usted sí, usted y el barón, si lo prefiere. El barón quiso disfrazarse como si fuera yo. ¿Podía yo controlar eso? Yo traté de evitarlo. Me hubiera quedado en mi piso de París. Pero usted necesitaba a «Dupin» para sus propios fines, monsieur Clark. El barón necesitaba a «Dupin» para él. Luis Napoleón necesitaba un «Dupin» al que temer. Su llegada a París y su insistencia me llevaron a aceptar que, si bien yo había permanecido fuera de circulación mucho tiempo, la idea de «Dupin», no. Como usted dijo, era algo así como inmortal.
«¡Ah, pero usted no es Dupin! ¡Nunca lo fue!»
Lo tuve en la punta de la lengua. Estaba dispuesto a dominar la conversación y llevarla a mi terreno. Pero mis pensamientos aún estaban bullendo con preguntas.
– ¿Cuándo lo supo? ¿Cuándo supo que venían por usted? Que aquellos hombres, apoyados por los Bonaparte, se proponían matarlo.
Duponte negó con la cabeza como si ignorara la respuesta.
– Pero en el Humboldt supo que había un polizón a bordo, ese villano de Rollin. Entonces empezó. ¡Yo fui testigo de todo, monsieur!
– No, yo no sabía que había un polizón. En lugar de eso, sabía que si lo había era que iban por mí.
– ¡Yo suponía que lo adivinó! -exclamé.
Duponte insinuó una sonrisa y asintió.
Creo que aquel día sentí el dolor interior de Duponte, que lo había convertido en el que descubrí en París, llevando una vida indolente; solo, apático. Todos creyeron que poseía extraordinarios poderes tras haber desentrañado el caso de envenenamiento Lafarge. El joven Duponte era un hombre insólitamente seguro, y él mismo empezó a creer que sus dotes eran casi sobrenaturales, tal como otros escribían en los periódicos. Las historias sobre él ponderaban su genio, quizá incluso lo consideraron como tal al principio. Pero no podría precisar si el genio fue creado por la fe del mundo exterior. Los lectores sienten a menudo que el Dupin de los cuentos de Poe encuentra la verdad porque es un genio. Léanlos otra vez. Eso sólo es una parte. Él encuentra la verdad porque alguien tiene fe ft toda prueba en él… Sin su amigo, no habría C. Auguste Dupin.
– Cada vez que veía a Luis Napoleón pasar revista a sus tropas -dijo Duponte-, podía ver no el futuro, como los bobos supersticiosos podrían creer de mí, sino el presente: él no estaba satisfecho con ser elegido presidente. Supongo que el prefecto Delacourt le avisó sobre mí después de que sus espías me vieran por París con usted.
– El barón me contó lo sucedido con Catherine Gautier. ¿Advirtió el prefecto Delacourt a Luis Napoleón de que usted estaba en contra de él en aquel caso? ¿Piensa usted vengarse después de haber escapado de él?
– Las acciones del prefecto estaban motivadas porque él me había perjudicado, no porque yo lo hubiera perjudicado. Nuestra perversidad en el pasado, no la de otros, nos coloca en contra de alguien para toda la vida. El prefecto Delacourt fue cesado a favor del nuevo prefecto por muchas razones, estoy seguro; y una de ellas puede haber sido su fracaso al no encontrarme antes de que usted y yo abandonáramos París. De Maupas no es tan astuto como Delacourt, pero es mucho más competente, pues no hay nexo que una esos dos rasgos… Y, como para divertirse, De Maupas es absolutamente implacable.
– ¿Cree que se han enterado de que mataron al barón en lugar de usted?
Duponte cortaba un trozo de jamón de Maryland, el segundo plato servido por el camarero.
– Tal vez. ¡Ciertamente usted proclamó en voz bastante alta ante la policía cuál era la identidad del barón, monsieur Clark! Nunca estuvo clara para el público y es probable que siga sin estarlo para los interesados de París. Hay posibilidades de que los sicarios que mataron al barón se enteren aquí de la verdad. Por su propio interés, es probable que mantengan el hecho en secreto ante sus superiores de París. En cambio su jefe (aquel polizón enviado aquí para encargarse de la misión) se ha dedicado con tranquilidad a cazarme. Sin embargo, yo sabía que éste sería el único lugar de Baltimore en el que no me buscarían: en las últimas habitaciones que ocupó el barón en esta ciudad. Me instalé durante la conferencia del barón y sólo me he dejado ver en la calle de vez en cuando y de noche. He venido para el duelo de mi «hermano», el noble barón, que en paz descanse, que me ha dejado solo. Ahora que Luis Napoleón ha sorprendido a París convirtiéndolo en imperio, y ha sido respaldado por una no menos exitosa votación, seguro que el polizón está empezando a creer que su error respecto a mí y al barón ha dejado de tener importancia. Si el hijo americano de Bonaparte triunfa en su misión, el polizón puede recibir de Francia la recompensa que se le debe, antes de que se produzcan más cambios políticos. Él y los Bonaparte americanos no dirán nada de sus errores, puede usted estar seguro. Para París yo estaré irremediablemente muerto.
Pensé en las sencillas habitaciones de su hotel, en el piso alto, e imaginé cómo habría sido la vida de Duponte en los meses posteriores al asesinato del barón, escondiéndose a plena vista. Tenía libros; de hecho, el lugar estaba atestado de volúmenes, como si una biblioteca se hubiera hundido y desparramado su contenido. Todos los títulos parecían guardar relación con sedimentos, minerales y características generales de las rocas. En la oscuridad y la claridad de esas semanas, se había dedicado a las obras de geología. Aquella tumba de libros y piedras me chocó como algo terriblemente innoble e inútil, y yo me mostraba irritable, ahora que él me hacía una implícita demanda de compasión.
– ¿Sabe usted los aprietos en que se ha visto metida mi vida desde que empezamos nuestra aventura, monsieur Duponte? Fui el presunto culpable de matar al barón Dupin hasta que la policía recuperó la sensatez. Ahora debo luchar para no perder mis propiedad, incluida Glen Eliza, y todo cuanto poseo.
Le conté, durante el postre de sandía, lo que me había ocurrido en la cárcel, mi huida y mi descubrimiento de Bonjour y de los sicarios. Una vez concluido nuestro largo almuerzo, subimos por la escalera de regreso a sus habitaciones.