Así nos fuimos acercando a Moscú, cada vez más convencidos de pasarnos a los rusos a la primera ocasión. Después de la carnicería de Borodino estuvo más claro que nunca: treinta mil bajas nosotros entre muertos y heridos y sesenta mil los rusos. Aquello fue excesivo, y algunos mariscales empezaron a murmurar que el Ilustre estaba perdiendo los papeles. Y si los de los galones y entorchados se mosqueaban, pues figúrense nosotros, que nos habíamos comido el baile de cabo a rabo. Así que los españoles del 326 fuimos corriendo la voz, hay que quitarse de en medio a la primera ocasión, pero con más tacto. El aniquilamiento de nuestro primer batallón en Sbodonovo puso las cosas más fáciles, de modo que convencimos al capitán García, le arreglamos el cuerpo al coronel Oudin y al pobre comandante Gerard, y nos fuimos hacia los Iván aprovechando la coyuntura. El problema residía en escoger el momento adecuado para dar el cante. Demasiado pronto, nos cascaban los franceses. Demasiado tarde, los rusos. Lo difícil era encontrar el término medio. Lo malo de estas cosas es que, hasta que el rabo pasa, todo es toro.
Y en esas estábamos en el flanco derecho, con el Petit Cabrón mirándonos por el catalejo
desde su colina, cuando de pronto, en la retaguardia, los húsares del Cuarto y los coraceros de
Baisepeau, que llevan toda la batalla contemplando el paisaje, ven que aparece Murat muy airoso a
caballo y se dicen unos a otros la jodimos, Labruyere, vienen a invitarnos al baile. Estar aquí
pintándola era demasiado bonito para que durase. Y el Rizos que llega con el sable desenvainado y
los arenga:
— ¡Hijos de Francia! ¡El Emperador os está mirando!
Y los húsares y los coraceros moviendo la cabeza, hay que fastidiarse, Leduc, podía mirar
para otra parte, el Enano, con lo grande que es el campo de batalla y toda la maldita Rusia, fíjate, y
se pone a mirarnos precisamente a nosotros. Y Murat que apunta con el sable hacia el sitio de la
batalla donde el humo es más espeso, o sea, el flanco derecho donde dicen que hay unos
cuatrocientos zumbados que, en lugar de salir por pies como todo el mundo, se empeñan, con lo
que está cayendo, en ganarse la Legión de Honor a título póstumo. Para que los hagan mortadela
no nos necesitan a nosotros. Pero el caso es que Murat hace caracolear el caballo y dice eso que
todos estaban viendo venir:
— ¡Cuarto de Húsares! ¡Monten!… ¡Quinto y Décimo de Coraceros! ¡Monten!
O sea, traducido, Leduc, que hay que ganarse el jornal. Y todo son ahora trompetazos y tambores y relinchos y cagüentodo en voz baja, y el Rizos con sus alamares y sus floripondios saludado por Fuckermann y Baisepeau, que se ponen al frente de sus respectivas formaciones y sacan los sables. Y alguien comunica que la carga es contra los cañones rusos del flanco derecho y ya te lo decía yo, Labruyere, que esos españoles bajitos y morenos del 326 nos iban a buscar un día la ruina, ya me contarás qué coño hacen en Rusia esos fulanos, y encima tirándose el pegote como héroes, hay que fastidiarse, en vez de estar en su tierra con el Empecinado o pudriéndose en el campo de prisioneros de Hamburgo, como es su obligación.
— ¡Listos para cargar! — grita Murat, que va a lo suyo.
— ¡Desenvaineeeen… sables! — corean Fuckermann y Baisepeau.
Y unos mil doscientos sables, más o menos, hacen rüif–ras al salir de la vaina y en ese
momento entre el humo y todo lo demás se apartan un poco las nubes y aparece el sol como en
Austerlitz, un sol grande y redondo, rojizo, muy a lo ruso, y lo hace con una oportunidad que
parece preparada de antemano, justo para iluminar las hojas de acero desnudas. Y todo ese bosque
de sables reluce con un centelleo que casi ciega a los que están en la colina del Estado Mayor
alrededor del Ilustre, y todos son parbleus y sacrebleus y qué emocionante espectáculo, Sire. Y el
Petit sin decir esta boca es mía, observando con ojo crítico la extensión, cosa de media legua, que
la caballería debe cruzar en apoyo del 326, y confiando en que el suelo esté lo bastante compacto a
pesar de la lluvia de ayer para que no fastidie las patas de los caballos.
— ¿Cómo lo ve, Labraguette?
— Estupendamente, Si–sire, gracias–responde Labraguette con prudente entusiasmo, por si al Enano se le ocurre la mala idea de enviarlo a ver el paisaje más de cerca.
— Digo que cómo lo ve. Qué le parece.
— Me pa–parece bien, Sire.
— ¿Cuántas bajas calcula usted que le costará a Murat llegar hasta los cañones rusos?
— No sé, Sire. Así, a o–ojo, unos se–setecientos muertos y he–heridos, Sire. Quizá más.
— Eso calculo yo–el Enano suspira para la Historia-. Pero la gloria de Francia lo exige… ¡C'est la guerre, Labraguette!
— Muy ci–cierto, Sire.
— Triste, pero necesario. Ya sabe, la patria y todo eso.
— Ahí le du–duele, Sire.
Mientras esto se comentaba en la colina, los del segundo del 326 llegábamos a unas cuatrocientas varas de los cañones rusos. Lo que se mire como se mire, aunque sea desertando, era mucho llegar.
V. Los adverbios del mariscal Lafleur
A lo lejos estalló un polvorín, una especie de hongo de fuego que iluminó las nubes grises que se cernían sobre Sbodonovo, y el estampido llegó un poco más tarde, amortiguado por la distancia. Algo así como un tuum pumba sordo que hizo temblar las plumas en los sombreros de mariscales, generales y edecanes alrededor del Enano. El mariscal Lafleur, que en ese momento miraba por el catalejo, aseguró que en lo alto del hongo se veían figuritas humanas, pero Lafleur tenía fama de exagerado, así que nadie le hizo mucho caso. De todas formas, el pelotazo había sido tremendo.
— ¿Son rusos o de los nuestros? — indagó el Ilustre, interesado.
— Rusos, Sire–aclaró alguien.
— Pues que se jodan.
Y siguió a lo suyo, que en ese momento consistía en seguir los movimientos del mariscal Ney. Después de despachar a Murat para que organizase su carga de caballería, el Enano había decidido olvidarse un rato del 326 de Línea para dedicar su atención a otros aspectos de la batalla. La cosa era que Ney, poniéndose a la cabeza de un par de regimientos de la Guardia, estaba a punto de tomar por cuarta vez, a la bayoneta, los escombros humeantes de la granja que dominaba el vado del Vorosik, por donde se nos habían estado colando durante toda la mañana los escuadrones de caballería cosaca que tanto daño hicieron en el flanco derecho. En ese preciso instante, Ney, como siempre despechugado y sin sombrero, con la casaca hecha trizas y la cara tiznada de pólvora, peleaba al arma blanca como un soldado más después de que le hubieran matado cuatro caballos frente a la granja, uno por asalto, contra los rusos que todavía aguantaban a esta parte del vado. La granja del Vorosik se había convertido en una de esas carnicerías memorables, sablazo va y sablazo viene, bayonetas por todas partes, fulanos gritando de furia o de pavor y sangre chorreando a espuertas, como si entre los muros calcinados de aquel recinto de locura hubiesen degollado a una piara de cerdos. Y en esto que los rusos empiezan a chaquetear, tovarich, tovarich, y a largarse hacia el río, y Ney les dice a los suyos apretad que es pan comido, muchachos, darles lo suyo y que no vuelvan a por más, y los granaderos de la Guardia con los bigotazos y los aros de oro en la oreja y los gorros de pelo de oso y las bayonetas de cuatro palmos que avanzan como segando hierba, zas, zas, no deis cuartel, grita Ney cabreado porque lleva toda la mañana atascado en la puñetera granja, y a los ruskis les meten el niet niet en el cuerpo a bayonetazos, salvo a los jefes y oficiales que se rinden. A esos la orden es cogerlos vivos porque los oficiales son unos caballeros, Marcel, que no te enteras, cómo se te ocurre volarle la sesera a ese capitán que se rendía, acabas de cargarte a un caballero, pedazo de imbécil, a ver si crees que todos son como tú, carne de cañón, o sea, chusma.