— La cosa está clara, hijos míos–dijo señalando hacia el oeste, al otro lado del río-.Tal y como están las cosas, a España sólo se va por ahí.
El sargento Ortega se puso a protestar, diciendo que lo mejor era quedarse atrás y entregarse a los rusos. Algunos de nosotros aún dudábamos, y García se dio cuenta. Se iba haciendo de noche
y no quedaba mucho tiempo para dimes y diretes. Así que agarró un fusil, se fue hacia Ortega y le saltó los dientes de un culatazo.
— Insisto–dijo, volviendo a señalar hacia el otro lado del río-. A España se va por allí.
Después se cargó a hombros a Ortega, que estaba sin conocimiento, y nos pusimos de nuevo en marcha.
La noche fue espantosa. Peleamos sin tregua retrocediendo hacia el río con los rusos pegados a los talones, pasando entre cadáveres, heridos y agonizantes, carros volcados y cosacos entregados al saqueo y al degüello. Masas ingentes de rezagados, centenares de hombres harapientos, vagaban a merced de los ruskis, se calentaban en fogatas de fortuna, palmaban de frío sobre la nieve. Y al amanecer, cuando empezaron a volar los puentes, todos aquellos desgraciados parecieron despertar de su letargo y entre gritos se abalanzaron sobre los que quedaban en pie, cruzando mientras estallaban las cargas, pisoteándose unos a otros para precipitarse entre las llamas y el humo de las explosiones a las aguas heladas del río.
Fue la leche. Llegamos al último puente cuando los zapadores ya prendían fuego a las mechas de los explosivos. Lo hicimos alejando con las bayonetas a los cosacos que pretendían cogernos prisioneros, retrocediendo a tropezones sobre los heridos y los muertos que nos obstruían el paso. Cruzamos el puente pegando tiros casi a ciegas, roncos de desesperación y pavor, con el capitán García que paraba y devolvía sablazos con la espalda apoyada en los maderos del lado izquierdo y azuzaba a los rezagados, vamos, cagüentodo, vamos, cruzad ya hijos de la gran puta, cruzad o no volveréis a casa jamás, cruzad antes de que el diablo nos lleve a todos. Y un pequeño grupo congregado a su alrededor, gritando ¡Vaspaña!, ¡Vaspaña! para reconocernos unos a otros en mitad de aquella locura, bayonetazo va y bayonetazo viene, y la artillería ruski raaas–taca–bum, y la metralla zumbando por todas partes, y los cosacos¡ Hurra, pobieda!, clavándonoslas lanzas y degollando a mansalva, en una orgía de vodka y sangre. Y el busilero Mínguez disparando pistoletazos mientras le tira a García de la manga, vamos para atrás que están ardiendo las mechas, mi capitán. ¡Vaspaña! Eso es, mi capitán, vámonos a España de una puta vez. Y en esto, de pronto, más cosacos que llegan y se amontonan en el lado izquierdo del puente, y el capitán con un sablazo en la cara, la hemorragia chorreándole por las patillas y el mostacho, esto se acaba, hijos míos, corred, salid de aquí, corred, maldita sea mi sangre. Y los últimos echamos a correr y él nos sigue cojeando, apoyándose en Mínguez que lo sostiene con una mano mientras en la otra lleva una bayoneta. ¡Vaspaña! ¡Vaspaña! Y Mínguez nos grita esperad, hijos de puta, no podéis dejar aquí al capitán, esperad. Y de pronto ya no puede más y deja caer sentado al capitán y se vuelve hacia los cosacos empuñando la bayoneta. Y los últimos del 326, que ya ganamos la otra orilla, nos volvemos a mirar por última vez a Mínguez de pie entre la humareda de pólvora, erguido en mitad del puente, las piernas abiertas con desafío y el capitán García agonizando abrazado a una de ellas. A Mínguez que está vuelto hacia los cosacos a los que corta el paso y grita ¡Vaspaña! mientras le hunde la bayoneta a uno de ellos en la garganta y los demás le caen todos encima, y en esto que el puente salta por los aires bajo sus pies y Mínguez se larga, con su capitán, derecho a ese cielo donde van, con dos cojones, los maricones de San Fernando que también son pobres soldaditos valientes.
Epílogo
Un año y medio después del incendio de Moscú, la tarde del último día de abril de 1814, once hombres con una vieja guitarra cruzaron la frontera entre Francia y España. Algunos cargaban hatillos al hombro y aún podían reconocerse, en sus ropas hechas jirones, los restos azules del uniforme francés. Llevaban los pies envueltos en botas destrozadas y harapos. Enflaquecidos y exhaustos, barbudos, sucios, parecían una manada de lobos vagabundos y acosados, en busca de un lugar donde refugiarse, o donde morir.
Caminaban en grupos de dos o tres, con algún rezagado. Caía un sol de justicia, y los aduaneros franceses, protegidos bajo la garita donde ondeaba la flor de lis de los recién restaurados Borbones, los dejaron pasar con indiferencia al cabo de un breve diálogo del tipo mira, Dupont, ahí viene otro grupo, creo que no merece la pena pedirles papeles, ya se las entenderán con los de la aduana española. Y les permitieron seguir adelante, moviendo despectivos la cabeza hasta que se perdieron de vista. Ni eran los primeros, ni serían los últimos. Tras la caída del Monstruo, confinado ahora en la isla de Elba, los caminos de Europa estaban llenos de emigrados, antiguos prisioneros y soldados que regresaban a casa. Aquellos once escuálidos fantasmas, con las encías roídas por el escorbuto y ojos enrojecidos por la fiebre, eran cuanto quedaba en pie del Segundo batallón del 326 regimiento de Infantería de Línea, después de vagar por los campos de batalla de media Europa. Los héroes de Sbodonovo.
El sol caía vertical en el camino de Hendaya a Irún. Pedro el cordobés levantó la cabeza, palpándose la venda mugrienta que le cubría la cuenca del ojo perdido en el cruce del Beresina, y preguntó si ya estaban en España. Alguien dijo que sí, señalando una garita en la revuelta el camino, desde la que dos hoscos carabineros los miraban acercarse, observando con creciente desconfianza el aire francés de sus destrozados uniformes. Entonces Pedro el cordobés desató la guitarra de su espalda y, con cierta dificultad porque le faltaba una cuerda, pulsó las primeras notas de una melodía lenta, nostálgica. Algo sobre una mujer que espera, y un hombre huido a la sierra. Aquellas notas se habían dejado oír una vez en las murallas del Kremlin. Y ahora sonaban, apagadas y tristes, en el aire caliente de la tarde.
La Navata, julio de 1993