Выбрать главу

– Sentaos, Guillem. -Le pasó un brazo por los hombros, guiándole hacia su silla de contable-. Este hombre parecía muy indispuesto, pero no conozco la causa ni la gravedad de su enfermedad. El anciano judío estaba pendiente de él, vi cómo hablaba con Camposines y éste le proporcionaba un mozo de cuerda para transportar al enfermo. Marcharon los tres, mozo, anciano y enfermo, el pobre judío parecía no poder con su alma. Y ahora, decidme qué es lo que os perturba tan profundamente, muchacho, que aunque sepa que vuestro trabajo no os permite confianzas, os ayudaré en lo que pueda.

Todo daba vueltas en la cabeza de Guillem de Montclar, joven espía del Temple, y la realidad se abría paso lentamente, con esfuerzo. La soledad ya no era una simple sensación, era algo palpable y espeso que ya nunca le abandonaría. Y la realidad le indicaba que estaba obligado a actuar, encontrar a Guils vivo o muerto, aunque todas las señales le llevaban a pensar, con infinita tristeza, que su maestro había emprendido un viaje al que él no podía acompañarle.

– Os agradezco vuestra ayuda, frey Dalmau. -La voz aún débil e insegura. El joven salía de su conmoción, nadie le había preparado para un golpe así y le costaba adaptarse a una situación de la que desconocía todas las normas. Por primera vez, era Guils quien le necesitaba allí donde estuviera, le exigía una respuesta, la aplicación de todos los conocimientos que, año tras año, le había transmitido. Por primera vez, la vida le pedía un cambio total, el inicio de un nuevo ciclo en el que Guils no estaría para guiarlo, para protegerlo. Y estaba asustado, dudaba de su capacidad sin la ayuda del maestro, pero necesitaba encontrarlo-. Os agradezco vuestra ayuda, frey Dalmau -repitió automáticamente, al contemplar la mirada preocupada del administrador-, pero tenéis razón, mi trabajo no me permite muchas confianzas. Sólo quiero saber si conocéis al anciano judío del que me habéis hablado.

– Le conozco perfectamente, es un viejo amigo del Temple de Barcelona, muchacho. Su nombre es Abraham Bar Hiyya, uno de los mejores médicos de la ciudad y os lo digo con cono cimiento porque me ha atendido en muchas ocasiones. Es un gran amigo de frey Arnau, nuestro hermano boticario, ambos acostumbran a compartir secretos de hierbas y ungüentos. También conozco muy bien al comerciante Camposines, un buen hombre. Os ruego que contéis con mi ayuda.

Guillem le miró agradecido, no quería preocuparle más de lo necesario y tampoco podía confiarle sus problemas, porque eso sólo conseguiría poner en peligro al administrador. Recordó una de las frases lapidarias de Guils: «Cuantos menos conozcan tu problema, menos muertos en tu conciencia». Sí, ciertamente, éste era el lado malo de su trabajo, no podía confiar en nadie aunque en aquellos momentos era una condición difícil de cumplir.

Se despidió agradeciendo su colaboración y tranquilizándole con las primeras palabras que encontró. Tenía que encontrar a Abraham Bar Hiyya, tenía que dar con Guils.

Mientras se apresuraba, dejando el barrio marítimo a sus espaldas, reflexionó sobre cuál tenía que ser su próximo paso. ¿Debía detenerse en la Casa del Temple y hablar con el herma no boticario? ¿Dirigirse directamente hacia la judería y preguntar por el médico? Todos conocerían su domicilio, seguro que era un personaje conocido. Se detuvo, respirando con dificultad. Estaba claro que lo primero que tenía que hacer era recuperar el control de sus nervios. Si Bernard Guils estuviera a su lado no podría ocultar su decepción ante el comportamiento atolondrado e imprudente de su alumno. Se obligó a controlarse. Cerró los ojos respirando hondo, sin pensar en nada, permitiendo que su mente se llenara de un único color, el blanco dominando al negro.

Una mujer, que pasaba por su lado acarreando un pesado saco, se lo quedó mirando, perpleja ante su inmovilidad. Le preguntó si se encontraba bien o si necesitaba ayuda. Guillem le contestó, amablemente, que estaba bien, que había tenido un ligero mareo, y ya estaba casi recuperado. La mujer se alejó, mirándole, poco convencida de sus palabras. Él todavía se quedó allí, inmóvil, durante unos instantes. Después sus facciones se endurecieron y emprendió la marcha sin vacilar. Algo había cambiado en su interior, ya no había lugar para el muchacho que unos segundos antes ocupaba su lugar.

La tarde declinaba cuando llegó al barrio judío y se dio cuenta del tiempo que había perdido esperando inútilmente en el molino, un error que no debía repetir. Se cruzó con un hombre de mediana edad al que detuvo para preguntar por la casa del médico.

– Aquí mismo, en la calle de la Gran Sinagoga, a la vuelta de la esquina. Pero me temo que no vais a encontrarle, Abraham está de viaje a Palestina, hace ya mucho tiempo que partió y no sabemos nada de él. Vaya a saber, un hombre de su edad y enfermo emprendiendo un viaje tan peligroso. Guillem se dirigió al lugar señalado, una respetable casa de dos pisos, muy cerca de una carnicería judía. Llamó y esperó, sin oír ningún ruido, la casa parecía vacía. Esperó y volvió a llamar, sin resultado. «Bien -pensó-, continuaremos con la segunda opción, la Casa del Temple y el hermano boticario.» Se dio la vuelta y observó, a su izquierda, una sombra que parecía querer ocultarse en el rincón más alejado. Alguien estaba espiando la casa de Abraham Bar Hiyya. ¿O tal vez le estaban siguiendo a él? Preocupado, pensó que se estaba saltando todas las normas de seguridad desde primeras horas de la mañana y que si alguien estuviera interesado en matarle, hubiera podido hacerlo quinientas veces, con toda tranquilidad.

– ¡Soy un perfecto imbécil! -murmuró-. Si la vida de Bernard hubiera dependido de mí, él mismo me habría asesinado por inepto. ¡Tengo que empezar a actuar con la cabeza!

Bien, si alguien le seguía ahora se daría cuenta muy pronto, y si vigilaban la casa del judío lo tendría presente. Se encaminó hacia la Casa del Temple de Barcelona, con los ojos bien abiertos y enfadado consigo mismo.

El gran convento templario de la ciudad estaba construido en los terrenos suroccidentales de la muralla romana, en las torres denominadas den Gallifa, a las que la misma muralla servía como muro protector. En realidad, la Casa madre se hallaba a unos kilómetros de la ciudad, en Palau-Solitá: allí estaba el centro administrativo y neurálgico de la encomienda desde hacía muchos años. Sin embargo, poco a poco y por razones prácticas, debido a sus grandes intereses en la ciudad, el convento de Barcelona había tomado mayor importancia.

Al llegar, Guillem preguntó por el hermano Arnau, el boticario, y le indicaron unas dependencias situadas en un extremo, muy cerca del huerto. Se dirigió allí y llamó a la puerta. Una voz le invitó a pasar.

Entró en una amplia habitación muy iluminada, atestada de libros y frascos, con un intenso aroma a especias y hierbas medicinales. Dos ancianos le contemplaban con curiosidad. Uno de ellos, vestido con el hábito templario y sentado en un desvencijado sillón, tomaba un brebaje humeante. Sus pequeños ojos azules parecían no corresponder a su rostro curtido, de facciones cortantes y con unas inmensas barbas grises. El otro anciano era, sin lugar a dudas, un judío. Su capa con capucha y la rodela roja y amarilla no permitían equivocaciones. También sostenía un tazón en la mano, dando la impresión de una gran fragilidad, quizá por su extrema delgadez y el color pálido de su piel.

Eran muy diferentes uno del otro y sin embargo, Guillem tenía la sensación de encontrarse ante dos hermanos, como si un hilo invisible de familiaridad les uniera.

– Adelante, joven, adelante. ¿Qué os trae por aquí? -La voz de frey Arnau era suave y afectuosa-. Entrad y sentaos, si podéis encontrar algo con qué hacerlo, tengo que ordenar esta habitación un día de éstos. ¿Qué pueden hacer dos ancianos boticarios por vos? ¡Oh, por cierto!, os presento a mi buen amigo Abraham Bar Hiyya.

– A él precisamente iba buscando, frey Arnau -respondió Guillem, mirando con atención al anciano judío. Parecía sereno y eso le dio esperanzas. Era posible que al buen Guils no le hubiera pasado nada grave, que estuviera cerca, descansando.

– ¿Me buscáis a mí, joven? ¿Os encontráis mal, estáis enfermo?

– No, no. No se trata de mi salud, sino de la de un compañero con el que tenía que encontrarme esta mañana. En el puerto me han dicho que parecía muy enfermo y que vos os habéis encargado de su cuidado. Quisiera saber dónde puedo encontrarlo.

Los dos ancianos se miraron sin decir nada, impresionados por las palabras del muchacho que tenían delante. Abraham intentaba aparentar una tranquilidad que no sentía y que aumentó al observar una cierta tristeza en la mirada del joven, una tristeza que le recordaba a alguien. No tardó en averiguarlo, con veinte años menos, aquel joven era el espejo, vital y lleno de energía, de Bernard Guils. Y si no hubiera sabido que aquél era un templario, bien podía pasar por su propio hijo.

– ¿Os llamáis Guillem? -preguntó con suavidad. -Así es. Mi nombre es Guillem de Montclar.

– Si estoy aquí, con frey Arnau, es precisamente a causa de vuestro compañero. -Abraham intentaba encontrar las palabras adecuadas para una triste noticia, sin conseguirlo. En su profesión había dos cosas que le producían una honda perturbación, todavía ahora, después de tantos años de ejercer la medicina. La primera era la impotencia que le causaba la propia muerte de sus pacientes; la segunda, comunicarlo a sus seres queridos.