Выбрать главу

Arriba, en la colina del puesto de mando, el Petit le pidió el catalejo a Lafleur y echó un vistazo. Sonreía a medias, como cuando recibió la carta del emperador austríaco diciendo que sí, que María Luisa estaba en edad de merecer y él aceptaba, qué remedio, convertirse en suegro del Ilustre. No hay como ganar Marengos y Austerlices para emparentar con la realeza y marcarte un rigodón en Viena, o tal vez fuera un vals, con todas las frauleins mirándole el paquete al apuesto Murat, donner und blitzen con el feldmariscal, siempre tan ceñidito él y eructando a los postres, mientras el emperador de los osterreiches tragaba quina por un tubo, mordiéndose el cetro de humillación con los franchutes de amos del cotarro y el Enano con su uniforme de los domingos dándole palmaditas en la espalda, ese suegro simpático y rumboso, Papi, cómo lo ves. La única pega para el Enano era que la tal María Luisa respondía más bien al tipo cómo pretendes que yo te haga eso, esposo mío, ¿qué diría Metternich si me viera en esta postura? Mucho oig y mucho remilgo, eso era lo malo que tenían aquellas princesas tan educadas y tan Habsburgo. Poco imaginativa, a ver si me entienden, del tipo me duele la cabeza, querido, o bien ay, hola y adiós. En

ese aspecto, el Enano seguía añorando a su ex, la Beauharnais, aquello sí era calor criollo a rit mo tropical. Llegaba, un suponer, de ganar la campaña de Italia, y allí estaba Josefina en la Malmaison, relinchando como una yegua, siempre lista para darle una carga de coraceros en condiciones. O dos.

— ¡Lafleur!

— Ala orden, Sire.

— Escriba a París. Estimados, etcétera, dos puntos. Sbodonovo está a punto de caer, moral alta, victoria segura–echó un vistazo rápido al flanco derecho, donde el humo de las explosiones ocultaba en ese momento al 326-. Mejor escriba prácticamente segura, por si acaso.

— El adverbio es superfluo, Sire — insinuó Lafleur, que era un mariscal miserable y pelota.

— Bueno, pues elimine el adverbio. Y añada que Moscú es nuestro, o casi.

— Muy bien, Sire–Lafleur escribía a toda prisa, con la lengua en la comisura de la boca, muy aplicado-. ¿Qué frase histórica ponemos esta vez como fórmula de despedida?

— No sé–el Enano paseó la vista por el campo de batalla-. ¿Qué le parece en el corazón de la vieja Rusia quince siglos nos contemplan?

— Magnífica. Soberbia. Pero ya usásteis una parecida, Sire. En Egipto. ¿Recordáis?… Las pirámides y todo eso.

— ¿De veras? Pues cualquier otra–el Enano echó un nuevo vistazo alrededor, deteniéndose otra vez en la humareda que ocultaba al 326-. Algo de las águilas imperiales. Siempre queda bien eso del águila. Tiene garra.

Y se rió de su propio chiste, coreado por el mariscalato en pleno. Muy bueno, Sire. Ja, ja. Siempre tan agudo, etcétera. Qué gracia tiene el jodío. Después, todo el Estado Mayor se apresuró a sugerir variantes, Sire, el águila vuela alto, las alas del águila, la nobleza del águila francesa, Sire.

— ¿La so–sombra del águila? — apuntó el general Labraguette.

— Me gusta–asintió el Enano, aún con los ojos fijos en el flanco derecho-.Eso está bien, Labraguette. La sombra del águila, bajo la que se baten los valientes. Como esos españoles de allá abajo, en mi ejército de veinte naciones. Mírelos: bajitos, indisciplinados, con mala leche, siempre tirándose unos a otros los trastos a la cabeza… Y sin embargo, bajo la sombra del águila imperial van hacia la muerte como un solo hombre, en pos de la gloria.

Batió palmas el mariscalato.

— Sublime, Sire.

— Lo ha dicho un gran hombre.

— Es que el que vale, vale. Y el que no, con Wellington.

— Menos coba, Lafleur. No sea imbécil–el ilustre requirió el catalejo y echó una ojeada a retaguardia-.Por cierto. ¿Qué pasa con Murat?

Todos los mariscales empezaron a ir y venir aparentando estar muy ocupados en el asunto, a despachar batidores a caballo con mensajes para acá y para allá, Murat, a ver qué pasa con Murat, ya estáis oyendo que se impacienta el Emperador, esa carga es para hoy o para mañana, mondieu, así no hay Cristo que gane esta guerra. Y los batidores galopando hacia cualquier parte sin saber adónde ir, agachándose bajo los cañonazos y jurando en francés, con los mensajes ilegibles e inútiles en la vuelta de la manga del dolmán agujereado por los tiros y la metralla, acordándose de la madre que parió a aquel primo suyo que los enchufó como enlaces en el Estado Mayor imperial.

El caso es que visto así, en panorámica, el Estado Mayor daba la impresión de tener una actividad del carajo, con todo el mundo pendiente otra vez del flanco derecho, donde los fogonazos de artillería se intensificaban de modo alarmante entre la humareda de pólvora. Allá abajo, los cuatrocientos y pico españoles del segundo batallón del 326 de Línea habíamos gozado hasta ese momento de la relativa protección de una contrapendiente suave entre los maizales, una especie de desnivel con cuatro o cinco pajares ardiendo y tres o cuatrocientos muertos repartidos un poco por aquí y por allá, el rastro de los muchos ataques sin éxito que la división había llevado a cabo sobre ese punto durante la mañana, y en la que el mismo general Le Cimbel se había cambiado el fusil de

hombro, ya me entienden, nosotros los españoles decíamos dejar de fumar, o sea morirse. Cada uno eufemiza como puede, mi general. El caso es que Le Cimbel era uno de aquellos cuatrocientos despojos que marcaban el punto más avanzado de la progresión francesa en el flanco derecho frente a Sbodonovo: tal vez aquel fiambre sin cabeza junto al que pasábamos en ese momento. El punto más avanzado de la progresión. Tóqueme la flor, corneta. Lo del punto suena muy técnico: eso es lenguaje oficial de parte de guerra, como lo de repliegue táctico, o aquello otro, no se lo pierdan, de movimiento retrógrado hacia posiciones preestablecidas, dos formas como otra cualquiera de decir, Sire, nuestra gente ha salido giñando leches. En el flanco derecho ante Sbodonovo, el punto más avanzado de la progresión era el punto en que la carnicería se volvió tan insoportable que los supervivientes habían dicho pies para qué os quiero. Y nosotros, los del 326, apretados unos contra otros en las filas de la formación, blancos los nudillos de las manos crispadas alrededor de los fusiles con las bayonetas, estábamos a pique de rebasar el punto más avanzado de la maldita progresión de las narices, es decir el desnivel que con el humo nos protegía un poco del grueso de la artillería ruski. Ahora íbamos a quedar al descubierto ante todas las bocas de fuego de la madre Rusia, imagínense el diálogo de los artilleros: Popof, mira quiénes asoman por ahí con la que va cayendo, están locos estos franzuskis, acércame el botafuego que voy a arreglarles el cuerpo con la pieza de a doce. Carga metralla, Popof, que a esta distancia es lo que más cunde. Ahí va eso, que aproveche. Esta por la liberté, esta por la egalité y esta por la fraternité.

Raaas–taca–bum. De pronto no hubo cling–clang porque el sartenazo de los ruskis cayó en medio de la formación, toda la metralla entró en blando, y es imposible saber a cuántos se llevó por delante entre el humo, los gritos y la sordera que viene cuando una granada te revienta a la espalda. A los de las primeras filas nos salpicó sangre encima, pero no era nuestra, y sólo Vicente el valenciano soltó el fusil con una mano pegada todavía a la culata, el fus il girando en el aire con la ma no incluida y Vicente mirándose el muñón esperando que alguien le explicara aquello. Quisimos agarrarlo para que se mantuviera en pie, pero el valenciano fue cayéndose al suelo hasta quedar de rodillas, siempre mirándose la mano, y se quedó atrás y ya no volvimos a verlo. Igual tuvo suerte y alguien le hizo un torniquete y se emboscó allí con una Marujska de tetas grandes y se convirtió en campesino y fue feliz con muchos hijos y nietos y ya no volvió a ver una guerra en su puñetera vida. Igual.