– Debo relatar toda la historia de la muerte de Poe ante el tribunal -le dije-, en un último intento de demostrar que en todo este asunto actué con arreglo a la razón y no guiándome por quimeras.
Duponte se me quedó mirando con interés.
– ¿Qué quiere usted decir, monsieur?
– Usted nunca intentó resolver la muerte de Poe, ¿verdad? -pregunté tristemente-. Usted la utilizó como una maniobra de distracción, sabiendo que pronto atraería suficientes miradas del mundo para que lo mataran aquí. Se le ocurrió, cuando leyó el anuncio del barón en el periódico de París, que él mismo se colocaría su propia trampa, que lo apartaría a usted de los planes de los otros. Por eso a usted le encantó la idea de que a aquel Van Dantker lo hubiera mandado a Glen Eliza el barón; de este modo su imitación podría perfeccionarse. Usted sólo salía de casa de noche para asegurarse de que la charada del barón tendría éxito. Simplemente deseaba matar la idea» de una vez por todas, de que usted era el verdadero «Dupin».
Duponte asintió a esta última afirmación, pero no me miró directamente.
– Cuando lo conocí, monsieur Clark, me producía enfado su insistencia en verme a esa luz, como «Dupin». Me di cuenta entonces de que sólo estudiando los cuentos de Poe y estudiándolo a usted comprendería qué andaban buscando continuamente usted y tantos otros en ese personaje. Ya no hay un verdadero Dupin y nunca lo habrá.
Había una extraña mezcla de alivio y horror en su tono. Alivio por no seguir llevando la carga de ser el maestro «raciocinador», o de ser el verdadero Dupin. Horror por tener que ser alguien más.
Hubiera querido decirle la cruda verdad: «¡Usted no es Dupin! Nunca lo fue. Nunca ha existido ese hombre como ser vivo; Dupin fue una invención.» Después de todo, quizá por esa razón anduve buscándolo con tanto empeño para reencontrarme con él. Para hacerle sentir conmigo la comezón de lo perdido. Para arrebatarle algo y luego dejarlo más solo.
Pero no lo dije.
Pensé acerca de lo que Benson me dijo sobre los peligros que la imaginación susceptible corría con la lectura de Poe. Creer que uno estaba en los escritos de Poe. Quizá, en esa misma línea, Duponte creyó vivir en un mundo mental creado por Poe; pensó que estaba en los cuentos de Dupin. Pero estaba más presente en un mundo como el imaginado por Poe que la mayoría de nosotros, ¿y quién diría que no encarnaba realmente el personaje al que conocí en una página de la revista Graham ¿Importaba si él era la causa o el efecto?
– ¿Adónde? -pregunté a Duponte-. ¿Adónde va a ir?
En lugar de responder, dijo pensativo:
– Hay mucho que admirar en usted, monsieur.
No sé por qué, pero aquella afirmación me dejó atónito y levantó mi espíritu. Le pedí que se explicara mejor.
– Usted sabe que muchas personas no pueden dejar de ser lo que son. No podrían pasar inadvertidas aunque se lo propusieran. Yo no lo he conseguido hasta ahora, ni aquí ni en París, y monsieur Poe tampoco, hasta que murió. Usted no hubiera tenido que pasar por todo esto, y sin embargo pasó. -Guardó silencio-. ¿Qué dirá en el juicio?
– Les daré las respuestas. Les contaré la historia del barón Dupin sobre la muerte de Poe. La gente la creerá.
– Sí, lo creerá. ¿Ganará el caso si actúa así? -preguntó Duponte.
– Ganaré. Para ellos ésa será la verdad y ninguna otra. Es el único camino.
– ¿Y en lo que respecta a Poe?
– Quizá éste sea un final tan bueno como cualquier otro -dije tranquilamente.
– Muy propio del abogado que es usted, después de todo -replicó Duponte con una sonrisa distraída.
Al cabo de un rato se presentó el mozo para cargar con las pertenencias del duque. Duponte le dio varias instrucciones. Fui en busca de mi sombrero y le deseé buenas noches. Mis pasos se hicieron un poco más lentos al salir al vestíbulo, pero deseando tener una Última visión de Duponte para el recuerdo, sólo lo vi pugnando por colocar algunos pesados instrumentos geológicos para su transporte. Deseé que se volviera y me recordara que no estaba viendo a un hombre corriente. Se dejó oír un insulto, quizá «¡mentecato!». O «¡zoquete!».
Le tuve en gran estima, duque, murmuré para mí, y le dediqué una inclinación.
Capítulo 34
Pronto llegó el día de comparecer en el estrado de los testigos y explicar toda la «verdad» sobre la muerte de Poe. La finalidad era aportar pruebas convincentes de que las acciones alegadas como ilusorias y fantásticas fueron, en realidad, fructíferas, racionales y eminentemente normales por mi parte. Peter trabajó incansablemente para ayudarme a lo largo del proceso, en particular en lo tocante a aquellos puntos, y al final estuvimos de acuerdo incluso con nuestros adversarios legales en que prevalecería el juicio del pueblo. El abogado de la parte contraria tenía una voz leonina que rugía al jurado como para someterlo. Peter dijo que mi presentación de la muerte de Poe sería necesaria para conseguir la victoria.
Hattie, su tía y miembros adicionales de la familia Blum llegaban todos los días a la sala. Estaban perplejos ante la insistencia de Peter en trabajar en mi defensa («¡y eso después del comportamiento del joven Clark!»), pero apoyaron respetuosamente al hombre que esperaban se casara con su Hattie. Yo pensaba que acudían también para contemplar mi deshonra y mi hundimiento financiero. Hattie y yo pudimos intercambiar unas palabras en privado a intervalos, pero nunca por mucho rato. Cada vez, el ojo de su tía nos encontraba, y cada vez ella ideaba nuevas técnicas para impedir toda relación.
El testimonio de aquella mañana despertó gran expectativa entre nuestra sociedad. La sala de audiencia estaba mucho más concurrida que de costumbre. En concreto, yo iba a demostrar que todo aquello fue un intento de buscar respuestas a un misterio relativo a la muerte de Poe, mostrando la realidad de esta pretensión: responder a los propios misterios. Algunas noches soñaba con ello. En los sueños, pensaba que podía ver la figura literaria de C. Auguste Dupin -que presentaba un parecido muy preciso, aunque no de manera uniforme, con Auguste Duponte- y podía oírle dictar cada detalle. Pero cuando desperté no conseguí llegar a conclusión alguna, no logré recrear ninguna raciocinación, y tan sólo pude hallar fragmentos contradictorios de ideas y frases, y me sentí inerme y frustrado. Entonces el barón reaparecía en mi mente, y yo le daba las gracias porque disponía de sus firmes respuestas, sus respuestas fiables y dramáticas, respuestas que satisfarían toda demanda del público.
Meras palabras que salvarían todas mis posesiones.
Estaban las miradas fijas de los espectadores, la misma especie de miradas que saludaron al barón en el escenario del liceo. Miradas voraces, signos de un pacto entre quien habla y quienes escuchan para llegar a lo más bajo de las almas de uno y de otros. Muchos de los espectadores que habían suspirado por oír al barón a propósito de Poe estaban allí. Yo iba a revelar cómo murió Poe, se decía por toda la ciudad. Pude ver a Neilson Poe y a John Benson entrar en la sala, dos hombres que, de distintas maneras, habían necesitado esas respuestas, cualesquiera respuestas. Vi a Hattie, por quien iba a salvar una vida que podríamos compartir, conservando para nosotros un hogar en Glen Eliza, precisamente lamiéndome los labios con la miel de la persuasión del barón. Tan sólo por contar una historia.
El juez me llamó por mi nombre y yo bajé la mirada hacia las líneas que había escrito. Tomé aire.
– Les expongo, señoría y caballeros del jurado, la verdad, nunca contada hasta ahora, acerca de la muerte de este hombre y acerca de mi propia vida. Por más cosas que me hayan sido arrebatada8, me queda una última posesión: esta historia.