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— Hay que hacer algo–dijo por fin, cuando recobró el aliento-. No puedo dejar solos a esos bravos allá abajo. Españoles o no, si luchan bajo mis águilas son hijos míos. Y mis hijos–hizo una pausa, y pareció que su mirada aquilina perforaba la humareda de pólvora del flanco derecho–son hijos de Francia.

El mariscalato en pleno mostró su aprobación con los murmullos apropiados. Hijos de Francia, naturalmente. Ese era el término justo. Brillante juego de palabras, Sire. Esa agudeza corsa, etcétera. El Enano cortó en seco el rumor de la claque levantando enérgico una mano.

— ¿Alguna sugerencia? — preguntó, dirigiendo una mirada circular a los miembros de su Estado Mayor. Todos carraspearon adoptando gestos graves, igual que si tuviesen las sugerencias a montones en la punta de la lengua, pero nadie dijo esta boca es mía. La última vez que el Ilustre había hecho esa pregunta, en Smolensko, el general Cailloux había aconsejado «una táctica de flanqueo astuta como una zorra». Ejecutada sobre el terreno y encomendada a Cailloux su ejecución, la táctica había terminado convirtiéndose en un movimiento de retirada rápido como

una liebre. Ahora, si es que aún continuaba vivo, degradado a capitán, Cailloux seguía un cursillo acelerado de tácticas de flanqueo sobre el terreno y en primera línea. Concretamente, en algún lugar del jodido flanco derecho.

— ¡Murat!

El mariscal Murat, emperifollado como para un desfile, se cuadró con un taconazo. Iba de punta en blanco, con uniforme de húsar y entorchados hasta en la bragueta. Se rizaba el pelo con tenacillas y lucía un aro de oro en una oreja. Parecía un gitano guaperas vestido por madame Lulú para hacer de príncipe encantado en una opereta italiana.

— ¿Sire?

El Enano hizo un gesto con la mano que sostenía el catalejo, en dirección al humo que en ese momento ocultaba de nuevo las filas azules del 326.

— Piense algo, Murat. Inmediatamente.

— ¿Sire?

— Es una orden.

Murat arrugó el entrecejo y se puso a pensar, con visible esfuerzo. Era valiente como un choto joven, y punto. Lo suyo eran las cargas, la masacre, la vorágine. Le había costado mucho hacerse perdonar por el Ilustre su brillante gestión de orden público el 2 de mayo de 1808 en Madrid. «Esto lo arreglo yo con dos escopetazos, Sire», había escrito, eufórico, ese mismo día a las doce de la mañana. Todavía se atragantaba al recordar cómo después, cuando fue a rendir cuentas a su despacho de Fontainebleau, el Enano le había hecho comerse la famosa carta, a pedacitos.

— Estoy esperando, Murat.

El Enano se golpeaba el faldón del capote gris con el catalejo, impaciente, y los generales y mariscales asistían a la escena con mal disimulado regocijo, esperando por dónde se arrancaba el de los rizos. A ver si el niño bonito sugería también una táctica de flanqueo astuta como el pobre Cailloux. Voluntarios ni al rancho, rezaba el viejo dicho de cuartel. A ellos se la iban a dar, viejos chusqueros, con la mili que llevaban a cuestas desde el 92, el que más y el que menos ya era sargento cuando el Petit cazaba talentos en el sitio de Tolon y ellos asaltaban trincheras inglesas a la bayoneta, le–jour–de–gluar y todo eso, los buenos tiempos republicanos antes del Consulado y el Imperio y tanto ascender y amariconarse y echar tripa. Tampoco había llovido desde entonces, ni nada. Quién nos ha visto y quién nos ve, Laclós, ahora con galones y entorchados, mirando el flanco derecho por catalejo, o sea.

— Murat.

— Sí, Sire.

— Sugiera algo de una puñetera vez.

Se daban con el codo los mariscales, como cuando el coronel Alaix estuvo a punto de ganarse un paquete a la vuelta del reconocimiento. Lo bueno de esas cosas era que cuando el Petit estaba de malas, el escalafón corría que daba gusto. El secreto estaba en cerrar la boca, la gueule, mon vieux, y pasar desapercibido. Mire a Murat, Lafleur, el rato que está pasando. El Rizos a punto de cagar las plumas. Seguro que sugiere una carga de caballería. Murat siempre está sugiriendo cargas. Tienen la ventaja de que se hacen en línea recta. No hay que calentarse mucho la cabeza, y después uno sale estupendo en los óleos de Meissonier. No hay como una carga de caballería para quedar bien delante del Enano.

— Sugiero una carga, Sire.

Los mariscales se guiñaban el ojo. Ya se lo dije, Leschamps, etcétera. Más simple que el mecanismo de un sonajero. El ilustre miró un par de segundos a Murat y después señaló hacia la humareda del valle con el pulgar, por encima del hombro.

— Perfecto. Hágalo.

El Rizos tragó saliva, con ruido. Una cosa era sugerir que alguien echara una galopada por el flanco derecho, y otra muy distinta descubrir que era él quien llevaba todas las papeletas en la tómbola.

— ¿Perdón?

El Enano lo miró de arriba abajo. Tardó un rato.

— Parece un poco sordo esta mañana, Murat. ¿No acaba de proponerme una carga?… Pues suba a su caballo, póngase al frente de unos cuantos escuadrones, saque el sable y échele una mano a aquellos valientes del 326. Ya sabe. Tatarí tatarí. Usted tiene práctica en eso.

Murat hizo de tripas corazón, dio otro taconazo, se puso el colbac y subió a caballo. A media legua, al otro lado de la colina, estaban Fuckermann con el Cuarto de Húsares y Baisepeu con dos regimientos de caballería pesada con las corazas y los cascos reluciendo entre la hierba, acero bruñido como un espejo–fróteme eso, Legrand–listo para cubrirse de polvo y de sangre según las ordenanzas. Así que, de perdidos al Vorosik, se fue para ellos con un trotecillo corto y elegante, la mano en la cadera y la pelliza bailándole con garbo sobre el hombro izquierdo, con todo el Estado Mayor imperial viéndolo irse, las cosas como son, Laclós, cenutrio y hortera sí que es, el tío, pero los tiene bien puestos. Y además, una suerte de cojón de pato. Igual hasta le sale bien la maniobra.

— Conspicua gesta–apuntó el general Donzet-. Aunque resulte estéril, será hermosa.

Y suspiró hondo, dramático, para la posteridad. Donzet siempre lo hacía todo pensando en la posteridad, un auténtico pelmazo que, por otra parte, nunca acertaba un pronóstico. Se escurría el magín durante horas y horas hasta idear una frase lapidaria, y las soltaba, a veces sin venir a cuento, con la secreta esperanza de que alguna terminase figurando en los libros de Historia. Es de justicia consignar que lo consiguió, por fin, tres años más tarde, en Waterloo. Aquello de «Wellington está acabado, Sire. Muy mal se nos tiene que dar», lo dijo él. Fino estratega.

IV. La gitana del comandante Gerard

Cuentan los libros, al referirse a la campaña de 1812 en Rusia, que acudiendo en socorro de un batallón aislado–el nuestro-, Murat dirigió en Sbodonovo una de las más heroicas cargas de caballería de la Historia, ya saben, mucho sus y a ellos, galope de caballos y un zas–zas de sablazos entre humo y toques de corneta. Después llega Gericault, es un suponer, pinta con eso un cuadro que van y cuelgan en el Louvre, y entonces todo el mundo, oh, celui–la, mondieu que es hermosa la guerra, tan heroica y demás.

Heroica mis narices, Dupont. Estábamos nosotros, si ustedes recuerdan, los del segundo batallón del 326 de Línea, a unas quinientas varas de las líneas rusas, y los de las primeras filas nos preguntábamos ya cómo diablos podía hacerse, en mitad de aquel fregado, para demostrarle al enemigo que íbamos en son de paz, dispuestos a pasarnos a sus filas con armas y bagajes. A esas alturas ya no quedaba en el regimiento ningún jefe ni oficial francés que lo impidiera. El primer batallón, compuesto por italianos y suizos, había sido aniquilado junto al Vorosik. El resto del 326 lo componíamos los del segundo, y en cuanto a jefes y oficiales no españoles el asunto estaba resuelto desde hacía rato, porque justo antes de largarnos hacia el Iván, aprovechando el barullo cuando el flanco derecho empezó a irse al carajo, tanto el coronel Oudin como el comandante Gerard habían recibido cada uno su correspondiente tiro por la espalda. Una cosa limpia, bang y angelitos al cielo, más que nada por evitar que entorpecieran la maniobra. Lo del coronel era lo de menos, porque el tal Oudin era una mala bestia, normando, creo recordar, que no se fiaba ni de su padre, uno de esos que estaba todo el día dale que dale con lo de «peggos espagnoles, necesitais disciplina» y cosas por el estilo. Ya cuando el paso del Niemen, Oudin había hecho fusilar a media docena de compañeros que intentaron tomar las de Villadiego y volver a España por su cuenta. Así que nadie lamentó verlo pararse de pronto, echar una mirada perpleja a la formación que marchaba cerrada a su espalda, y caer redondo en los maizales como un saco de patatas, el hijo de la gran puta, siempre dando la barrila como aquel idiota de comandante, Dufour, a quien el sargento Peláez le alumbró la sesera de un pistoletazo cuando el primer motín de Dinamarca.